Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Por una extraña aberración, el ser humano cree que todo lo que ocurre en el mundo es por él, y también lo que les ocurre a los demás, todo, por él.
Quizá ello se deba, dijo, a que lo primero que todo ser vivo recibe en la boca es el pecho de la madre, y quizá también por eso quiera sentir en la boca el pene del padre, veteado de venas, todo lo que es vivo, todo lo que puede derramar en su boca una sustancia, sea dulce o salada, porque desea apropiarse, poseer, todo lo que le garantiza la vida, todo lo que es esencial para la vida.
Ahora yo comprendía ya por qué él no podía parar; cuanto más tolerante y comprensivo se mostraba para con su madre y su maestro, se perfilaba su intención oculta de descargar una parte del peso de su experiencia sobre la historia, es decir algo intangible, y la otra parte en dos personas plenamente tangibles; pero dado que su concepto de la moral no le permitía odiar sencillamente a estas dos personas -una había expiado su pecado con la muerte y la otra era su madre, y él no tenía inclinación a odiarse a sí mismo-, no le quedaba otro recurso que el de verse a sí mismo, a pesar de todo, como víctima de la historia.
Pero cuando la víctima empieza a hablar, sus palabras tienen siempre un regusto sentimental y hasta cómico, porque todos sabemos que las verdaderas víctimas de la historia no pueden hablar.
Por eso él tenía que odiar este lugar, yo lo comprendía, por eso, a pesar del peligro, tenía que marcharse, renegar de todo lo que lo asociaba a su propia historia, romper ataduras, incluso exponerse a morir, a que lo mataran en la frontera como a un perro, por el sueño de poder volver a empezar.
Cuando llegamos a la ciudad, ni Thea ni yo hablábamos, cada uno se parapetaba en su propio silencio, dentro de un silencio común, callábamos cada uno para sí y los dos juntos.
Yo sentía desazón en el estómago y los intestinos, como si allí me remordiera la conciencia, y trataba de reprimir los calambres, gorgoteos y ventosidades, lo que resultaba tanto más difícil por cuanto que Thea, misteriosa e imprevisible, encerrada en sí misma e inabordable, me mantenía en vilo al impedirme adivinar el efecto que mi respuesta había tenido en ella.
Su extraña observación de que también podría entender la historia si yo no blasfemara de un modo tan complicado, es decir, que entendería mejor la historia si yo me reservara mis juicios morales, me escocía.
Pero, finalmente, aquello me hizo comprender que ni la historia de Melchior ni la de nadie podía derivarse de circunstancias históricas ni de factores biológicos; no se puede atribuir la responsabilidad moral a nada ni a nadie, eso denotaría mentalidad estrecha, pobreza de pensamiento; hay que admitir en cada caso la fuerza de un todo que determina hasta el último detalle, lo que no es fácil para el que está habituado a pensar sólo en lo puramente anecdótico y, además, es ateo.
Yo la miraba como si quisiera comprobar el estado físico de la persona que me planteaba semejantes preguntas.
Ella no parecía advertir ni las protestas de mis intestinos ni la mirada de mis ojos.
Me sorprendió su reprensión porque nunca, ni para rezar ni para jurar, la había oído pronunciar el nombre de Dios.
Su mutismo podía denotar indiferencia o también una profunda conmiseración.
Y cuanto más nos acercábamos a la Wórther Platz, más insoportable era el sentimiento de que este día iba a terminar, que ahora debía empezar algo nuevo, diferente e imprevisible y que tendríamos que separarnos hasta el día siguiente, que parecía infinitamente lejano.
No era una sensación desconocida, porque yo estaba presente entre ellos dos y cuanto más intensamente conseguía hacerme presente en esta zona intermedia, más dolorosa era la sensación de que me perdía algo.
Por ejemplo, cuando me apeaba del coche de Thea y subía al quinto piso, y Melchior, un poco irritado por la espera, me abría la puerta -más que abrirla, casi la arrancaba de los goznes-, no sólo me resultaba extraña su sonrisa crispada y casi impersonal, sino todo su atractivo, su olor, su piel, su cara sin afeitar, sus ojos azules que me miraban desde la sonrisa y, me avergonzaba reconocerlo, hasta su sexo y su persona.
Como si yo sólo pudiera establecer una relación real con aquel a quien voy a dejar, y como si tuviera que dejarlo para poder establecer una relación real, tal vez ésa sea la causa de todas mis equivocaciones, pensaba, aunque tampoco podían llamarse equivocaciones, ya que no soy yo, sino mis experiencias las que así piensan por mí, mi propia historia piensa por mí, yo vivo y me despido de mi vida constantemente, porque al final de todas las experiencias está la muerte, de lo que se deduce que es más importante la despedida que la vida.
En esto pensaba cuando paramos delante de la casa; Thea me miró echando la cabeza hacia atrás, con cierta altivez, se había quitado las gafas y sonreía.
Esta sonrisa rápida y expansiva debía de estar latente en los músculos de su expresiva cara, sólo que no la había dejado brotar hasta ahora, como si la hubiera reprimido por consideración o por cálculo, para no distraerme ni influir en el relato, y poder contemplarlo en conjunto, con el colorido que yo quisiera darle.
Y hurgando en el misterio de los condicionamientos culturales de mi nación, me preguntaba si no estaría distanciándome de ellos a cada momento en mi vida particular, ¡pese a mi buena disposición para amoldarme a la imagen que los otros se hacían de mí!, porque al final de cada uno de mis recuerdos estaba la muerte, ¿se trataría, pues, no de una divina unidad de destino sino, simplemente, del más primitivo resorte de la historia?
Suavemente, me puso una mano en la rodilla, sus dedos envolvieron la rótula, pero sin oprimir; busqué sus ojos en la oscuridad.
Quizá no era la rodilla lo que ella envolvía con este movimiento, luizá envolvía nuestros cuerpos y el silencio que había en nosotros, y en sus ojos vi que quería decir algo, pero no podía decirlo, porque intuía lo que debía comprender.
Evidentemente, no era preciso expresar en voz alta que ciertas cosas no podían decirse ni indirectamente, ni aun a costa de la vida, y, no obstante, de no haber estado tan oscuro dentro del coche, de habernos visto la cara a la luz de las farolas que se filtraba por entre las ramas de los árboles, de no haber quedado todo en el umbral de la intuición y el sentimiento, de haberse concretado en palabras lo que sentíamos, sin duda las cosas hubieran sido muy distintas entre los tres.
Ella habló después, sí, pero entonces ya habíamos dejado atrás ese momento.
Sí, dijo, cada cual tiene su historia, y si no me había dado cuenta de que todas las historias personales eran tristes, ¿por qué?, y que tenía la impresión de que yo le había contado mi propia historia, a pesar de que ella nada sabía de mi vida, o quizá sólo la historia de mi propia amargura.
Mi amargura, pregunté, me sorprendió la palabra.
Sin responder a mi pregunta, dejó que su sonrisa se convirtiera en risa y desde la risa me preguntó bruscamente si no sabía que era judía.
Entonces soltó una carcajada, provocada, probablemente, por la estupefacción que debió de ver en mi cara.
¡Qué fabuloso!, exclamó riendo, me oprimió la rodilla y retiró la mano, ahora tenía que marcharme, otro día me lo contaría.
Yo le dije que no la comprendía.
No importa, dijo que meditara sobre ello, yo era un chico listo, además, no hay que entenderlo siempre todo, a veces basta sentir.
¿Y qué debía yo sentir?
Sentir, sencillamente.
No se libraría tan fácilmente, eso era una evasiva indigna.
De acuerdo, gritó riendo e, inclinándose por delante de mí, abrió la puerta del coche; tenía que bajarme.
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