Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Espontáneamente, los brazos rodeaban y oprimían.

Ella me había puesto las manos en la nuca, como si quisiera meterse toda mi cabeza en la boca y engullirla, como hubiera dicho ella misma, ¡y cómo le gustaba burlarse de estas cosas!, yo la abrazaba estrechamente por debajo del abrigo, y este gesto reflejaba todavía un sutil e inconsciente proceso mental: era como si, con nuestras manos, con aquella convulsa presión y aquellos exagerados apretones, tratáramos de evitar la desagradable experiencia del aislamiento de nuestro cuerpo y, como suele ocurrir, la misma energía que poníamos en ello nos hizo descubrir qué era lo que tratábamos de evitar.

Pero la boca en sí no tenía necesidad de disimular para rehuir la frustración que producía el aislamiento del cuerpo, era muy grande la sed de los labios como para que pudieran sentir algo que no fuera el deseo de mitigarla; las bocas no tenían nada que evitar, con el ansia, con el ímpetu de su unión, con la saliva de la expectación que ahora se mezclaba en jubiloso encuentro y lubrificaba libremente las superficies de ambas, anticipaban ya los goces mutuos y la culminación del placer que anhela todo cuerpo cargado de tensión.

Durante un instante se trabaron las puntas de ambas lenguas, y el anticipo de placer que produjo este engarce inundó el cuerpo de un fluido cálido, una ola de calor que anuló todos los deseos egoístas, y esa doble función del calor, de relajar los músculos y dilatar los vasos sanguíneos bajo la piel, nos hizo atravesar, temblorosos y desfallecidos, la envoltura de las superficies de contacto.

En el paisaje interior que abre el beso, las cosas tienen un contorno nítido y, al mismo tiempo, fluctúan en constante transformación, nada se parece al paisaje exterior al que está acostumbrada la vista.

Se percibe un espacio en el que el ser humano, insensiblemente, fija su lugar, en el que hay arriba y abajo, primer y segundo términos, en el que el segundo término suele ser oscuro o de un gris crepuscular y no contiene objetos tangibles, ni imágenes familiares de sueños o de vigilia, sino siluetas, destellos efímeros que, a pesar de ocupar lugar en el espacio, parecen planos, sin relieve, que adquieren acusado perfil geométrico y se sumen en el fondo, probablemente infinito, de la suave sensación del ser.

Como si cada sensación respondiera a una forma geométrica y, en estas formas, en estas claves visuales, pudiera yo reconocer las emociones del otro, sus cualidades, sus inclinaciones y sus apetencias, porque en este paisaje interior las fronteras entre el Yo y el Tú se borran y confunden; sin embargo, te queda la sensación de que el espacio es el otro y yo no soy más que una mota, una forma, una luz en ese otro.

El otro es el espacio y yo soy una figura inquieta pero no impaciente que se mueve por este espacio que adapta sus formas a mi espacio.

Promesa por promesa.

Y la promesa que se hicieron nuestros cuerpos la cumplimos, impremeditadamente, días después.

Las noches de nuestras alegrías

No, no y no, hubiera dicho yo si, en aquel instante memorable, alguien, con las palabras memorables del filósofo griego, hubiera descrito la vida como un río de rápida corriente y mantenido que nada se repite, porque el agua fluye, y no es posible hundir la mano dos veces en la misma agua, que lo pasado no vuelve, que lo nuevo viene empujando a lo viejo, para envejecer a su vez con la llegada de lo más nuevo.

Si así fuera, si pudiéramos sentir la incontenible corriente de lo nuevo sin influencias que la falsearan, si la sombra de lo viejo no se proyectara continuamente sobre ello, nuestra vida transcurriría como si estuviera llena de prodigios, cada momento del día y de la noche, desde el nacimiento hasta la muerte, sería un milagro que nos estremecería hasta la médula, de manera que no podríamos distinguir la alegría del dolor, el frío del calor, ni lo dulce de lo amargo; no habría línea divisoria ni frontera entre los polos opuestos de nuestros sentimientos porque no habría zona intermedia, por lo que no tendríamos la palabra para designar el momento, no tendríamos día ni noche, no saldríamos llorando y gimiendo del cálido claustro materno a este mundo frío y aburrido, y al morir nos desintegraríamos como las piedras erosionadas por el hielo, la lluvia y el calor del sol, porque no habría decadencia ni angustia, ni habría lenguaje, y es que sólo se puede dar nombre a los hechos que se repiten y, por falta de repetición, no habría lenguaje racional, sólo el don divino de la inmutable alegría de la adoración de lo invariable en el cambio.

Y, aunque así fuera -todos, de niños, hemos querido sorprender al tiempo, descubrir, en una habitación oscura, el momento en el que el día se hace noche, para captar y asimilar el significado, aparentemente sencillo, de las palabras que definen el hecho, invisible e incomprensible, de la huida de la luz-, aunque nos convenciéramos de que no hay división entre el día y la noche, aun así, al cabo de un tiempo, cansados de rebotar en la pared de piedra de la constante variabilidad divina, buscaríamos refugio en conceptos humanos más flexibles y tendríamos que reconocer que ahora es de noche, a pesar de que no hemos visto cuándo ha oscurecido, porque la vista capta la diferencia, pero no la línea divisoria, que quizá ni exista; no obstante, es de noche, porque está oscuro, porque no es de día, lo mismo que ayer y que anteayer, y podemos acostarnos con la idea, tranquilizadora pero amarga, de que volverá la luz.

Pero yo, a pesar del don divino de la continuidad y la eternidad, tengo la sensación de que nuestros órganos sensoriales y, por consiguiente, nuestra sensibilidad, son muy toscos como para percibir en lo nuevo lo viejo que lo presagiaba, intuir en lo presente lo futuro y descubrir en cada experiencia física una historia anterior ya conocida por el cuerpo.

Entonces parece que, en efecto, el tiempo se para, pero no por designio divino sino como si el pie, en lugar de sumergirse en el río de aguas rápidas, se hundiera en una ciénaga; y aunque desea permanecer en la mortalmente aburrida superficie de las repeticiones que, a fin de cuentas, le parece la única prueba aceptable de la vida, en su lucha por permanecer a flote acaba sepultándose a sí mismo.

Pero nada más lejos de mi intención que incurrir en pedantería filosófica, si me extiendo en estas consideraciones es sólo para describir con la mayor exactitud posible el sentimiento de casi irreprimible indignación que me acometió en aquella situación, inaudita y penosa, cuando, hacia el final del segundo mes de mi estancia en Heiligendamm, estando yo de pie al lado del bonito escritorio blanco de mi habitación, ¡oh no!, no era una equivocación, ya otra vez había estado así, en bata, sin lavar ni afeitar, esperando el terrible juicio del destino, que ahora había dispuesto que, bajo la mirada curiosa, acuosa y fría de un policía, tuviera que leer la carta de mi prometida, y si la situación no hubiera sido tan tremendamente evocadora, por lo dispar, ni esta mirada severa y suspicaz me hubiera acosado, el solo saludo ya me hubiera perturbado, mejor dicho, sumido más profundamente en este desfallecimiento consciente.

Mi vida, mi bien, mi amor, escribía mi prometida, algo inaudito, y mi cabeza, en la que esta introducción retumbaba como dos candentes bofetadas, y en la que los espantosos recuerdos ponían un doloroso vértigo, apenas tenía fuerzas para sostenerse sobre mis hombros; mientras mis ojos recorrían aquellas líneas, un sudor frío brotó de todo mi cuerpo, con manos temblorosas metí la carta en el sobre y, como el que busca, como el que necesita un apoyo, me así al respaldo del sillón, aunque lo que yo deseaba era escapar.

Escapar de allí, del caos de mi vida, propósito cuya realización impedía, evidentemente, la presencia de mi extraño visitante, aparte de que el ser humano no puede satisfacer sus deseos de huida lo mismo que un animal, ya que no tiene un lugar donde refugiarse de la vorágine de su alma.

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