Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Ni siquiera ahora, al cabo de los años, mientras escribo estas líneas, comprendo realmente lo que entonces pasó por mí, la magnitud del peligro por sí sola no lo explica, quizá ahora sí lo comprendo, pero me producen un vivo sonrojo las escenas de mi desmoronamiento, mi delirio, mi disimulo, mi traición y la abyecta sumisión con la que trataba de salvarme; la vergüenza por todo ello es como un coágulo de sangre atascado en una arteria, que no va ni arriba ni abajo, ni la razón más poderosa, ni la explicación más minuciosa podría extinguir mi vergüenza, disolver el doloroso coágulo; la sensación de derrota moral no se ha mitigado.
Era una carta breve, apenas media cuartilla, escrita en un arrebato de felicidad, «Mi vida, mi bien, mi amor», decía la introducción en la que mis ojos quedaron prendidos, dos veces, tres, otra más tuve que leerlo, para comprender lo que había captado la mirada, porque con esta introducción se anunciaba de pronto un fantasma, el fantasea de aquella mujer que ya he mencionado en páginas anteriores de estos recuerdos, la mujer que, siendo un fantasma, estaba en mí más viva que nadie, pero de la que no puedo hablar, porque no me es lícito, y cuya imagen o, más exactamente, cuyo olor, el olor de su boca de su vientre, de sus brazos, brotaba de aquella introducción, un aroma que, ni aun persiguiéndolo, hubiera yo podido encontrar; sólo ella había tenido estas palabras para mí, sólo ella me había amado así sólo ella me había dado estos nombres, a pesar de que yo era plenamente consciente de que la carta que estaba leyendo era de Helene.
En aquel momento, con la nostalgia de aquel aroma perdido, debió de nacer en mí la decisión de que, a pesar de todo, debía escapar de Helene.
Diez largos años de mi vida, una vida de la que yo renegaba y quería olvidar, me contemplaban desde aquella cariñosa introducción, era inútil que Helene se la hubiera apropiado, no era suya, y aquella extraña asociación de ideas no era simple casualidad, puesto que yo sabía que la policía estaba bien informada de aquellos diez largos años que yo había pasado en compañía de anarquistas, y si ahora no me defendía con instinto de fiera salvaje, tendría que responder de aquellos diez años, y sería vana la esperanza de poder escapar de mis actividades subversivas y hasta criminales en el refugio de los brazos de Helene.
La muerte me miraba, la muerte de las múltiples caras y, no obstante, única, que acecha en cada esquina, la muerte anhelada y temida, la muerte de aquella mujer única y fragante, me miraba ahora desde el cadáver ensangrentado del amigo al que había negado públicamente, pero también todas las muertes y los asesinatos, la lenta y dolorosa agonía de mi madre al lado de mi padre, la denigrante muerte de mi padre, entre Görlitz y Löbau, junto al paso a nivel siete, bajo las ruedas del tren, el cadáver mutilado de la adolescente a la que él había violado, la muerte, saco de gusanos que rezuma sudor, orina, mierda, saliva y moco, a pesar de que ahora la carta de Helene parecía brindarme la posibilidad de una vida feliz. «Desde aquella mañana maravillosa, en la que oficiamos nuestro rito de despedida doloroso y sublime, llevo a un hijo tuyo bajo mi corazón», me escribía y, a fin de acelerar la boda, me pedía que regresara cuanto antes, y lo mismo me rogaban sus padres, y al pie, como contraseña de confirmación, la inicial de su nombre.
Si el destino se goza en estas incongruencias y yo tengo que leer esta carta bajo la mirada acuosa de un sabueso de la policía que investiga las circunstancias de un asesinato, entonces, todo, absolutamente todo, puede ser sólo apariencia y mentira, pensaba una parte de mí, mientras la otra no podía menos que perder la cabeza de alegría por la posibilidad de que la vida continuara, al contrario, cuanto más claramente comprendía que esto no era más que engaño e ilusión, una falsa evasión hacia una esperanza color de rosa, más fuerte era la tentación de dejarse arrastrar al júbilo insensato.
Quería ella acaso que a este cuerpo indigno, que esperaba encontrar al fin la libertad en la ansiada y temida muerte le naciera un hijo.
¡Qué espantosos demonios brotan de nuestro pensamiento!
Me eché a reír estrepitosamente y tuve que apoyarme en los brazos del sillón para no caer.
Ya no recuerdo cuándo guardé la carta, pero aún me parece estar viendo los esfuerzos de mis manos temblorosas.
Primero, mi mano tuvo que luchar con el sobre y el papel, y, después de esta pequeña victoria, agarrarse al respaldo del sillón para impedir que yo cayera al suelo; quizá de aquel incontrolable temblor brotaba mi risa.
Reía como un loco, diría, si mi voz no hubiera delatado que precisamente con la risa trataba de refugiarme en la locura.
A partir de aquel momento, me llevaba el demonio de la voz.
Unos diez años después, en la extensa obra del barón Jakob Johann von Uexküll encontré esta frase esclarecedora y grata a mi corazón: «Cuando un perro corre, el animal mueve las patas; cuando camina un erizo, las patas mueven al animal.»
Esta sutil diferencia me ayudó a comprender que en mi risa se percibía el instinto de huida, carente de todo sentido moral, de un animal inferior, no era yo el que se refugiaba en la risa sino la risa la que me salvaba de mi crítica situación.
Era sin duda un hecho revelador que delataba mi mortal desesperación, pero al momento la risa dio un vuelco, cambió de dirección, de plan y, sobre todo, de significado, dejó de ser una ruda carcajada para convertirse en una hilaridad que se ahoga en su propio regocijo, mejor dicho, más que risa, era erupción de un júbilo turbulento; sin duda no era ya una risa verdadera, sino forzada e improcedente, y, aunque parezca extraño, mi oído registraba hasta el menor de sus quiebros y distorsiones, como si estuviera oyéndola con los oídos del inspector; a partir de aquel momento rió por mi boca la pura e incontenible alegría de vivir, hasta que las lágrimas inundaron mis ojos, y entonces la risa se ahogó en un gorgoteo y me invadió la emoción, pero al fin recobré el control y, aunque tartamudeando, pude hablar.
– Disculpe -murmuré enjugándome los ojos, y el demonio que seguía siendo el dueño de mi voz, en su arrogancia, incluso se permitió el lujo de imprimirle un tono de sinceridad, como si quisiera demostrar que la mentira y la traición pueden ir de la mano con la verdad y la lealtad, ¡no hay de qué avergonzarse!, mejor que actitudes supuestamente inocentes, modestas y puras, no hay una clara demarcación moral en los fenómenos mundanos, y de nada sirven los remilgos y convulsiones del alma, ¡adelante, sin miramientos!, y parecía que en la tierna carta de mi prometida, que llegaba como llovida del cielo, tenía el medio más convincente y eficaz para desviar cualquier sospecha de mi persona-. Disculpe, comprendo que no es el momento de reír, estoy avergonzado, pero debo decir que no es mía la culpa, ya que, de no haberme instado usted a ello, nunca se me hubiera ocurrido leer una carta personal en presencia de un extraño, y también debo pedir perdón al difunto que se encuentra en la habitación contigua -dije entonces con la voz serena, fría y objetiva de mi demonio y el gesto altivo del hombre de mundo-, pero tampoco era mi intención ofenderle a usted, y por ello debo asegurarle que la carta es de carácter estrictamente privado y, para disipar cualquier suposición de que pueda estar relacionada con el triste suceso de hoy venciendo mi natural pudor, le diré que se trata de una muy feliz noticia, que no tengo inconveniente en compartir.
Respiré, y aún recuerdo que había bajado la cabeza y que mi voz se había oscurecido definitivamente, me resultaba desagradable y hasta penoso lo que acababa de decir.
Él callaba, por lo que, al cabo de unos momentos, tuve que levantar la cabeza.
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