Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Su tono seguía siendo firme, sus palabras, enérgicas, con fases de ataque y de defensa, pero todas las alusiones, explicaciones y exclamaciones, vehementes pero incompletas, no formaban frases, sólo yo podía entenderlas, y aun en la medida en que se puede entender fragmentos de palabras mutiladas por el pudor y agitadas por la energía reprimida.

Estas palabras ahogadas, escuetas, escupidas o tragadas pero coherentes aludían a la asociación de esta experiencia, casi por completo sepultada en el olvido y, aparentemente, recordada por casualidad, con otra experiencia deliberadamente silenciada, es decir, la relacior con Thea, cuyo nombre no podía pronunciar en aquel momento, a pesar de que entre una y otra experiencia había una distancia de diez años.

Yo había tenido la buena fortuna de enterarme de las circunstancias de su encuentro en dos versiones.

Nunca más, dijo él.

Ni siquiera contigo, dijo.

Naturalmente, todas las comparaciones eran odiosas, dijo.

Y a pesar de todo, dijo.

Con ella… y ahora el silencio pudoroso se refería a Thea; todo este desdichado embrollo tenía que ver precisamente con ella.

Él no quería ser grosero ni ridículo, pero tenía que serlo.

Tampoco quería ofenderla, y precisamente por eso la había ofendido.

Porque daba la impresión de que él nunca volvería a sentir eso.

Una semana, poco más o menos, duró aquel estado de cosas, dijo, pensativo, y yo le vi en la cara que, en el fondo, esta frase se refería a dos épocas, a la de hacía diez años y a la de hacía unos meses, mejor dicho, la de hacía diez años había reaparecido a la luz de la de hacía unos meses.

Sin repetición de sentimientos no hay recuerdo, o viceversa, cada experiencia es eco de una experiencia anterior, y a esto llamamos recuerdo.

Ahora confluían las dos en su cara, confundiéndose y potenciándose mutuamente, y al observarlo me sentí más tranquilo, como si por fin hubiéramos podido aprehender el verdadero tema de nuestra conversación, que hasta ahora habíamos buscado a tientas.

Naturalmente, a Thea, en el coche, no le hablé de aquellas pudorosas evasivas.

Él dijo entonces que quería contarme el final: un día su maestro le abrió la puerta con la cara muy seria y hasta desesperada, y él comprendió que había llegado el final con el que siempre había contado.

Con una seña, le indicó que dejara el violín, no iban a necesitarlo, y lo llevó a otra habitación.

El maestro se sentó y lo dejó de pie.

Le preguntó qué hacía por las tardes.

Melchior no contestó, y el maestro empezó a enumerar los días de la semana, la hora y el minuto en que había vuelto a casa.

A la niña no la mencionó; el lunes, dijo, eran las nueve y cuarenta y dos, el martes, las diez y veintiocho, etc., sin añadir palabra.

Melchior estaba de pie en la alfombra, con su pantalón corto, y all, sobre la alfombra, cayó desmayado.

Al pensar que aquel hombre importante, terrible, adulado, atractivo, mayor, canoso y desgraciado, le había seguido de puntillas, como una sombra, a él, un niño, un ser insignificante y sin talento, todos los días de la semana y lo había visto todo, absolutamente todo, se desvaneció.

Probablemente, sólo fue un vahído, si llegó a ser un desmayo, duró únicamente unos instantes.

Al volver en sí percibió muy cerca el olor familiar de su maestro que estaba arrodillado a su lado y entonces vio sobre sí aquella cara que nunca olvidaría: la de la araña que por fin ve prendida en su red a la ansiada mosca verde.

El maestro lo besaba y abrazaba, casi llorando de angustia, y le suplicaba en un susurro que tuviera confianza en él, que si no confiaba en él se hundiría, que estaba muerto, que lo habían matado y, entre aquel torrente de palabras, Melchior distinguió una frase: como nadie sabía quién era su verdadero padre, podía considerarlo a él su padre y confiar en él como en un padre.

Él se resistió, lloró y tembló y, cuando se hubo tranquilizado un poco en un rincón y su maestro se atrevió a dejarlo salir a la calle, y vio a la niña que lo esperaba en el portal, escapó corriendo sin decir palabra.

Afortunadamente, aquella noche su madre no volvió a casa hasta muy tarde.

Entonces él ya se había tranquilizado, y le pidió que se mudaran inmediatamente, no importaba adonde, y que le buscara otro maestro, cualquiera, porque éste era malo; no dijo nada más, ni pensaba nada más, sólo que era una mala persona, pero no se atrevía a decirlo, y a las preguntas de su madre sólo repetía que era un mal maestro, como si no se tratara de su moral sino sólo de su arte.

La ingenuidad de su madre lo sentenció, era la prueba definitiva de que nadie ni nada podría ayudarle, ni su madre, y que, por lo tanto, debería mantener en secreto todo lo que se refería a su maestro.

Se dejó tranquilizar, arropar y acariciar, permitiendo que los gestos elementales que una madre ingenua y cariñosa hace en estos casos disiparan los malos presentimientos.

Y después de escuchar tantos detalles insignificantes, dijo Melchior, sin duda podría imaginarme lo que ocurrió después.

De vez en cuando, la niña aparecía en la ventana, con precaución, temerosa, para indicarle que lo entendía todo y que esperaba, pero a él le dolía verla y trataba de olvidarla.

La víspera del concurso por la tarde fue a Dresde con su maestro, pero no quería contarme lo que ocurrió aquella noche en la cama de matrimonio del hotel, sólo que nunca había conocido a nadie que hubiera tenido que librar consigo mismo una lucha semejante y que no se rindió hasta que se le acabaron las fuerzas.

No era un hotel sino una vieja y tranquila pensión, situada en un valle de las afueras de la ciudad, una casa con sombríos torreones y miradores de celosía, un remoto y pintoresco castillo encantado.

Tomaron un tranvía en la estación, la habitación era enorme, fresca, blanca, un lavabo de porcelana, un espejo ovalado, en el mármol, un jarro de agua de esmalte blanco, también la colcha era blanca, cortinas blancas y frente a la ventana, frondosas copas de árboles, que susurraron durante toda la noche.

Ahora hablaba entrecortadamente, como si a cada palabra quisiera terminar, pero no pudiera callar, porque a cada palabra que él esperaba que fuera la última le seguía otra.

Me preguntó si tenía un cigarrillo.

Después de darle el cigarrillo y ponerle un cenicero en el regazo, buscando una postura más cómoda y algo con que cubrir la desnudez que me violentaba, me senté a los pies del sofá, con la espalda apoyada en la pared, me tapé con el extremo de la manta y puse mis pies helados debajo de sus muslos; él siguió hablando con aquella voz cohibida y tensa.

Ahora yo ya habría comprendido por qué preguntó a su madre quién era su padre; la frase de su maestro se le había grabado en el cerebro.

También era curioso, dijo después de una pausa, que su madre -él ya estaba estudiando, habían transcurrido tres años y había ido a casa de vacaciones- siguiera sin sospechar nada, porque con su terrible candor de siempre le contó cómo se había suicidado su antiguo maestro, y se lo decía como si hablara de un suceso trivial.

Él no contestó, sólo dijo que para dentro de unos día esperaba a un invitado, un compañero de estudios y, para prevenir malas interpretaciones, recalcó el nombre, Mario, para que ella no lo confundiera con Marión. Entonces su madre, como si por fin comprendiera, se quedó quieta, con el cacharro que estaba fregando en la mano, porque también esto se lo dijo mientras ella trasteaba en el fregadero.

No importa, hijo, dijo, por lo menos así te tendré siempre a mi lado.

Después lo repitió, te tendré siempre a mi lado.

Hacía pausas cada vez más largas, pero no podía acabar.

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