Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Fue como si ella aprovechara el momento en que, esbozando mi sonrisa más amable, le manifesté mi comprensión total y sin reservas y le di las gracias por su consideración, para acaparar mi atención con su charla caudalosa, y a partir de entonces se me hizo difícil seguir observando a los otros dos, que ahora que ya no tenían que defenderse de mis miradas curiosas coqueteaban abiertamente; de todos modos, mientras escuchaba cortésmente a la madre, por el rabillo del ojo veía cómo la hija, con un mohín de displicencia en su cara redonda y sonrosada, encandilaba al maduro y galante caballero; ahora ella empezó a masticar otra vez, imitándolo con una mímica asombrosamente exacta, fingiendo un apetito voraz e insaciable, haciendo temblar el mentón como si moviera la perilla, y esto no fue sino el principio del juego, porque el hombre, que hasta ese momento no parecía haber reparado en la hermosura de su vecina de enfrente, no se dio por ofendido sino al contrario: la ávida manera de masticar de la joven ponía en los ojos hundidos y un poco bizcos del hombre la mirada voluptuosa de un libertino irredento, mirada que hacía que la joven se sintiera fascinada a su vez, y entonces él, después de contemplarla por encima de la opulenta mesa con la mandíbula inmóvil, empezó a masticar despacio, con la delicadeza de una damisela, y ella hizo varios gestos voraces y, por increíble que pueda parecer, ambos siguieron masticando y tragando al unísono, incluso cuando ya no les quedaba en el plato nada más que masticar y tragar.

Pero yo no podría seguir observando estos escarceos durante mucho rato, porque en el comedor se sucedían a velocidad de vértigo otros acontecimientos apasionantes.

En la puerta vidriera apareció un hombre joven que, por su sola indumentaria, ya constituía una figura singular; en el momento de su aparición, yo me llevaba la taza a los labios, y el consejero de mi derecha, que hasta entonces aparentaba una calma soñolienta, hizo con el codo un brusco movimiento nervioso que casi lanzó el té de mi taza a la cara de la anciana, que se inclinaba hacia mí.

Con ademán desenvuelto, el recién llegado se quitó su sombrero flexible de color claro y lo dio a un camarero, y entonces pareció estallar una masa de cabello rubio y ensortijado, iluminado por el sol; el joven no llevaba chaqueta sino un jersey de lana gruesa y una bufanda muy larga del mismo material, que le daba dos vueltas al cuello y le colgaba a la espalda, un modo de vestir que, evidentemente, no denotaba buena educación; sin duda, volvía de su paseo matinal, y traía buen humor y buen color; pero no daba impresión de desenfado sólo por la vestimenta, sino también por su actitud, por su soltura al andar y su sonrisa despreocupada, y mientras nosotros intercambiábamos miradas de disculpa por el incidente del té, el joven rubio repartía sonrisas y saludos a diestro y siniestro, como si estuviera en las más cordiales relaciones con todo el mundo; sin dejar de sonreír, colgó la bufanda del respaldo de la silla, y entonces la anciana que estaba frente a mí, adivinando su llegada por mi mirada de fascinación, levantó la cara hacia la esbelta figura y con su mano enjoyada oprimió la de él mientras exclamaba, radiante: «Oh, ce cher Gylernbourg! Quelle immense joie de vous voir aujourd'hui!»

Él se llevó a los labios la mano cargada de anillos y la besó ligeramente, lo que era más, y también menos, que un gesto galante.

Pero a nuestra espalda había ya un camarero que hablaba al oído al consejero sentado a mi derecha, y en la puerta vidriera apareció el dueño del hotel, que nos miraba con expresión compungida y un poco boba, como esperando ver el efecto que surtía el recado.

El joven no se sentó, sino que se dirigió rápidamente hacia la dama de aspecto frágil que presidía la mesa y que, inclinándose risueña hacia atrás, le ofreció su frente lisa, coronada de cabello plateado, recogido en un moño alto.

Avez-vous bien dormi, maman ? -se le oyó preguntar.

Pero en aquel momento, el consejero se levantó con tanta brusquedad que hubiera derribado la silla, de no haberla sostenido el camarero, y, prescindiendo de toda ceremonia, salió corriendo del comedor. Cuando su rechoncha figura había desaparecido casi en la penumbra del salón situado al otro lado de la vidriera, se paró como si de pronto reparase en un olvido, volvió sobre sus pasos, vaciló un momento al pasar por delante del dueño del hotel y susurró unas palabras al oído de la anciana, que no era otra -ahora puedo decirlo ya- que la condesa Stolberg, la madre de mi compañero de juegos de la infancia y de la joven enguantada.

Por lo tanto, yo sabía de quién estaban hablando, sólo que en el tren no quise darme a conocer porque, inevitablemente, ellas hubieran mencionado a mi padre y yo, después de lo ocurrido, no podía hablar de él.

En aquel momento no había en el comedor nadie que no comprendiera que era testigo de un hecho no ya insólito sino trascendental.

Se hizo el silencio.

El seguía al lado de la silla de su madre.

Las dos mujeres se pusieron en pie muy despacio y luego los tres salieron del comedor rápidamente.

Nosotros permanecimos en silencio, nadie se movía, sólo se oía algún que otro tintineo.

Entonces, con voz alterada por la emoción, el dueño del hotel comunicó a la concurrencia que el conde Stolberg había fallecido.

Yo me quedé mirando fijamente las gambas que tenía en el plato, quizá todos mirábamos algo fijamente cuando él se paró delante del servicio intacto que estaba enfrente de mí y retiró la bufanda del respaldo, yo lo vi a pesar de estar mirando al plato.

Bien, je ne prendrai pas de petit déjeuner aujourd'hui -dijo en voz baja, y agregó algo que no parecía propio del momento-: Que diriez-vous d'un cigare?

Yo lo miré un poco cortado, porque no sabía si me hablaba a mí.

Pero me sonreía, y me levanté.

El año de los entierros

Yo no podía llorar, quizá había llorado por última vez en el entierro de mi madre, hacía año y medio, cuando los helados terrones caían sobre el ataúd con golpes tétricos, retumbando en mi cráneo abierto, en mi estómago y en mi corazón, destruyendo la paz interior de mi cuerpo, ignorada hasta entonces, revelándome brusca e inesperadamente la miseria de mi existencia física.

Y si hasta aquel momento ni la agitación, ni el miedo, ni la alegría habían podido turbar mi paz oscura e inconsciente, en adelante ocurriría lo contrario; todo lo que llamamos hermoso o feo, color, forma, proporción y apariencia, dejó de tener significado, a pesar de que el estómago, en alerta permanente, seguía digiriendo la comida que entraba a la fuerza, el corazón latía con precaución, ya que había que seguir bombeando la sangre, los intestinos gruñían, roncaban y se vaciaban desabridamente, la orina ardía, el puro dolor de ser cuerpo vivo quería escapar con el aliento, no podía, y se quedaba en los pulmones, oprimiéndolos, porque no había manera física de expulsar la angustia sorda y profunda del alma por la respiración, y yo me oía aspirar como si cada bocanada de aire fuera mi último suspiro; sentía asco de mí mismo, y mientras cada nervio trataba de descubrir lo que estaba ocurriendo y lo que aún podía ocurrir dentro de mí, aparentemente permanecía tranquilo e insensible, incluso indiferente, a lo que ocurría a mi alrededor y, naturalmente, no podía llorar.

A pesar de todo, de vez en cuando me acometía un hipo, como si me subiera una flema a la garganta, y entonces sentía la ingenua esperanza de que el calor benéfico de las lágrimas pudiera hacerme volver a Ia feliz inconsciencia de la niñez, donde para el consuelo basta la tierna fuerza de un abrazo, sólo que a mí me faltaba ese calor envolvente y, en lugar de llorar, me quedaba yerto y frío, pero ni aunque alguien hubiera estado observándome lo hubiera notado, porque la sensación duraba poco y no salía al exterior.

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