Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo no lloraba al amigo, a Gyllenborg, el hombre apuesto, joven y alegre, que aun muerto, me inspiraba admiración y envidia, porque, comoquiera que hubiera acabado su vida, con una sola fotografía diabólicamente bella, había dicho mucho más que yo, con palabras torpemente hilvanadas, a pesar de todos mis esfuerzos, batallas y vacilaciones; lo envidiaba porque, en aquellos dos meses de anarquía sentimental, yo no había conseguido escribir ni una sola frase aceptable de mi relato, en tanto que él, aquejado de erupciones de causa desconocida y de la fiebre que le producía un pulmón enfermo, con esa elegancia natural y despreocupada que da la proximidad de la muerte, trataba cuestiones que yo, con el esforzado ardor del diletante, apenas llegaba a vislumbrar; lo admiraba y envidiaba porque él no se arredraba, era arrojado, consecuente e implacable para llevar a término el proceso de lo que se gestaba dentro de sí, porque no confundía el objeto de su interés y fascinación con sus propias ideas, sino que los amalgamaba, e ideas no tenía más que las que espontáneamente le sugería el objeto, en tanto que yo tejía fantasías y cavilaciones, tratando de salvarme con las ideas que arrancaba a mis propias palabras, y en esto consiste la diferencia entre arte y diletantismo, y es que no se debe confundir el objeto de la contemplación con el medio utilizado para observarlo; él había cumplido su objetivo, por él y en él se había completado algo, no debía, pues, compadecerlo; y tampoco de Hans me compadecía, ni de su joven vigor, ahora a merced del destino, y, sin embargo, qué celestial placer y qué regalo infernal el de estrechar con mis débiles brazos su cuerpo musculoso y prieto, qué gozo el de acariciar su cabello color de fuego, su piel blanca y lisa, sus pecas, algunas, del tamaño de antojos, en cuyo relieve tropezaban las yemas de los dedos y palpar el vello sedoso y el fluido cálido de su vientre -yo no lloraba los placeres perdidos y traicionados, ni las formas de su cuerpo que había poseído y asimilado hasta lo más íntimo con todos mis poros, ¡a pesar de que no era una simple forma humana lo que languidecería lentamente entre los muros despiadados de una fría cárcel!, ni lloraba mi terrible traición, ni a mi madre a la que en este momento añoraba tan vivamente que ni me atrevía a pensar en ella, ni a Helene, a la que pensaba abandonar, ni a mi hijo no nacido aún, al que nunca vería, ni a mí mismo, padre involuntario a fin de cuentas, ni a mi propio padre, ni a la niña a la que él había asesinado sádicamente, y cuyo cadáver, una mañana no menos soleada y terrible, había tenido que identificar, en el curso de un proceso farragoso e implacable, conjuntamente con Hilde, nuestra criada que, meses después, para vengarse de su destino, se había arrogado el papel de primera mujer de mi vida y que ya había muerto, no, no lloraba por ellos, ni lloraba por mí-.

Mientras mis ojos veían el lagarto salvado de la muerte, mi cerebro trabajaba como un motor sobrecalentado innecesariamente que accionado por el vapor de las emociones, extraía con sus engranajes correas, pistones y palancas, de lo más profundo del alma, todo lo que tuviera alguna similitud, todo lo que pudiera doler tanto como duelen las cosas en la niñez; no me había hecho llorar el agotamiento ni el peligro, sino el desvalimiento que sentí ante tanta miseria humana.

Y en aquel momento creí saber a quién me recordaba la figura del inspector, y comprendí también que con mis fuertes convulsiones lloraba yo a mi única muerta, mi único amor, que con mis sollozos salía de dentro de mí la mujer limpia de todas estas inmundicias, la mujer de la que no puedo hablar.

Estaba sofocado y empapado en mis lágrimas y, al mismo tiempo, estremecido por la espantosa miseria de mi cuerpo, y me parecía que todos mis miembros desfallecían, y sin saber por qué, de pronto, tuve que levantar la mirada.

¿Quién posee la divina facultad de distinguir cada una de las partículas de tiempo que hay en un instante, a pesar de que sólo en nosotros, los humanos, y en quién si no, estas sutiles distinciones divinas tejen su finísima tela?

Sí, a ella, a la única, la vi entonces en la puerta, muda y acusadora, enlutada, con un velo en la cara, una mano todavía en el picaporte, cerrando suavemente la puerta; me asombraba verla vestida de negro, estaba muerta, ¡pero no podía llevar luto por sí misma!, aunque enseguida comprendí que la que allí estaba no era ella sino fraülein Stolberg.

Qué curioso también que, en este extraño momento, el fuerte dolor que sentía cediera ante una emoción más dolorosa todavía, el sufrimiento que produce una pérdida irreparable, pero la fraülein sólo podía ver en mi semblante aquella fuerte emoción, sin saber que no estaba provocada por ella.

Levantó el velo, volvió a introducir la enguantada mano en el manguito, vaciló, y es que no podía saber qué se hace en una situación como ésta, su cara estaba blanca como el mármol, fría e impenetrable, con una agitación que me parecía extraña y hasta repelente, a pesar de que lo que yo veía en ella era mi propio dolor, incluso en la sonrisa angustiada y dolorida que temblaba en sus labios y que yo sentía en los míos.

Yo la había visto por última vez en aquella tumultuosa escena de horas antes cuando, asustados por los gritos histéricos de una camarera, todos nos habíamos precipitado al pasillo y ella y varias personas más corrían hacia la puerta entreabierta de la suite de nuestro amigo Gyllenborg, sin sospechar lo ocurrido, incluso disfrutando aparentemente con todo aquel revuelo.

Ahora su pequeña sonrisa debía ayudarla a mitigar el dolor, hacerlo menos humillante, yo le veía en la cara que habían terminado para siempre sus pequeños juegos crueles para dar paso a una crueldad mayor que se insinuaba en la sonrisa, aunque ésta hacía que el dolor fuera peor, porque lo acrecentaba la vergüenza de que aún se pudiera, o se debiera, sonreír, la vergüenza que sentía yo al descubrir que aún podía sonreír, y esta sonrisa quizá trascendía la muerte, una muerte que aún no era la mía, desde luego.

Con la sombra de su crueldad en la sonrisa, bella y orgullosa a la par que humilde, se acercó rápidamente; con la misma sonrisa la esperaba yo, pero era tan grande el peso que aquella sonrisa me ponía en los hombros que no podía levantarme, y entonces ella sacó las manos del manguito, dejó caer al suelo la preciosa piel y asiéndome la cara y hundiéndome los dedos en el pelo murmuró:

– ¡Mi buen amigo!

De su garganta salió el gemido de un llanto ahogado y una exclamación susurrada, y aunque me duela confesarlo, el contacto de sus manos me produjo una voluptuosidad dolorosa.

El placer me traspasó como un rayo levantándome de mi asiento, mi cara rozó el encaje de su vestido hasta quedar a la altura de la suya, sus labios firmes y frescos rozaron mi piel húmeda de llanto, ella buscaba algo, vacilante y ansiosa, algo que debía encontrar rápidamente, y también yo, torpe y ávido, buscaba algo en su rostro liso e inabordable, y cuando sus labios encontraron los míos, en aquel instante fugaz en que sentí el fresco contorno de su boca, aquella delicada protuberancia, aquel arco hechicero, en mis labios -algo similar parecía ocurrirle a ella, porque sus labios no querían abrirse-, su cabeza cayó hacia atrás y se apoyó en mi hombro, mientras ella se abrazaba a mí casi violentamente, para que no lo sintiéramos a él, pero en los labios percibimos el sabor de su boca y comprendimos que no podríamos volver a tocarnos sin la presencia del muerto.

Así, fuertemente abrazados, unidos pechos y vientres, estuvimos largo rato o, por lo menos, un rato que se hizo largo; y si antes el dolor había encontrado alivio en el contacto y las caricias, en las energías sensuales que se inflaman bruscamente para extinguirse enseguida, ahora este abrazo frenético pero desapasionado era la forma de compartir un dolor que se abría paso hasta nuestra pena y nuestra culpa, una pena que no nos permitía expulsar al muerto sino que nos impulsaba a dejar que se interpusiera entre nosotros.

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