Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Todo lo que decía, lo que hacía, toda su fuerza, cada deseo, cada manifestación de curiosidad, brotaba de un pequeño punto doloroso, reliquia de una vieja herida, para el que constantemente buscaba alivio y en el que se concentraba toda la fuerza, la curiosidad y la esperanza del mundo exterior que llegaban a ella; aunque, por arte de magia, yo hubiera podido desnudarnos a ambos y, suplicándole con todas las fibras de mi ser, hubiera apretado mi cuerpo contra el suyo, la hubiera convencido con mis besos y hubiera podido penetrar entre sus húmedos labios vaginales, ni así la hubiera poseído realmente.
En aquel momento, me pareció que ella sólo quería dejarse querer, pero no corresponder.
En realidad, era ridículo percibir algo semejante en una situación como aquélla, pero estaba asustado, me parecía que ella se había vuelto loca y yo también.
Y en contra de mi íntima convicción, tenía que dar la razón a la celosa de frau Kühnert; realmente parecía que ella utilizaba a las personas y sus sentimientos como instrumentos, pero como ahora el instrumento era yo, materialmente entregado a la delicada presión de su mano y al aroma y sabor de su piel que sentía en mis labios, la situación me parecía más trágica que cómica.
¿Cómo podía haberme metido en esto?
A quien ella elegía, susurró roncamente en mi boca, tenía que haberla elegido también a ella, aunque en todo lo demás estuviera equivocada, y por loca, fea y vieja que fuera.
No y mil veces no, esta mujer delira o está loca de remate, pensé porque esta idea parecía brindarme cierta seguridad.
Ella podía ser ordinaria y boba, pero en esto nunca se equivocaba y yo debía decirle -me hablaba a la boca, por lo que sólo hubiera podido liberarme con un movimiento brutal-, debía decirle, porque por primera vez en la vida tenía la sensación de que podía engañarse, si Melchior había amado a alguna mujer.
Sólo la locura puede hacer que una persona ponga en una pregunta tan banal tanta energía física y psíquica.
La aparté con precaución, pero el movimiento tenía que resultar desairado a la fuerza; de todos modos, no entraba en mis cálculos ahorrarle el desaire.
Nuestros brazos cayeron desmayados, los cuerpos habían recuperado el equilibrio, y me miró de un modo tan penetrante como debía de estar mirándola yo a ella, como si, a través de la piel, estuviéramos viendo la carne, los huesos, la sangre palpitante, la división de las células, todo aquello que en el cuerpo humano tiene una función puramente interna, no lo que se proyecta hacia el otro; ahora yo hubiera tenido que decir basta, vamos a dejarlo, hemos jugado a un juego imposible, ella conmigo y yo con ella, y los dos a costa de un tercero, a pesar de que hacíamos como si nos lo jugáramos a él.
Hubiera debido decirlo, pero no lo dije.
Al contrario, pareció que mi desconsiderado movimiento encubría un gesto de calculada consideración, con el que soslayaba un problema insoluble, para dejarle una leve esperanza.
Su desesperanza me dolía a mí más que a ella, porque ella había podido desahogarla, en su cara, en lugar del vacío, había ahora la alegría arrogante de una satisfacción conseguida con audacia, una sonrisa casi provocativa que no se refería sólo a la pregunta recién formulada sino a otra, más insolente aún, de qué podríamos hacer Melchior y yo el uno con el otro que fuera tan distinto de lo que pudiera hacer ella, con él o conmigo, ¿no venía a ser lo mismo?, pero yo en Ia misma obscenidad de la pregunta percibía aún con más fuerza aquella desesperanza de la que deseaba salvar a Melchior.
Me he equivocado, pensé casi en voz alta, ¿por qué te empeñas en llegar a otra persona a través del sexo, si esa otra persona no existe sólo en función de su sexualidad y quizá ni te quiere? Yo debía de haberme equivocado o había perdido la razón.
Hubiera podido decírselo así, sin más, responder a sus preguntas con las simples palabras que ella esperaba, pero entonces hubiera tenido que describir esta relación mía, que implicaba todo mi ser, en términos puramente sexuales, y eso hubiera sido una mentira, una aberración y una traición.
Vámonos, dije en voz alta.
Aún era temprano, respondió, quería pasear más.
Yo no podía pensar sino en que me había equivocado, a la postre, era bien sencillo, sin duda ella tenía razón, ella podía percibir la sencillez de las cosas con el cuerpo, algo que a mí me estaba vedado; tan sencillo como preparar una sopa. Se echan en la olla las verduras, los condimentos y el agua, y se enciende el fuego, sí, así de sencillo es para los demás, por eso yo tenía que estar equivocado o loco.
Como no me era posible decir estas cosas, di media vuelta para marcharme.
Pero, como el que se despierta de un sueño y no sabe dónde está, yo quería marcharme y no encontraba el camino, estaba desconcertado y desorientado, como si hubiera olvidado dónde estábamos, cómo y por qué habíamos venido y quién era esta mujer, o como si no estuviéramos en el mismo lugar, porque el entorno había cambiado y me encontraba en un punto desconocido de un mundo desconocido, mejor dicho, no me encontraba, yo no existía, por lo tanto, no me había despertado, sino que me había sumido en un estrato aún más profundo de irrealidad.
De la tierra llana y descolorida se elevaba una tenue bruma gris, en los bordes de las montañosas nubes refulgía aún el rojo resplandor del ocaso ventoso, aquí abajo se habían borrado colores y relieves, hasta el tiempo se había agotado, aunque su contenido, infinitamente dividido, estaba en mí, pero sin forma, como el mundo que me rodeaba.
Yo estaba en un caos, no podía ir hacia adelante ni hacia atrás, no había camino, aunque al fin y al cabo camino es sólo un concepto que nos hemos inventado para que nos ayude a liberarnos de nuestra engorrosa materia; pues muy bien, no había camino, sólo un suelo apianado por pies desconocidos, no había bruma, sólo agua, y materia, en todo y sobre todo, materia inerte.
Quizá la orla roja de los nubarrones, pero tampoco eso era más que polvo, humo, arena, residuo de la materia de la tierra; ¿o quizá la luz, que yo nunca podría ver en toda su pureza?
Yo callaba, porque no había paisaje, sólo materia, una materia pesada, quería gritar que me habían robado la belleza, no hay belleza, no hay forma, pero tampoco esto era más que un recurso por el que trataba de eludir mi propia falta de forma, aunque era ridículo el empeño, porque si hay una materia cuyo peso siento y cuyo caos percibo, ¿quién me roba nada?
Cuando me abrió la puerta del coche y me senté a su lado, le noté en la cara que se había tranquilizado, su interior estaba en calma y desde aquella calma me observaba con precaución, un poco como si tuviera que habérselas con un enfermo grave o con un perturbado; pero, antes de empezar a batallar con la puesta en marcha, me miró como si, a pesar de todo, hubiera comprendido algo de lo que había sucedido entre nosotros.
Preguntó adónde.
Normalmente, no preguntaba, respondí; por qué ahora sí.
Soltó el freno de mano y el coche empezó a bajar la cuesta en punto muerto.
Bien, dijo, pues me llevaría a mi casa.
No, dije, quería ir a casa de Melchior.
Jadeando, el motor se puso en marcha y, entre explosiones y sacudidas, salimos a la carretera; la luz de los faros extraía de la penumbra del anochecer la carretera que las ruedas iban atrayendo.
Atraemos el futuro y soltamos el pasado, es lo que llamamos progreso, pero la división es arbitraria, porque sólo podemos captar la sucesión de los elementos que se repiten en el tiempo por medio de un concepto al que llamamos velocidad, esto es la historia, sencillamente, y ésta era mi historia, yo me había equivocado y repetía mis equivocaciones.
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