Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Como yo no era tonto ni ignorante, sabía bien dónde me encontraba y adivinaba lo que ocurría, de modo que cuando, a los pocos instantes, se produjo aquel hecho impresionante, pude compartir la pasión que se apoderó de la multitud; marchábamos riendo todavía cuando, por la calle Bajcsy-Zsilinkszky, con siniestro chirriar de orugas y sordo zumbido de motor, apareció un tanque con la escotilla de la torreta abierta; al principio, parecía que su cañón de acero venía hacia nosotros deslizándose sobre las cabezas de la gente, pero luego la muchedumbre se separó, abriendo un amplio foso, el paso se hacía más lento y vacilante para acelerarse después, y fue haciéndose el silencio, un silencio cargado de ansiedad y expectación, y entonces, como una ola gigantesca que estallara sobre nuestras cabezas, se elevó un clamor triunfal para saludar la llegada del tanque, porque alrededor de la torreta, envueltos en una nube de gas entre parda y azul, había soldados sin armas que, de pie o sentados, expresaban sus pacíficas intenciones agitando las manos; por entre la algarabía que llegaba hasta nosotros se distinguían palabras sueltas y fragmentos de frases entrecruzadas, gritos de: «¡Hermanos!» «¡Camaradas!» «¡El ejército, con nosotros!» «¡Compatriotas!» Szentes pescó palabras sueltas que repitió para sí y luego gritó con fuerza, como si, por primera vez en la vida, hubiera podido arrancar de raíz su ira permanente, porque se sentía libre, «¡No disparéis!», apenas unos pasos más allá vimos los rostros sonrientes de los soldados que saludaban, yo no gritaba con los demás, tenía mis razones, pero también saludaba, y alrededor de nosotros los jóvenes del pelo mojado respondían con la misma sonrisa y gritaban a coro a los soldados: «¡Todos los húngaros están con nosotros, todos los húngaros nos siguen!» A lo que bocas invisibles respondían desde lejos: «¡El pueblo de Petöfi y de Kossuth unido y de la mano!»

En aquel entonces, la plaza Karl Marx tenía unos adoquines combos, oscuros y relucientes, y cuando el tanque, describiendo un giro de noventa grados con elegancia a pesar de su pesadez, encaró el hueco que se abría entre los dos tranvías parados en el centro de la plaza, las piedras hicieron saltar chispas de las orugas que chirriaban con estridencia y volvió a hacerse el silencio, pero ahora era un silencio festivo e ilusionado como el que precede a una fastuosa ceremonia, o cuando, durante un partido de fútbol, el delantero centro ídolo de la hinchada envía el balón al fondo de la red desde una posición dudosa, y el público contiene el aliento esperando la decisión del árbitro, y es que era problemático que el tanque pudiera pasar por el hueco que había entre los dos tranvías; involuntariamente, tratabas de calcularlo con la mirada, y si por una parte la plebe temía el choque de los dos colosos de acero, por otra, se resignaba a lo inevitable, como si intuyera ya lo que iba a ocurrir, hasta que, finalmente, tras el feliz resultado de la maniobra, el silencio fue roto por la violenta erupción de un grito de victoria, una cascada de risas, el desbordamiento de una alegría general ingenua y primitiva, y ahora, mientras el tanque se alejaba en dirección a la vía Váci, ni yo tuve razones para no gritar con los demás.

Seguimos marchando y, a los pocos pasos, la multitud encontró un obstáculo inesperado: delante del escaparate del estudio de fotografía El álbum de las sonrisas, donde la acera describía un amplio arco, la masa humana se apretaba formando una pared, porque le cerraban el paso los tranvías parados en la calzada, pero a nadie parecía impacientar el atasco.

Delante del iluminado escaparate, una mujer frágil, con anorak, estaba subida a una especie de caja, era sólo una silueta de mujer, que quedaba a bastante altura, las cabezas levantadas que la escuchaban sólo le tapaban los pies, que mantenía quietos, como si hubiera echado raíces, mientras movía la cabeza con vehemencia, agitándola de arriba abajo y de derecha a izquierda, girándola y adelantándola, como si recibiera del pecho o del cuello el impulso para cada movimiento, que hacía brincar y ondear su largo cabello; parecía que si aquella mujer no levantaba el vuelo era sólo porque su obstinación la mantenía pegada a la caja: Szentes me oprimió el muslo con una esquina de su tablilla de dibujo para llamar mi atención, ¡mira!, era más alto y la descubrió antes que yo, que estaba atento a lo que Stark nos leía en voz alta de una octavilla recogida del suelo, «quinto, fuera los obstruccionistas; sexto, abajo la política económica stalinista; séptico, viva la hermana Polonia; octavo, comités de trabajadores en las fábricas; noveno, saneamiento de la agricultura y cooperativas independientes; décimo, programa de desarrollo nacional», y, a pesar de que la voz de la mujer casi no llegaba hasta nosotros, Stark interrumpió la lectura y, como si fuera lo más natural del mundo, empezó a repetir lo que ella decía: «Ya se abren las fauces del averno, se quiebra el palo mayor con fuerte crujido, cuelga la vela desgarrada», y no me sorprendió, sino que me alegró profundamente que esta poesía, que todos sabíamos de memoria, fuera recitada por mi prima, ya que la mujer subida a la caja no era otra que la ex esposa de mi primo Albert, a cuya casa de Györ había querido ir yo hacía año y medio, simple de mí, con unas expectativas infundadas, cuando me escapé de casa.

A partir de aquel momento sentí alivio, reconozco que fue una reacción infantil, pero dejó de preocuparme mi situación especial, es decir, la situación especial de los míos: no era yo el único de la familia que estaba allí; en realidad, cada uno de los que aquella noche estaban en la calle tenía su propia situación especial y nadie se la echaba en cara, porque eso hubiera roto la unidad que se había convertido en patrimonio de todos; no traté de acercarme a la mujer ni dije a los otros que la conocía, sería mi secreto, el argumento irrefutable de que también yo tenía derecho a estar allí; la pequeña Verocska, como la llamaba mi madre, en tono entre cariñoso y divertido por sus aficiones teatrales, declamaba allá arriba y yo marchaba aquí abajo, el mismo derecho teníamos los dos, aunque yo no me atrevía a gritar con los que tenían más derecho, como Szentes, que unas semanas antes, a pesar de saber quién era mi padre, me había soltado, en un acceso de aquel furor suyo: «¡hemos estado viviendo en un gallinero, ¿te enteras?, en un gallinero, como animales!», o Stark, que vivía cerca de allí, en la calle Visegrádi, y al fin había optado por no irse a casa, y hacía poco se había ofrecido a prestarme sus plumas de dibujo, porque en las tiendas no se encontraban, pero como su casa estaba cerrada tuvimos que ir a la sinagoga cercana donde su madre hacía la limpieza, y ella fue con nosotros y nos abrió la puerta de la calle, y en la cocina ya estaba puesta la mesa para dos, y en el fogón había una olla muy pequeña y, a pesar de mis azoradas protestas, tuve que quedarme a almorzar y comer lo que había preparado la madre, porque ella, con una delicadeza infinita, me dio a entender que sabía quién era mi padre; a pesar de todo, salíamos juntos, cada cual debía llevar su propia carga y por eso yo tenía derecho a sentir lo mismo que ellos, si más no, porque ellos no me lo discutían, a pesar de mi situación especial, pero también porque yo percibía la diferencia entre conceptos, y creía saber, y desde el momento en que en la mujer que recitaba había reconocido a la pequeña Verocska, lo comprendí con claridad, porque no era un desinformado ni un bruto, que esto era una revolución y que yo estaba en ella, y que si mi padre hubiera estado allí -naturalmente, yo comprendía que él no podía estar, aunque no sabía dónde estaba, dónde se escondía, para su vergüenza- lo hubiera definido con el término opuesto.

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