Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Quizá él tenía razón, quizá yo no tomaba en serio su historia y consideraba los sentimientos de odio hacia su condición de alemán como un odio de sí mismo que tenía otras causas, del mismo modo en que él se resistía a aceptar la triste historia de mi vida; a pesar de que más de una vez le había hecho llorar, y en una ocasión me dijo fríamente que no podía ver en ella más que la consecuencia, a escala personal, y, por consiguiente, trágica, del aniquilamiento de los movimientos de masas anarquistas, comunistas y socialistas europeos, a consecuencia de la pugna entre las dos superpotencias: los dos éramos el triste producto de aquella destrucción, dijo, dos típicas mutaciones, y se reía.

Un tanto ofendido, aludí a los aspectos peculiares de la historia húngara, y estaba ofendido porque a nadie le gusta que se vea en su historia personal un síntoma, la secuela de una enfermedad o, incluso, de una degeneración a escala europea, pero, por más que yo argumentaba, él se mantenía en sus trece, y se enfrascó en una larga disertación geopolítica acerca de las razones por las que precisamente el levantamiento húngaro del cincuenta y seis -él decía levantamiento y no revolución- fue el primer síntoma grave, que también podía considerarse punto de inflexión, de la reciente historia europea, porque significó el final de todas las luchas inspiradas por el espíritu tradicional, su práctica liquidación; los húngaros habían apelado heroicamente pero también con una gran ingenuidad a un postulado europeo tradicional que, como se vería, había dejado de existir; desde luego, el levantamiento había tenido resonancia y, naturalmente, había dejado tras de sí unos cuantos cadáveres húngaros.

Unos cuantos miles, puntualicé, entre los que murieron luchando y los que fueron ejecutados, entre ellos, mi amigo.

Esos principios, prosiguió como si no hubiera oído mi inciso, perdieron su eficacia una vez terminada la segunda guerra mundial, sólo que Europa, con la vergüenza de no haber podido defenderse y la euforia de la victoria, no reparó en que los soldados de las dos grandes potencias que se abrazaban en el Elba sobre el cadáver carbonizado de Hitler representaban el auténtico poder mundial.

Por distintos que sean sus objetivos, ya se llamen autodeterminación nacional o justicia social, para las dos grandes potencias todo se reduce a lo mismo, dijo, las dos quieren impedir un desarrollo que no dependa del juego de intereses que cada cual ha amoldado a su propia ideología.

Lo que, por un lado, significa una regresión del desarrollo a un estadio predemocrático, con lo que se condenan al fracaso cualesquiera esfuerzos por alcanzar una independencia democrática o nacional, a lo cual, y que no se me olvidara esto, la otra superpotencia que proclama principios de libertad y autodeterminación da rápidamente su bendición; por otro lado, no se permite que se desarrollen y realicen los modelos surgidos de la emancipación de la burguesía, y los esfuerzos racionales en pro de la igualdad de derechos y la justicia social, radicales por naturaleza, son sacrificados en el altar del conservadurismo, a lo que, a su vez, la otra superpotencia, que predica la justicia social, se apresura a dar su aprobación, por un lado, porque ella misma es conservadora y, por otro, porque todo cambio social, cualquiera que sea la idea de igualdad en la que se apoya, amenazaría su estructura jerárquica.

Así están las cosas, dijo, como si se burlara del apasionamiento de su digresión política; yo, aprovechando la pausa de su vacilación, que estaba provocada tanto por la reflexión como por la ironía de sí mismo, expresé la duda de que pudiera equipararse tan drásticamente a las dos grandes potencias, tanto por lo que se refiere a sus fines como a sus prácticas.

Que no creyera, prosiguió sin hacer caso de mi objeción, que no había oído aquella discusión mientras subíamos la escalera del teatro; aunque él hablaba con Thea, nos escuchaba, y tuvo la impresión de que en nuestro pequeño duelo verbal se percibía el desmoronamiento de los valores europeos tradicionales más claramente que en la llamada arena política, en la que la cautelosa fraseología diplomática o Ia cruda retórica del debate tratan o bien de limar asperezas, o bien de acentuarlas hasta el absurdo; sencillamente, somos ridículos, dijo, no necesitamos el Muro para nada, nos ladramos unos a otros como perros rabiosos, sin sospechar, sin preguntarnos, sin tratar de averiguar lo que puede haber al otro lado, y sin pensar siquiera en que, al fin y al cabo, el Muro fue levantado para que nos ladráramos los unos a los otros.

Se habían despedido por lo menos tres veces y vuelto a empezar, estaban tan lanzados que no podían parar, hacía más de cuarenta minutos que hablaban, y yo no sólo adivinaba sino que también oía y entendía que, escudándose en la lengua extranjera, Melchior hablaba de mí, cotilleaba o me utilizaba en beneficio propio en su polémica; charlaban, argüían, peleaban y chismorreaban como dos viejas, mientras yo me envolvía en un mudo furor y en la manta y trataba de adormilarme al arrullo de la abominable cantinela de su voz, ansioso por alejarme de todo: puesto que solo me dejaba, solo quería estar.

Porque, por convincente que fuera cada uno de sus razonamientos, y tanto más convincente por cuanto que, a diferencia de mí, él nunca se apasionaba, no se acaloraba, no perdía los estribos, no estallaba, como si no tuviera emociones, por espinoso que pudiera ser el tema objeto de su análisis, y categórica e implacable su facultad analítica, que él matizaba de ironía, yo me mantenía siempre escéptico ante sus efectistas teorías, porque tenía la impresión de oír hablar a una persona que rehuía sistemáticamente cada punto esencial de su vida y de sí mismo, y que analizaba estas maniobras de evasión con un racionalismo lógico sin fisuras, para ocultar una sensibilidad en carne viva.

Como era habitual en mí, yo prestaba menos atención a lo que él decía que a cómo lo decía, y trataba de asimilar los elementos del estilo, mucho más delatores, ese bloqueo de los sentimientos, esa maniobra distante y deliberada, a base de frialdad o ironía, para comprenderlo desde su propia perspectiva, siempre atento a descubrir el punto que él acababa de soslayar y, con esta pequeña clave, tratar de descifrar su personalidad; pero tenía la impresión de moverme entre sombras, cada uno de sus gestos no era más que una insinuación, su aspecto, su sonrisa, su voz, hasta su entorno eran simples alusiones; otra alusión era Thea, a la que él deseaba pero no quería, y Pierre-Max, al que no quería y del que no podía prescindir, y hasta yo mismo no era más que una alusión.

En una ciudad desconocida, el forastero, con ayuda de los ojos, la nariz, la lengua y los oídos, establece puntos de referencia que para el indígena resultan extraños, incomprensibles y hasta irritantes, sirviéndose del trazado de las calles, ya sea éste regular o irregular, las fachadas de los edificios, el ambiente de las casas y el aspecto de sus habitantes, su complexión, su forma de vestir, la lentitud o la rapidez de sus reacciones, porque en una ciudad en la que no puede sernos de ayuda la familiaridad que se consigue por el hábito, no es posible separar el exterior del interior con la misma nitidez que en nuestra propia ciudad, en la que estamos habituados a mantener separados los estímulos externos de los impulsos internos; en una ciudad extraña se confunden lo esencial y lo accidental como si una espesa niebla los envolviera, se superponen fachadas y caras, ruidos y expresiones faciales, escaleras y movimiento, color, olor, luz y beso, comida y abrazos, porque ignoramos el origen y la historia de todo ello y, por consiguiente, es más fuerte su efecto; esta ignorancia nos hace regresar al paraíso de la ecuánime observación infantil y recuperar el placer del descubrimiento, ¡qué feliz irresponsabilidad!, quizá por eso al ser humano de nuestro siglo le guste tanto moverse y recorra las grandes ciudades del mundo, solo, en pareja o en manada, en busca de esa grata familiaridad con las cosas, porque es el único estado aceptado universalmente en el que, sin responsabilidades agobiantes ni propósitos exigentes, se puede saltar ese grueso muro que separa los hechos de la niñez inconsciente de las vivencias de la edad adulta responsable, el estado en el que, por fin, ¡oh, delicia!, puede confiar uno en la propia nariz, paladar, oídos y ojos, los elementales e infalibles órganos de los sentidos.

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