Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo no tenía ni la más remota idea, ¿podía explicarme de qué me hablaba?

Ya no le interesaba lo que yo dijera o preguntara, lo que entendiera o dejara de entender, quería echarme del coche y me empujaba por el pecho y el hombro; yo, vacilando, la así por la muñeca, vacilando porque me parecía que no debía responder a la violencia con violencia porque era judía, ella acababa de decir que era judía, y trataba de apartarle la mano imprimiéndole un leve giro, y los dos nos reíamos de nuestra simpleza, y queríamos acabar.

No, no, gritaba con voz ahogada y un poco dolorida, mezcla de la agónica protesta de la mujer madura y la queja de la niña mimada, debía soltarla ahora mismo, basta ya.

Pero, al parecer, aún no era suficiente, porque ahora empujaba también con la cabeza contra mi pecho, y yo le retorcía la muñeca un poco más, ella gimió y, durante un momento, su cabeza descansó en mi pecho como si, por fin, hubiera encontrado el ansiado refugio, gesto que indicaba que yo era un hombre fuerte y ella, una débil mujer, aún no se había rendido, aún se defendía, pero no tardaría en caer.

No pensaba soltarla, dije con energía, asumiendo complacido mi papel de hombre, era agradable atenerse al reparto convencional, y con mi alegría daba a entender que no pensaba desaprovechar la ocasión.

Quizá fui demasiado lejos, porque entonces, ofendida, levantó la cabeza y chocó con mi barbilla, lo que nos hizo daño a los dos.

Su negativa indicaba que, a pesar de todo, no estaba dispuesta a reconocer la clara diferencia que había entre nosotros, ni siquiera a resignarse a ella, aunque nos doliera a ambos.

Le pregunté qué sucedía.

Qué iba a suceder, dijo secamente, nada.

Pero me miraba a los ojos con tierna súplica, muy cerca y, con falsa docilidad de niña, volvió a refugiarse en el papel de la mujer frágil; lo hizo con tan convincente maestría que sentí ganas de reír, y era tan de mi gusto aquella ridicula situación que, lentamente, vacilando todavía, fui aflojando la presión, pero sin soltarle la mano.

Qué quería decir con eso, pregunté, y observé cuan a pesar mío trocaba el forcejeo físico, mudo y prometedor, por las simples palabras.

En realidad, yo hablaba sólo para que la razón no se disociara del instinto, sino que, cuando menos, lo acompañara, para comprender qué quería el instinto y por qué, para que ni instinto ni sentimientos actuaran en contra de la razón ni en lugar de ella; si algo tenía que haber entre nosotros, si tal cosa era posible, no debía ser un sucedáneo ni un complemento de otras emociones, ni tampoco una vulgar gimnasia amorosa; y algo parecido debía de pensar ella.

Todo lo que entre nosotros había habido hasta aquel momento podía considerarse como una especie de broma entre amigos, por más que nadie podía saber dónde había que situar la frontera entre el amistoso forcejeo y la caricia amorosa, la fría razón cuidaría de vigilar esta frontera, aun cuando, a causa de la voluptuosidad de los movimientos y la promesa de las posibilidades, la situación pareciera irreversible, como si ya hubiéramos cruzado esa vaga frontera o no supiéramos a ciencia cierta dónde estábamos.

Otro día me lo contaría, dijo ásperamente, ahora tenía que soltarla.

No, insistí, no la soltaría hasta que me lo hubiera explicado, a mí no me gustaban esas tonterías.

Sólo que la razón ya no podía acompañar a los sentimientos, como tampoco las palabras podían conducir a una decisión, puesto que ninguno de los dos tenía ya ni la más leve idea de qué estábamos hablando en realidad, situación característica por cierto de toda pelea de enamorados.

Ella ladeó la cabeza bruscamente, con impaciencia, como si cambando de postura pudiera cambiar la situación.

Tenía que soltarla de una vez, dijo con voz impregnada de odio, Arno la esperaba, ya era tarde, no sabía adonde había ido y estaría preocupado.

Aquel vivo movimiento hizo que le diera en la cara la luz cruda de una farola, y quizá fue esa luz lo que me venció.

¿No le parecía cómico, le pregunté, pensar en Arno precisamente ahora?

Porque a la luz descarnada de la farola -no sé decirlo de otro modo- había visto en su cara la cara de él.

Fue como si, durante un instante, su cara recordara la fisonomía larga, aburrida y triste de Arno, pero no como si la cara del otro apa reciera en la suya, fue más bien una impresión, la sombra de una impresión, la tristeza indefinible de aquel hombre extraño al que ella se sentía pertenecer y al que deliberadamente ponía ahora entre nosotros dos pronunciando su nombre; no era simplemente el marido viejo en el que no podía dejar de pensar ni mientras lo engañaba y al que trataba como a un padre o como a un hijo, era a la tristeza de aquel hombre a lo que ella creía deber fidelidad, era la tristeza lo que marcaba y envolvía su convivencia; ¿había hablado de su condición de judía porque también ella contribuía a aquella tristeza?, ¿había entre ellos algo indestructible?, ¿era este algo la circunstancia de que ella fuera judía y Arno, alemán?

Yo hubiera tenido que vencer, barrer o, cuando menos, disipar temporalmente aquella tristeza nunca vista en su cara, sólo que yo no sabía qué hacer con la tristeza de Arno, porque era la tristeza de un hombre al que nada me unía, que me era indiferente, pero yo no podía fingir que no veía que esta tristeza era común a ambos, que los unía, de ahí que él triunfara, que ambos triunfaran sobre mí.

Y ahora yo sabía menos que nunca cuál era mi lugar en esta delicada situación, o cuál debía ser, pero en aquella tristeza, que realzaba la luz fría de la farola y que se transparentaba a través de sus múltiples caras y máscaras, descubrí de pronto el choque de fuerzas antagónicas.

Bien, la soltaría, dije, pero antes le daría un beso.

Era como si el mero anuncio hiciera imposible el acto, pero también podíamos hacer como si ya hubiera ocurrido.

Y entonces el célebre todo abarcaría también lo que, estrictamente hablando, no había ocurrido pero que no por eso dejaba de ser realidad.

Ella volvió la cara hacia mí tan despacio y tan sorprendida como si se asombrara también en nombre del otro; ahora se asombraban los dos.

Al volverse, la luz desapareció de su cara, pero yo sabía que la cara del otro ya no se apartaría, y su boca entreabierta parecía murmurar ahora no.

La solté, pasó un momento.

Aquellas sílabas que se desprendieron de su tristeza común n querían decir lo que decían, naturalmente, traducidas a nuestro lenguaje decían exactamente lo contrario, que ella sentía lo mismo que yo y que, si ahora no podía ser, quizá más adelante.

Si hubiera significado la semana próxima o mañana, entonces hubiera querido decir ahora no y después tampoco, pero no quería decir eso.

Nuestros rostros oscilaban entre el sí y el no, entre ahora, después y siempre.

Era como si, con mi irreflexiva frase, yo hubiera despertado nuestros labios, que ahora mirábamos hechizados.

La expresión de su cara oscilaba entre el consentimiento y la firmeza, y llegó el momento siguiente y persistía la incertidumbre, en sus labios vibraba ya el Sí, pero sin definir el cuándo.

Pero empezaba a ser doloroso porque, no siendo para ahora, el Sí no dejaba de ser un No.

En nuestras caras, un dolor indefinido causado por la vaga negativa se mezclaba con la difusa alegría de un Sí incierto, podría decir que nuestras caras oscilaban entre la rendición y la autoprotección, pero precisamente por ello -mientras en una temblaba el dolor, la otra parecía contenta, pero tan pronto como la alegría se reflejaba en la primera la otra expresaba sufrimiento- cabía esperar que en el ansiado momento decisivo no pudiera separarse todavía el No del Sí.

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