Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Pero su madre debía de saberlo.

Melchior estuvo hablando en voz baja, sin parar, hasta que se hizo de día, y entonces la corriente fría de su narración quedó cortada por el muro de la emoción.

Su pecho se hinchó, su mirada, sin apartarse de la mía, se volvió hacia adentro, y dijo que no, que no quería, que no podía contarlo

Se le llenaron de lágrimas los ojos y le tembló la voz, como si fuera a echarse a llorar o a lanzar una acusación.

Pero entonces convirtió el sollozo en risa para pedirme que no le hiciera caso, que no lo tomara en serio.

Bajando la voz al tono distante y frío de antes, comentó que, al fin y al cabo, cada puta y cada marica tenía una madre y una historia conmovedora.

Todo, puro sentimentalismo, dijo.

Y pocos días después, cuando volvíamos a la ciudad por la oscura carretera, conté la historia a Thea.

Naturalmente, yo introduje ciertas modificaciones imprescindibles, los pasajes sobre la psicología del niño prodigio me sirvieron de introducción, de marco para mi relato, y hablaba con una voz tan impersonal como si estuviera refiriéndome a un desconocido.

Ahora bien, el tono impersonal y el planteamiento objetivo que trataba de dar a mi narración le infundían esa ligera abstracción que permite inscribir las relaciones causales personales en esa cronología más amplia y general que solemos llamar, a causa de su carácter inmutable e impersonal, desarrollo histórico, destino o, simplemente, divina providencia; y, escudándome en este punto de vista impersonal e inalterable, más de carácter intelectual que sentimental -distanciamiento con el que yo trataba de disimular mi vergonzosa traición a Melchior-, hablaba como estuviera refiriéndome a un episodio banal del proceso histórico que se extingue y renace en constante repetición.

Como si estuviera contemplando una ciudad a vista de pájaro y, en la ciudad, viera a una bonita muchacha, un violín, las grietas y los huecos abiertos por la historia y que la historia se encargaría de remendar y tapar con su propia materia, un bonito teatro y, en el teatro, el foso de la orquesta y, en el foso, los músicos, pero viera también, al mismo tiempo, otro foso, una trinchera cerca de Stalingrado, y en un foso hubiera una silla vacía, la del primer violín y, en el otro, un soldado envuelto en harapos, a punto de congelarse.

Y como si así, a vista de pájaro, con una perspectiva histórica imperturbable, me pareciera un hecho de escaso interés que los músicos desaparecieran de sus orquestas, y los maridos del lecho conyugal, que a unos los llevaran al campo de concentración y a otros los hicieran soldados: son cosas que pasan, los detalles carecen de importancia, porque el destino, la historia, da una orden terminante, hay que llenar los huecos, en el foso de la orquesta debe sonar la música, en las trincheras deben sonar disparos, en otros hoyos hay que enterrar a los muertos, por lo tanto, alguien tiene que sentarse en la silla vacía del primer violín, a tocar la misma música, vestido con el mismo frac, para que no se note el cambio, y la circunstancia de que ahora sean prisioneros de guerra franceses del campo cercano a la ciudad los que se sientan en las sillas de los desaparecidos carece de importancia, no hay ni que mencionarlo, y que, en recompensa por asegurar esta continuidad, sus guardianes los acompañen a la posada El cuerno de oro, también es algo que ha dispuesto el destino, la providencia, la historia, no sólo casualmente, y no por una consideración humanitaria, sino para que el primer violín, que puede pasar un par de horitas arriba, en la vivienda del posadero que se está congelando en la estepa de Stalingrado, pueda creer que el pulso de la historia se ha interrumpido por él.

Pero ni la historia, ni el destino, ni la divina providencia hacen excepciones; el vacío que el posadero ha dejado en el lecho conyugal se llena, y así considerado, carece de importancia el que una mujer joven y bella y un hombre joven y atractivo sientan lo que justificadamente llaman un amor fatal, porque preferirían morir a vivir el uno sin el otro y así se lo juran, y si utilizan términos tan grandilocuentes es porque creen estar describiendo nada menos que los designios del destino.

Por ello, también es indiferente si los guardianes que han entrado a tomar un trago se dan cuenta de esta grave infracción, ya que para la historia no es tarea difícil embriagar a una pareja de brutos armados para hacerles cerrar los ojos ante semejante éxtasis amoroso y, una vez pasada la borrachera, inducirlos a matar a golpes al francés culpable de delito contra la raza, con lo cual se crea otra vacante en la orquesta, que la historia se encargará de llenar haciendo que regrese a la ciudad un individuo deportado por perversión sexual.

Por consiguiente, dije a Thea, no creo que, desde este amplio punto de vista, deba condenarse la ceguera de la madre, ya que, a fin de cuentas, lo que parecía haber perdido con el marido lo recibía del amante, y lo que perdió con el amante le fue compensado, a Dios gracias, con el fruto de su vientre, aunque lo que de este modo recibía debería devolverlo un día.

Thea dijo fríamente que también me entendería si blasfemara de un modo menos complicado.

Y siguió haciendo como si me escuchara con indiferencia.

El mismo día en el que el maestro lo apartó de la ventana, prosiguió Melchior, la niña le esperaba en la puerta, se miraron durante un rato, él no sabía qué hacer, por un lado se alegraba de haber burlado al maestro, pero por otro lado sentía mucha vergüenza, ni él mismo sabía por qué, quizá por el pantalón corto y por no saber qué decir, así que echó a andar con el estuche del violín en la mano, pero ella le que era un idiota y entonces él se volvió.

Ya estaban otra vez frente a frente, y la niña le dijo que subiera a su casa, porque quería que tocara para ella sola.

A él aquello le pareció una estupidez, porque estas cosas no pueden mezclarse así, sin más, y dijo a su vez: «idiota, tú».

La niña se encogió de hombros y dijo que, si no quería subir, que no subiera, que también aquí podía besarla.

Y a partir de entonces lo esperaba todos los días, a pesar de que cada día decidían que no debía esperarlo más, él le decía con énfasis y con los mismos argumentos que utilizaba su maestro que ahora tenía que forjar su futuro y que debían dejar de verse.

En realidad, ocurrió todo lo contrario.

Melchior recordaba que aquel primer día, cuando la emoción les impedía decidir qué hacían y, para disimular su turbación, no hacían más que hablar, estaban en el foso del castillo, entre matorrales y montones de desperdicios; olía muy mal y la niña dijo que estaba tan enamorada de él que no le importaría esperarlo toda la vida y que ahora lo más importante era el concurso y que, por lo tanto, tenían que dejar de verse, que ella lo esperaría, y a los dos les pareció maravilloso; a pesar de todo, ella siguió esperándolo todos los días.

Pero él aún tenía algo más que decir.

Aunque no sabía si se podía hablar de estas cosas de modo inteligible.

Estábamos quietos, su mirada ciega e inmóvil me traspasaba, mientras yo trataba de esquivar sus palabras con un nervioso parpadeo, era como si los dos, con los ojos vendados, diéramos vueltas alrededor de un objeto escurridizo, que se nos escapaba cada vez que creíamos asirlo.

Porque ahora era cuestión de pudor y, dado que las leyes del pudor del alma son mucho más severas que las que rigen el pudor del cuerpo, lo que es perfectamente natural -ya que el cuerpo consiste en materia perecedera y, si dejamos de considerarlo materia, su naturaleza limitada y finita se hace terriblemente infinita-, yo quería escapar, porque sentía pánico de aquella cosa sin límites y no quería ver lo que yo mismo había conjurado.

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