Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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No callábamos porque no tuviéramos nada que decirnos, sino porque la desesperanza y la vergüenza por nuestra indefensión nos impedían hablar de la infinidad de cosas que bullían dentro de nosotros; sólo olvidando lo que ambos sabíamos hubiéramos podido sustraernos a la vergüenza de nuestro destino.

Este silencio vivo invadiría nuestro futuro, el de ella, allí donde fuera, el mío, aquí, lo que no suponía una diferencia apreciable; en común teníamos el gesto hermético con que nuestras caras ocultaban su dolor por consideración al otro y la mirada con que, aun en su indiferencia, se consolaban nuestros ojos, que, pese a comprenderse, no podrían volver a hablarse, nuestro nuevo acuerdo era: ¡mejor terminar, al fin y al cabo estamos vivos! Esto nos unía, a pesar de todo, y lo sabíamos.

Y no sólo no podía contárselo a ella, sino a nadie, no podía ni quería.

Yo ya no sentía la necesidad de hablar de ello, se me había podrido con mis muertos, y ella se iba.

En el crepúsculo, las sillas alrededor de la mesa, cuatro sillas solitarias, y entonces se me ocurrió que hubiera debido invitarla a sentarse, pero entre nosotros se interponían, además de las sillas, en las que ella nunca se sentó, aquellas tardes de antaño, en las que ella entraba impetuosamente en mi habitación y, hablando sin parar, iba directamente de la puerta a la cama, en la que se tumbaba boca arriba o de bruces.

Le pregunté, como si fuera lo más importante del mundo, qué pasaría con Kristian, a pesar de que los dos sabíamos que en realidad con mi pregunta yo pretendía soslayar las cuestiones más importantes.

En sus labios se dibujó una sonrisa leve y amarga, un poco desdeñosa, mi maniobra de distracción debía de parecerle pueril, quizá romántica y hasta superflua, aquel asunto, afortunadamente, ya quedaba atrás, decía el arco displicente de su sonrisa distante, hacía tiempo que no se veían, respondió encogiéndose de hombros, para darme a entender que de él, de Kristian, no se despediría, así pues, algo seguiría muy vivo y doloroso, ya le escribiría desde el mundo libre, dijo utilizando esta radiofónica expresión con ironía, naturalmente, además, agregó, lo que hubo entre ellos era cosa de niños, aunque sin duda Kristian era un chico muy guapo, y una risa sonora y ordinaria que hizo relucir sus dientes alteró bruscamente su expresión de indiferencia y hasta de cinismo, ¡te lo regalo!, ahora prefería a los feos, por eso, agregó, también yo quedaba fuera de concurso, lástima.

Si no hubiera dicho que me lo regalaba, si no hubiera pronunciado aquellas palabras claramente y en voz alta, si no hubiera profanado con su risa mi gran secreto, que yo trataba de olvidar y que hasta entonces creía sólo mío, si no hubiera trivializado nuestra solidaridad de antes, le hubiera sido mucho más difícil marcharse, me parece que ahora lo comprendo.

Pero entonces, cuando nos miramos a los ojos a través de la fingida indiferencia con que tratábamos de disimular el miedo provocado por esta nueva vergüenza, vimos en lugar del «sí» de la comprensión y la complicidad un «no» de ruptura irrevocable.

Un afecto intacto hubiera podido hacernos sufrir, si renegábamos de él nos sería fácil olvidarlo.

Después, más de una vez, en los rasgos de personas desconocidas, he visto el rostro alterado que tenía Hedi al despedirse; sobre todo, cuando, en las situaciones más banales, percibía en una cara aquella crispada inmovilidad que, incluso en su hostilidad, evocaba sentimientos amistosos, pero también observaba que, por más que trataba de brindar confianza, simpatía y comprensión, una íntima aversión me lo impedía, una invencible parálisis de los sentimientos, una rigidez dolorosa y familiar, que con el tiempo se comunicó a mi expresión, como si me hubiera nacido otra cara encima de la mía, una cara desconfiada, egoísta, ansiosa y arrogante, animada de un constante deseo de afirmación, que cubre con aparente dureza lo que es excesivamente blando, que dice sí y no al mismo tiempo, y, con su ambivalencia, no provoca más que malestar, porque ni con su afirmación ni con su negación desea involucrarse; me parecía que en toda cara ansiosa, insegura o indignada, en el gesto del que se mantiene al acecho tras una aparente jovialidad, dispuesto para el ataque, del impertinente, del pusilánime, del ladino y del servil, descubría mi propia cara transformada, que me reconocía en todas las caras cuyos ojos rehuyen la mirada del desconocido, por miedo a la vergüenza de no ser capaces de establecer contacto; después, cuando empecé a reflexionar sobre estas cosas, me parecía que, cada cual a su manera, según su talante o filiación, todos llevaban impresa en sus rasgos de forma indeleble la huella de los acontecimientos del pasado, todo lo que, escudándose en una expresión ambigua, deseaban olvidar y hacer olvidar.

Por ello, no puedo considerar fruto de la casualidad el que tuvieran que transcurrir tantos años, casi toda mi juventud, después de aquella despedida dolorosa y pronto olvidada, antes de que pudiera romper de pronto este silencio y, por primera vez -aparte esta confesión escrita, quizá también por última vez-, empezara a hablar; y tuvo que ser en el extranjero y a un extranjero, que sólo podía hacerse de todo ello una idea muy remota, y en una lengua que no era la mía, en la plataforma de un tranvía de Berlín, y sin el menor recato, con el impulso incontenible de un vómito de sangre.

Era un domingo por la noche, también de otoño, en el aire tibio se percibía ya un soplo húmedo y destemplado, casi se notaba en la boca su sabor metálico, y el tranvía iluminado traqueteaba apaciblemente por la ciudad, oscura y desierta, a ¿esar de la hora relativamente temprana.

Como de costumbre, viajábamos en la plataforma vacía porque allí, so pretexto de sujetarnos, podíamos asirnos de la mano, íbamos al teatro, y no recuerdo con motivo de qué Melchior empezó a hablar de la sublevación de Berlín de mil novecientos cincuenta y tres, cuando, el dieciséis de junio, una lluviosa mañana, dos celosos funcionarios del partido, instructores del pueblo, se dirigían tranquilamente al bloque cuarenta, todavía en construcción, de la Stalinallee, después Karl-Marx-Allee, para convencer a los descontentos y, por supuesto, hambrientos obreros de la construcción -encofradores, albañiles y carpinteros- de la imperiosa necesidad de aumentar la cuota de producción; pero aquella mañana los hombres no sólo no se mostraron dispuestos a comprender lo evidente -cierto, hacía una mañana de perros-, sino que exigieron la inmediata revocación del nuevo reglamento, echaron a los emisarios y poco faltó para que dieran una paliza a los bienhechores del pueblo, no menos indignados que ellos; después, unos ochenta individuos marcharan en dirección a la Alexanderplatz en cerradas filas, coreando consignas recién inventadas, tales como, dijo Melchior: « Wir sind keine Knechte, Berliner fordert euer Rechte. » [1]

La indignación, expresada en toscas rimas, en las que él encontraba una métrica muy bella, la rapidez con que crecía el pequeño grupo hasta formar un impetuoso río de gente, la plataforma abierta, el tranvía que iluminaba la noche otoñal con sus luces amarillas, su mano, que ahora había perdido algo de su cariñosa sensibilidad, en mi mano, el traqueteo cencerreante, el sabor de la bruma tibia en mi lengua, aquella sonrisa con la que se distanciaba de sí mismo y de su relato, el sardónico regocijo de sus ojos, suavizado por destellos de humor, las palabras familiares que en la lengua extranjera me parecían más reales y elocuentes, como «instructores del pueblo», «cuota de producción», «intereses de la economía popular», todo ello me conmovía, no sabía por qué.

Me parecía sentir en los pies y en los brazos la tensión de la alerta constante, y tuve la sensación de que ahora, por fin, mi cara se libraba de aquella repulsiva parálisis.

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