Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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El digno funcionario está en la puerta de la terraza, y yo había accedido a su insolente petición de abrir en su presencia la recién llegada carta de mi prometida sólo porque aquella misma mañana Hans Baader, el criado del hotel, de un solo corte de su navaja de afeitar, había matado al joven sueco al que yo había tenido el placer de conocen en la mesa redonda del desayuno al día siguiente de mi llegada, en tan extrañas circunstancias, es decir, en el momento en que se nos anunció la muerte del conde Stolberg; la víctima yacía en un charco de sangre, en la suite contigua, y el policía de Bad Doberan, que había acudido rápidamente al lugar del crimen en coche de caballos, después de sacar de un oscuro rincón de la carbonera al trastornado asesino que gemía de desesperación, no había tardado ni media hora en averiguar las tiernas relaciones que nos unían a Gyllenborg y a mí con fraülein Stolberg y con el criado; con mi actitud cortés y servicial, no exenta de condescendencia, yo trataba de disipar cualquier sospecha que me asociara con aquella sórdida historia que había conducido al crimen. Yo daba gracias al destino y a mi intransigencia por no figurar e» las fotografías artísticas que el pobre Gyllenborg había hecho de la condesa ligera de ropa y del criado completamente desnudo y que quizá en este momento ya estuvieran en manos del policía que registraba sus efectos personales; a pesar de que mi joven e infortunado amigo había tratado de convencerme por todos los medios y hasta con lágrimas en los ojos de que posara, decía que necesitaba una tríada, al lado del cuerpo robusto y tosco del criado, mi figura delicadamente angulosa, para que «los dos polos de la salud flanquearan una exquisita morbidez».

Por consiguiente, yo pude rechazar tajantemente la insinuación, formulada con fría cortesía oficial en alambicados términos legales, de que yo hubiera mantenido con el criado y con fraülein Stolberg una relación menos que lícita y, por consiguiente, pudiera saber algo acerca del móvil del asesinato; no había pruebas, era como si, en los dos meses que había durado nuestra trágica relación, yo hubiera temido que ésta pudiera ser descubierta, y siempre me acercaba a la suite de Gyllenborg convertida en estudio fotográfico por la puerta de la terraza, como hacía mi padre veinte años atrás, cuando visitaba a fraülein Wohlgast, en busca de los placeres de la noche, por lo que no podía haber testigos de mis visitas de las tardes y las noches; por ello, no debía mostrarme ni locuaz ni reticente, sino, sencillamente, atribuir cualquier sospecha a una grotesca calumnia, un vil infundio y, encogiéndome de hombros con aparente indiferencia, aseguré al inspector que yo absolutamente nada sabía acerca de las relaciones que pudiera mantener el asesinado herr Gyllenborg con las susodichas personas.

Naturalmente, agregué, mi amistad con él no era tan íntima como para que pudiera haber tenido conocimiento de algo semejante, pero me parecía un hombre de gusto refinado y excelente educación, para quien, cualesquiera que pudieran ser sus inclinaciones, una relación con un criado, y una relación moralmente reprobable además, sería imposible; frente al inspector, yo hacía el papel del inocente, casi estúpido, y es que a todo trance tenía que mantenerme al margen de aquel asunto porque, siendo el criado menor de edad, podían condenarme no sólo por atentado contra la moral sino por corrupción de menores; a fin de dar soporte psicológico a mi aparente candor, pregunté al inspector en tono confidencial, volviendo a encogerme de hombros, si había tenido ocasión de verle las manos a fraülein Stolberg.

El inspector me miraba sin pestañear, tema el par de ojos mas extraños que yo había visto en toda mi vida, claros y transparentes, fríos y casi incoloros, una extraña mezcla de azul desvaído y gris brumoso, y, sin duda, por alguna afección, lagrimeaban continuamente, como si cada una de sus intencionadas preguntas y de mis inocentes y autocomplacientes respuestas le llenara de tristeza, como si le angustiara todo aquel asunto, el crimen, las mentiras y hasta la verdad oculta, mientras su cara y también sus pupilas permanecían impávidas y frías.

También ahora me dio a entender sólo con la mirada que no comprendía mi pregunta y me agradecería que le explicara por qué había mencionado a la señorita en relación con este caso.

Naturalmente, yo contaba con que ella no me traicionaría, que callaría e incluso lo negaría todo, a pesar de que las fotografías que había dejado Gyllenborg la implicaban.

Su muda invitación me hizo enmudecer a mi vez, y me limité a mostrar con mi propia mano cómo los dedos de fraülein Stolberg estaban pegados, como una pezuña, dije, por eso siempre llevaba guantes.

El inspector, un hombre corpulento que irradiaba jovialidad, calma y competencia profesional, aspecto que sin duda era de gran utilidad para su trabajo, estaba frente a mí, en el vano de la puerta de la terraza, con los brazos cruzados, ya que hablábamos de pie, lo que significaba que aquello no era un interrogatorio, aunque tampoco una charla amistosa; ahora sonreía, pero sus ojos llorosos daban a su sonrisa una expresión francamente dolorosa y, en respuesta a mi argumentación, observó que, según había podido comprobar, a ciertas personas psíquicamente lábiles, no sólo no repelen las deformaciones físicas sino que las fascinan.

Me sentí enrojecer y, del brillo de sus ojos húmedos, deduje que el delator cambio de color de mi rostro no había escapado a su observación, pero el sentimiento que involuntariamente había desatado en mí repercutió en él, y la satisfacción por haberme pillado estimuló de tal modo su secreción lacrimal que, de no haber sacado el pañuelo del bolsillo de su amplio y deforme pantalón, con un movimiento que, comparado con su calma habitual, cabría calificar de violento, sin duda se hubiera derramado por su cara gruesa y colorada.

Así pues, pensé involuntariamente, yo debía contarme entre las personas psíquicamente lábiles, porque ahora me vino de pronto a la mente el momento en que la joven condesa, en el silencio del compartimiento, turbado sólo por el traqueteo del tren, bajo la luz pálida y oscilante de la lámpara del techo, lenta e implacablemente, se quitó el guante y, mirándome fijamente a los ojos, me descubrió el secreto de su mano.

Asustado, conteniendo la respiración, yo miraba aquella extremidad que recordaba la de un animal: sólo tenía en cada mano -la naturaleza había procedido de forma simétrica- cuatro dedos, ya que el corazón y el anular formaban uno solo, ancho y aplastado, que acababa en una uña anormalmente pálida; debo reconocer que esta curiosa deformación no me afectó ni me repelió demasiado, ¡tenía razón el inspector!, sino que más bien me daba la clave, no por cruel menos interesante, de aquella belleza frágil y vulnerable que durante el viaje había admirado a hurtadillas, hechizado, sin poder descifrar.

Era como si, con aquel gesto, ella quisiera decirme que todas las características de nuestro cuerpo, sus propiedades, virtudes, defectos y pasiones, están grabadas en los rasgos de nuestra cara y que el pudor no tiene otro objeto que el de extender un piadoso velo sobre lo evidente, aunque aquella cara poseía la armonía de la perfección; todos sus finos trazos, arcos y protuberancias se complementaban entre sí y, no obstante, antes de ver aquella mano horrible, me parecía que, de un momento a otro, aquella perfección podía precipitarse en la sima de la inseguridad, como si pudiera bastar un instante para desfigurar aquellas facciones; era increíble, pero yo tenía la sensación de estar presenciando la demostración de una ley natural, según la cual la belleza sólo podía alcanzar la plenitud a través de la deformidad, como si la perfección no fuera sino una degeneración de lo imperfecto y como si toda belleza estuviera siempre jugando al escondite con la fealdad y la degeneración, porque sus labios, carnosos y sensuales, se estremecían con un leve temblor, como si tuvieran que reprimir una fuerte emoción o un dolor, pero sus ojos estaban bien abiertos, y su mirada, penetrante y desdeñosa, daba la impresión de estar desafiando continuamente y, al mismo tiempo, previniendo una inminente destrucción; en aquella cara veía yo tanto el miedo como el deseo de aniquilamiento, su locura envuelta en belleza me fascinaba, y por eso aquel lento movimiento, aquella imperturbable dignidad con que al fin me descubrió no sólo el secreto de su mano sino de todo su cuerpo, atormentado y estremecido por el deseo, me impulsó a hacer un gesto extravagante e impremeditado: tomé aquella extraña mano y, reconociendo en su repulsivo aspecto la causa de mi fascinación, la besé.

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