Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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La mayor de las dos señoras -a la que en el tren no había reconocido sino al cabo de varias horas, cuando se quedó dormida, ladeó la cabeza y abrió la boca- no comía nada, sólo seguía con la mirada los movimientos de su hija, mientras sorbía su chocolate caliente, algo que parecía hacer por pura cortesía, para no estar ociosa.
Por fin también yo empecé a comer.
– ¿Puedo rogarle que lo antes posible después del desayuno nos acompañe usted, señor consejero?
La anciana tenía una voz grave, ronca y varonil, y también su complexión era fuerte y angulosa, por lo que, en su persona, el elegante vestido de encaje negro hacía el efecto de un disfraz.
– Reconozco que estoy impaciente.
Las dos señoras estaban muy juntas, quizá más de lo normal, formando un todo inseparable, aunque me daba la impresión de que era la madre la que más necesitaba de esta unión, ya lo había advertido en el tren, en el que estaba casi apoyada en el hombro de la hija, a pesar de que sus cuerpos no se tocaban.
Yo recordaba con qué desdén y hasta aversión la hija miraba a la madre mientras ésta roncaba suavemente.
¿O estaba su desdén destinado a mi persona?
– Ni que decir tiene, éste era mi propósito -respondió, obsequioso, el prematuramente encanecido caballero de mi derecha-. Lo antes posible, por supuesto, aunque, como ya he explicado, en las actuales circunstancias, puede esperarse todo, lo que se dice todo.
De nuevo tuve la sensación de que la joven me observaba, de que acaba para mí, aunque rehuía mi mirada y yo la suya, naturalmente.
– Si me permite la pregunta, ¿recuerda usted ese sueño que ha calificado de desagradable? -preguntó el hombre del pelo gris con voz soñolienta volviéndose hacia mí de repente-. ¿Puedo rogarle que me lo cuente?
– ¿Mi sueño?
– Sí, su sueño.
Nos miramos en silencio.
– Es que soy una especie de coleccionista de sueños, sabe usted, corro tras ellos con un cazamariposas -dijo enseñando sus dientes blancos y relucientes en amplia sonrisa, que al momento borró de su cara, como si sus ojos negros y hoscos hubieran advertido en mí algo muy sospechoso, porque en ellos brillaba ahora la chispa del descubrimiento.
– ¡Pero no lo considere una obligación ni mucho menos, señor consejero! -volvió a oírse la voz de la anciana; él giró el cuerpo hacia el otro lado con la misma brusquedad; al parecer, le divertían los movimientos sorprendentes e imprevisibles.
– Por otra parte, también cabe imaginar que la crisis se deba exclusivamente al tiempo tormentoso y que, una vez apaciguados los elementos, remita la alteración del organismo, y no crea que lo digo sólo para tranquilizarla, señora, le aseguro que no es infundada esta esperanza.
Yo apenas tocaba la comida, no quería sobrecargar mis perezosos intestinos.
Echaba de menos mi ritual matutino al que sólo razones poderosas me hacían renunciar, y llevaba ya tres días -primero, por la inesperada visita de mi prometida, después el viaje y, finalmente, la grata presencia del camarero- sin evacuar debidamente.
– Diga, ¿qué le parecen? -preguntó entonces el vecino de la izquierda.
– ¡Un bocado realmente exquisito!
En aquel momento no hubiera podido decir cuál de los dos objetivos, la labor literaria o la evacuación diaria, era más importante, aunque andando el tiempo descubriría que, para mí, el trabajo intelectual y las más prosaicas funciones corporales son actividades complementarias e indisociables.
El hombre de la perilla negra observaba cómo yo masticaba y tragaba el bocado concentrando su atención en mi persona, con la boca entreabierta y los labios fruncidos, como la madre que, al dar de comer a su hijo, imita los movimientos que hace la criatura al masticar, y después paseó en derredor una mirada de triunfo como diciendo: mirad si no tenía yo razón.
Cuando me levanto por la mañana, tal como estoy, sin lavar ni afeitar y en bata, me siento al escritorio, costumbre que, si mal no recuerdo, tenía ya en casa de mis padres, después del horrendo crimen y el terrible suicidio de mi padre, cuando tenía que dejar pasar un tiempo antes de poder empezar el día, porque, a pesar de que no conocía bien su historia, a raíz de aquellos hechos estuve varios años en una especie de estupor.
A veces iba a la orilla del ancho y majestuoso río, y, para que no me arrastrara la impetuosa corriente, tenía que asirme a las quebradizas ramas de los secos sauces de la orilla para izarme del limo mientras contemplaba cómo los grises y espumeantes remolinos volteaban, mecían y se llevaban árboles y cadáveres.
Sentado a la mesa, mientras contemplaba por la ventana los tejados de las casas de enfrente y sorbía mi manzanilla, escribía en el papel que me nabía acercado distraídamente alguna que otra frase, tal como me venía, sin reflexionar.
Hilde y yo ya no teníamos secretos el uno para el otro, estábamos solos en la casa, salíamos poco a la calle, era verano, en torno a nosotros se asilvestraba el jardín, a veces nos dormíamos abrazados sin que aquel contacto provocara ni la más leve excitación sexual; ella tenía ya cuarenta años y yo diecinueve; yo sabía que mi padre había robado la inocencia a su cuerpo cálido y dócil y durante años lo había utilizado como un objeto, ella sabía que tenía en los brazos al hijo del hombre amado que meses antes había violado, asesinado y mutilado a su sobrina, una muchachita preciosa y frágil, casi una niña, a la que ella había traído a nuestra casa para que la ayudara.
De aquellas frases iban surgiendo relatos, extraños cuentos sin pretensiones literarias, mientras yo esperaba que la amarga infusión que había ido enfriándose poco a poco me aflojara el intestino y que mis frases me hicieran olvidar la noche.
Una mañana en que, gracias a la manzanilla de Hilde, yo había evacuado satisfactoriamente -el proceso en sí era largo, no podía precipitarlo apretando demasiado, ya que entonces se quedaba dentro la mayor parte, y la seda de la bata, al igual que mi piel, se impregnaban del penetrante olor del excremento-, al salir del retrete, envuelto en el perfume de mi pequeña victoria cotidiana, la encontré en el pasillo, despeinada y con la blusa rota; con los ojos extraviados y los labios ensangrentados, se arrojó sobre mí, me abrazó y me mordió en el cuello, yo nunca había oído a un ser humano gritar de aquel modo, era un alarido que salía de lo más hondo, tan penetrante que parecía que iba a perforarme el tímpano, y que no acababa, hasta que su recio cuerpo se desplomó sin fuerzas arrastrándome consigo al suelo de mosaico.
La joven dejó de masticar lo que tenía en la boca y su enguantada mano depositó el cubierto en el plato.
Con aquella expresión de repugnancia y desdén con que en el tren había contemplado a su madre, que roncaba sin recato, miraba ahora al hombre de la perilla sentado a mi izquierda, aunque debo señalar que su desprecio y aversión no estaban exentos de seducción y tenían menos de repulsa que de provocación, y cuando, curioso, miré a mi vecino, descubrí que su boca había dejado de moverse, ahora la perilla le temblaba de agitación, mientras la altiva mirada de la joven imponía calma a sus ojos, hundidos y nerviosos, y las pupilas de ambos se enzarzaban en un coqueteo descarado.
Entonces, la augusta anciana se volvió hacia mí y me pidió disculpas, ya que deseaba hablar con el consejero de un asunto serio para el que no era marco apropiado la mesa redonda de un desayuno, lo comprendía perfectamente, y si no me daba más detalladas explicaciones -¡los demás, desgraciadamente, sabían ya de qué hablaba!- era por mi propio bien, ya que no quería empañar con sus preocupaciones mi evidente buen humor matutino -¡se preocupaba por mí!-, sus palabras no tenían otro objeto que el de servir de recordatorio al consejero, y confiaba en que yo comprendería.
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