Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Nos mirábamos como el médico experto mira a su paciente, con ojos penetrantes y con calma, buscando en el rostro del otro los síntomas de una posible enfermedad, al acecho de indicios e interrelaciones, pero sin exteriorizar sentimientos, sin implicarse personalmente, a pesar de la gran atención dedicada al examen.

Yo comprendía que habíamos llegado a un punto muy profundo y oscuro de nuestra mutua exploración; desde hacía semanas yo rondaba la zona más sensible de su vida, había llegado a mi objetivo y le había desafiado, y él, obrando contra sus convicciones, había aceptado el desafío y había hundido firmemente los pies en aquel terreno pantanoso, como preparándose para una terrible venganza; a pesar de todo, no me preocupaba estar sentado en el borde del sofá, al descubierto, porque me parecía adivinar que la situación de desventaja en la que se encontraba mi cuerpo desnudo, mi desvalimiento, era mi mejor protección.

Aquel profesor de música, dijo después de unos instantes de silencio, y su voz que hasta hacía un momento se dirigía a mí con una entonación cálida, se hizo seca, fría e impersonal, como si no hablara de sí mismo, y su cara ya no tenía aquel suave ensimismamiento de apenas una hora antes, no era él quien ahora hablaba sino una imagen, alguien que podía examinarse a sí mismo como el científico examina el insecto conservado en alcohol, que ensarta en un alfiler y clasifica en su amplia colección según criterios filogenéticos y morfológicos, proceso en el que el alfiler tiene más importancia que el insecto y su sistemática ubicación.

El profesor de música era primer violín de la orquesta del teatro -lo mismo que su padre biológico, el padre francés, del que Melchior nada sabía aún-, un músico mediocre y un maestro detestable, pero aun así era lo mejor que había en la ciudad, después de la buena de la tía Gudrun, tan refinada, que le daba clase al principio, sólo para estimular sus dotes, para franquearle la entrada al ansiado mundo del arte, como si al sagrado recinto sólo pudiera accederse desde la celda de una solterona melómana; el profesor era un hombre culto, informado, con mucho mundo, que nadaba y jugaba a tenis, estaba bien relacionado y sabía cultivar sus relaciones sin hacerse importuno, como el que hace un favor; era soltero y buen anfitrión, y todo el que contaba en la ciudad, por poco que fuera, lo mismo que los artistas que estaban de paso, consideraban un placer hacerle una visita, disfrutar de su amable hospitalidad y del trato afable que dispensaba, con sus rasgos ennoblecidos por el sufrimiento, ante todo, porque era buena persona, como si, por ejemplo, en esta época de entreguerras, Ricardo III hubiera decidido ser un buenazo en lugar de un malvado, y es que, a fin de cuentas, el bien y el mal también pueden aliarse, y él, con toda su bondad, podía arrancar dulces sones a la marcha más espeluznante.

Dijo que no debía interpretar esto como un comentario despectivo, sólo trataba de reflejar lo que él sentía entonces.

Por cierto que en aquella época él había visto por primera vez Ricardo III , en una representación muy floja, pero que fue para él una impresionante plasmación del Mal, ya que, debajo del manto, Ricardo tenía no una sino dos jorobas y, más que cojear, arrojaba la pierna hacia afuera gimiendo de dolor a cada paso, gemía como un perro, lo cual sin duda era un detalle de dirección un tanto exagerado, ya que el dolor no necesariamente engendra maldad; de todos modos resultaba de mucho efecto; pues bien, su maestro le recordaba a aquel actor, le parecía que sus ojos llameaban del mismo modo, lo encontraba fascinador, desde luego, y también viejo, debía de tener unos cuarenta y cinco años, era delgado y de estatura mediana y olía muy bien; con la tez oscura y los ojos negros y brillantes, pero el pelo, que él llevaba largo al modo de los artistas y cuidadosamente peinado hacia atrás, era gris, tan canoso como a los ojos de un niño sólo puede tenerlo un viejo.

Si se acaloraba al explicar la teoría, el pelo le caía sobre la cara y entonces él lo peinaba hacia atrás con los dedos, con ademán de artista, porque no hubiera debido sofocarse de este modo, dando la impresión de que algo andaba mal, ¿y por qué había de andar mal?, aquellas explicaciones teóricas, que podían durar horas, eran sugestivas, lúcidas y apasionadas, producto de una mente analítica, lo que siempre resulta estimulante e inspirador, ahora bien, cuando de la práctica se trataba, de comunicar algo de su saber, bajo su máscara de bondadosa sabiduría, se adivinaban los celos, un egoísmo primario e inexplicable, un convulso afán de posesión y también algo parecido a la burla y a la alegría malsana, y un gesto de avaricia, como si él fuera poseedor de una especie de Santo Grial, inasequible para los simples mortales y, al observar la frustración del alumno, se limitaba a decir que no existía una técnica, ¡él no la tenía!, ¡nadie la tenía!, o el que la tuviera no era artista sino técnico, por eso era inútil esforzarse, cada cual debía desarrollar su propia técnica, lo que ya no era técnica sino sentimiento extraído de la materia y proyectado hacia la materia; era la esencia misma de las cosas, el puro instinto de conservación.

Y es que, en la lucha con la materia, el artista se sumerge profundamente en su ser, hasta estratos insospechados, tan íntimos que el pudor exige protegerlos de miradas indiscretas, pero el arte que no es rito de iniciación en estos secretos candentes no vale un pito, y cuando perdía los estribos nos gritaba que lo que hacíamos nosotros era tantear en la antesala del arte, como dando a entender que existía un lugar al que había que acceder.

No podía decir que él quisiera a su maestro, se sentía atraído, sí pero también desconfiaba, y se reprochaba esta desconfianza; a pesar de todo, le parecía que aquel hombre veía y sabía algo que nadie más veía, era como si se diera cuenta de que aquel hombre estaba corrompido, que era un farsante, un cínico y un amargado y, no obstante, tuviera la impresión de que a él quería favorecerlo, y él no se atrevía a rechazar este favor sino que, por el contrario, se empeñaba con todas sus fuerzas en hacerse merecedor de él, mientras sus oídos detectaban constantemente la falsedad de lo que aquel hombre le decía del templo del arte y de su antesala, y era falso porque tampoco a él se le había permitido entrar, él lo ansiaba, sí, y en sus ridiculas ansias había una amargura inquietante, una desesperanza y un pesar muy elocuentes, por lo que no parecía disparatado lo que decía, si bien Melchior advertía que sus ansias no se referían a la música como objeto ni siquiera como carrera, que ya había abandonado, él no sabía a qué se refería, tal vez al deseo de mostrarse demoníaco y misterioso, infernal y perturbador y, al mismo tiempo, sabio, bondadoso, correcto y comprensivo, y por ello él mismo, Melchior, acabó por ser el objeto de este deseo, de esta lucha dolorosa y lastimosa.

Después de cada clase salía de la casa tan abatido que cualquiera hubiera creído que en los cuatro años que tomó lecciones de él estaba poseído por las furias del arte, adelgazaba, pero ello a nadie sorprendía porque en aquellos años quien más o quien menos estaba famélico.

Él estudiaba con ahínco y aplicación, descubrió por sí mismo muchas cosas por las que se sentía agradecido a su maestro, todo lo bueno se lo atribuía a él, sus progresos artísticos eran satisfactorios, algo que el maestro reconocía unas veces con reserva y otras con entusiasmo, pero Melchior temía su entusiasmo más que su crítica demoledora; muy de tarde en tarde le permitía actuar en público o le proporcionaba él mismo una actuación, le presentaba a celebridades y le hacía tocar en los conciertos que daba en su casa ante un auditorio selecto, y el éxito era siempre arrollador, la gente lo felicitaba, lo besaba, lo abrazaba y lo tocaba, y hasta brillaban lágrimas en muchos ojos, a pesar de que en aquellos años de posguerra era muy difícil conmover a alguien.

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