Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Y para no tener que seguir esperando este momento hice un movimiento que estaba causado únicamente por mi dolor, a mi espalda estaba abierta la puerta del coche, y el dolor, que ahora era más fuerte que la alegría, me impulsaba a buscar a toda costa un alivio.

Pero, según manda la ley física del péndulo, Thea empezó a abrirse precisamente cuando yo empezaba a cerrarme y, puesto que acababa de decidirse por un Sí, ya no podía trocar su alegría en dolor y tuvo que convertir el Después que significaba mi movimiento en un Ahora.

La mandíbula que, en nuestro estado de vigilia y lucidez mental, nos mantiene la boca cerrada y permite que los dientes superiores se apoyen sobre los inferiores y el labio superior repose sobre el inferior, en este momento se relaja -regresa a su estado original, pierde su autodisciplina racional con la que, fuera de las horas del sueño, mantiene en tensión los músculos faciales e imprime carácter a las facciones-, con lo que la lengua, en lugar de permanecer recogida en el interior de la dentadura inferior, queda flotando precariamente, y la saliva acumulada detrás de la barrera de los dientes, debajo de la lengua, se esparce por la cavidad bucal.

Cuando quieren unirse las bocas de dos personas, las cabezas deben ladearse, la una hacia la derecha y la otra hacia la izquierda, para evitar el choque de las narices, que sobresalen del paisaje facial.

Ahora bien, tan pronto como el ojo ha calculado la distancia, ha hedido el ángulo de inclinación que exigen los accidentes del terreno y determinado el momento del contacto por la velocidad de la mutua aproximación, el párpado desciende lentamente sobre el globo ocular: a tan corta distancia, la visión es imposible e innecesaria, de lo que no puede deducirse, sin embargo, que todo lo imposible haya de ser forzosamente innecesario, pero el párpado no acaba de cerrarse sino que deja una fina rendija, lo justo para que las largas pestañas superiores no cubran por completo las inferiores, más cortas, con lo que se establece una simetría entre el ojo y la boca: es un estado de lucidez pero no de vigilia, todo lo que el ojo aporta de tensa atención lo pierde de percepción, si por un lado se abre, aunque no del todo, por el otro se cierra, tampoco del todo.

Para pormenorizar acerca del beso, el encuentro de dos pares de labios, el momento en el que la sensación que pueden comunicar los órganos sensoriales, se transforma súbitamente en sensación corporal directa, tendríamos que situarnos debajo de la epidermis del surco vertical de los labios entreabiertos que ya se rozan.

Si tal cosa fuera posible sin recurrir a la ayuda del bisturí, el sistema que constituye el conjunto del mecanismo orgánico nos plantearía una elección imposible: seguir o bien los músculos que, con una suave ondulación, se extienden hacia las comisuras, o bien la retícula de los nervios, o bien las ramificaciones de las arterias; en el primer caso, tendríamos que atravesar la corona de glándulas salivales que enlaza los labios con las mejillas y, por el tejido conjuntivo, llegaríamos rápidamente a la mucosa, mientras que, en el segundo caso, como si nos moviéramos por las filamentosas raíces de un árbol, llegaríamos al tronco central del sistema nervioso y, en el tercero, según hubiéramos elegido la trayectoria de las arterias rojas o las azules, entraríamos en la aurícula o en el ventrículo del corazón.

Afortunadamente, sólo en los cuentos tiene uno que elegir entre tres posibilidades la única salvadora, aparte de que nosotros no andamos en busca de la salvación, sino que sólo queremos satisfacer una simple curiosidad, por lo que nos decidimos por una cuarta posibilidad y, pasando por entre los labios, que apenas se rozan todavía, nos colamos en la boca, lo que no será fácil, ya que en este momento la superficie está todavía prácticamente seca, pues, aunque las glándulas producen saliva en abundancia, la lengua, vacilante, aún no desprende humedad, y cuanto más tiempo transcurra antes del contacto, mas secos estarán los labios, a veces, tanto como la tierra agrietada por la sequía, a pesar de que debajo de la lengua, en el arco interior de Ios dientes inferiores, se ha formado ya un estanque de saliva.

Si, pasando sobre la afilada sierra de los dientes de abajo, rodeamos el estanque y nos encaramamos a la lengua, resbaladiza y temblorosa, para contemplar el camino recorrido, el panorama que se nos ofrece es extraordinario.

La empresa tiene sus peligros, desde luego, ya que, si no nos sujetamos bien a las papilas podemos escurrirnos hacia la garganta, pero vale la pena, al fin y al cabo nos encontramos en una cueva bien protegida, encima tenemos la bella bóveda del paladar y ante nosotros se abre, en forma de perfecto triángulo obtusángulo, el amplio orificio de la boca y, si no trajéramos la intención de contemplar este fenómeno fascinador, lanzaríamos un grito de sorpresa, porque, vista desde aquí, la anatomía de la cavidad bucal recuerda el ojo de Dios, tal como lo representan los artistas.

Y cuando, mientras miramos por esta abertura, se oscurece la escena de repente, porque, impulsado por los movimientos recíprocos de empuje y tracción, penetración y recepción, otro triángulo, en alineación ligeramente asimétrica, se comprime contra nuestra caverna, es decir, cuando se produce el beso, de repente se nos antoja que, en la oscuridad de las dos cavernas encajadas entre sí, un ojo de Dios contempla a otro ojo de Dios.

Pero nosotros tendemos a empañar el júbilo que nos produce nuestro descubrimiento, con mortificantes dudas sobre si el contacto entre dos pares de labios, el beso es realmente un hecho tan trascendental, durante el cual un ojo de Dios se mira en otro ojo de Dios.

Atormentados por la duda, desenterramos conocimientos y experiencias que puedan disipar nuestras dudas, pero para ello tenemos que realizar incursiones en nuestro cuerpo, ¡y en eso estamos!, y examinar con lupa los órganos que desempeñan algún papel en la vida amorosa del ser humano.

Una vez estudiados atentamente estos órganos y sus propiedades, seguramente descubriremos algo curioso y que sin duda escandalizará a más de uno, y es que el placer sexual, requisito y punto de partida del instinto de procrear, puede ser inducido en cualquier individuo, sea hombre o mujer, mediante la manipulación de los órganos sexuales, y que incluso se puede llegar al orgasmo sin la intervención de otro individuo.

Este sentimiento de aislamiento en nosotros mismos y la posibilidad de alcanzar el placer tocando nuestro propio cuerpo mientras imaginamos escenas de contacto corporal con otra persona es algo que todos conocemos por experiencia.

Las personas neuróticas, inhibidas o tímidas no necesitan tocar sus órganos sexuales, basta un roce casual con la palma de la mano en la piel de los muslos, el vientre o la pelvis para que el contacto con el propio cuerpo produzca la reacción necesaria para la excitación sexual; en las mujeres esas zonas se extienden a los pechos, quizá a los pezones y las aureolas, y la manipulación puede ser seguida o quizá acompañada de una fricción del monte de Venus que, insensiblemente, se hará rítmica, aumentará la presión sanguínea y acelerará la respiración, y que equivale a la leve palpación de la ingle con que empiezan los hombres, para pasar después a los testículos y a la punta del glande; en la mujer, lo más sensible es el diminuto clítoris, que los dedos no llegan a tocar, porque puede ser doloroso, mientras que el hombre, con ademanes más recios, toma el miembro entre los dedos e imprime en el prepucio un movimiento de sube y baja que libera y esconde el glande y, con el roce, se abren las pequeñas válvulas por las que la sangre de las arterias entra en los cuerpos cavernosos y los tensa.

Y puesto que se trata de manipulaciones hechas por personas y di rigidas a satisfacer necesidades y exigencias personales, sus formas y métodos pueden ser muy variados.

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