Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Por lo tanto, eran inútiles sus elaborados razonamientos, inútil su teoría masoquista y amargada con la que pretendía negar que se odiaba a sí mismo y demostrar que no era alemán, que era un farsante que se recreaba en su mentira, que ésta era toda la verdad que podía extraer de sí mismo y que, por lo tanto, tenía que marcharse; nada significaba para él que yo percibiera en su casa el mismo fluido peculiar que, por ejemplo, exhalaba por dentro y por fuera el reconstruido teatro de la ópera, y que no sólo no era distinto del que había percibido en el lujoso piso convertido en vivienda proletaria de la Chausseestrasse, sino que lo simbolizaba, del mismo modo en que el objetivo de cada ciudad, de cada edificio público importante, es sublimar la experiencia de lo cotidiano en el plano abstracto de la arquitectura.

Desde luego, algo sabía yo del pasado de esta ciudad, pero no más de lo que puede descubrir una amena guía de viaje; por ejemplo, a causa de mi interés por el teatro conocía la historia de la ópera y de sus varias reformas, y sabía que el príncipe Federico, al que el mundo, que juzga y clasifica por categorías históricas, llamaría el Grande, se ocupaba intensamente de los planes de ampliación de su futura capital siendo todavía príncipe heredero, en compañía de Von Knobelsdorff, su arquitecto preferido, y cuando subió al trono, a la muerte de su padre -Federico Guillermo, el Rey Soldado-, nadie pudo impedir que acometiera sus ambiciosos proyectos, con la consiguiente demolición, devastación y destrucción; todas las casas de la burguesía, modestas y carentes de pretensiones artísticas, de anchura y altura diversas, edificadas durante el reinado de su antipático padre en la avenida Unter den Linden, las mandó arrasar sin temor a ser tachado de arbitrario, para levantar en su lugar suntuosos palacios de cinco pisos de estilo veneciano cuyas preciosas fachadas parecían contemplar el entorno con frío desdén; pero finalmente el conocimiento de estos datos no sirvió sino para que en mi cabeza se estableciera una muy curiosa asociación de ideas que asombró a Melchior.

Yo sabía que de los edificios públicos que se levantaron en Unter den Linden para uso de la corte, el primero fue el teatro de la ópera, que, al igual que todos los proyectados por Knobelsdorff, fue construido en estilo clásico siguiendo fielmente los cánones de Palladio y Scamozzi, pero, detrás de la sobria geometría de los grandes planos exteriores, fríos y simétricos, se dio rienda suelta al gusto personal del arquitecto y de su patrón, en un interior de un barroco exuberante que se desbordaba en asimétricos ornamentos en blanco, oro y púrpura; ahora bien, para el emplazamiento del futuro edificio se había elegido el enorme solar que se había abierto entre la ciudadela y el antiguo foso, que hoy es una callejuela que aún se llama «Festungsgraben», o «Foso de la Fortaleza».

Era como si, al abrir un viejo arcón militar, cuadrado y pintado de gris, encontraras una primorosa caja de música de oro y pedrería, con figuritas que bailan al son de dulces melodías sobre un zócalo de jade.

La mullida alfombra rojo cereza sobre el suelo blanco del apartamento, los muebles de laca blanca, la cortina granate con lirios dorados que caía formando profundos pliegues desde el techo hasta el suelo, las paredes blancas y lisas, el espejo barroco, los esbeltos candelabros y las pequeñas velas con sus llamas amarillo tiznado que humeaban a la corriente de aire, todo ello, a mis ojos, ofrecía el mismo contraste fascinador entre exterior e interior; y la misma decidida pretensión de distanciarse de lo externo, de lo actual, de lo real se manifestaba en el lenguaje de las piedras y los objetos, en el revoque de los muros fin de siglo, que se caía a trozos y, no obstante, parecía recién terminado, en las profundas heridas que las ráfagas de las ametralladoras de la guerra habían abierto en los bloques de casas burguesas y en las viviendas de los patios interiores construidas para el servicio y el proletariado, en aquel minúsculo apartamento del quinto piso y en el templo de la música que representaba la cultura de la ciudad.

Algún motivo tendrían para darse tanta prisa, seguramente para romper con el aborrecido pasado lo antes posible, lo cierto es que, a los dos arios de iniciadas las obras, ya estaba terminado el edificio; era una construcción impresionante para su época, que no sólo estaba destinada a la ópera sino también a diversos actos y fiestas sociales, por lo que, en la planta baja, donde ahora están las taquillas y el vestíbulo, Knobelsdorff puso cocinas y despensas, habitaciones para el personal y otras dependencias, encima de las cuales levantó tres enormes salas comunicadas entre sí, que, con ayuda de dispositivos mecánicos de elevación y descenso, se convertían en un gran salón de baile, y no es de extrañar que ya en aquel entonces se considerara una maravilla esta triple división que, a pesar de las varias restauraciones y modificaciones realizadas en el edificio, se ha conservado hasta nuestros días.

Cuando interrumpí la cínica confesión de Melchior por la que se reconocía amigo de falsedades, con precaución, para no herir su susceptibilidad, traté de exponer mis observaciones, le dije que no sólo no podía descubrir falsedad alguna en la forma en que él había decorado su apartamento, sino que, por el contrario, este pragmatismo burgués, mezcla de frugalidad proletaria y exquisitez aristocrática, esta ambivalencia que incorpora todos los símbolos y elementos del pasado, no los encontraba sólo en su casa sino en toda la ciudad; él entornó los ojos y guardó silencio, y aunque comprendí que me adentraba en un terreno al que él no podía ni quería seguirme, le dije que la impresión general no me parecía atractiva ni íntima, pero que la encontraba sincera y, sobre todo, muy alemana y que, a pesar de que no conocía el estilo del otro lado, me atrevía a afirmar que todo esto era característico de aquí, por lo que no era tanto mi entendimiento como mi nariz y mis ojos los que recusaban sus apreciaciones acerca de su nación y sus manifestaciones que, a mi modo de ver, reflejaban odio de sí mismo.

Bastaba, le dije, con que contemplara atentamente ese teatro: en la última reforma, que en realidad más que reforma fue reconstrucción, desaparecieron los dioses y los angelitos, se eliminaron las paredes divisorias de los palcos y se redujeron al mínimo los dorados y los adornos, como si se pretendiera purgar del espacio interior todo el pasado, aunque se respetó, sí, algún que otro motivo ornamental, como los emblemas rococó en el antepecho de los palcos y en lo alto de la bóveda; daba la impresión de que se había querido diluir la exuberante fastuosidad del interior de antaño para asimilarla a la fría simplicidad de la fachada, una idea congruente para la arquitectura actual, que a un tiempo preserva y destruye el pasado, conservando, concretamente, su adusta uniformidad, con lo que refleja perfectamente el espíritu del momento que sólo aspira a satisfacer las necesidades básicas; por otra parte, agregué, aquí olía todo a desinfectante, como si existiera una enfermedad contagiosa.

Este miedo al pasado, estas contorsiones estilísticas entre conservación y eliminación los había observado también en las casas particulares, por lo que no creía que él pudiera considerarse un caso aparte, al contrario, repetía e imitaba involuntariamente esta ambigüedad, porque su modesto piso interior de proletario, que él había amueblado con exquisitas reliquias de sus antepasados burgueses a fin de distinguirse de los demás, podía compararse con el espacioso piso de la Chausseestrasse, construido para una vida de lujo, en el que ahora vivía una modesta familia proletaria con cuatro niños.

Parecía que no acababa de entender lo que le decía y, sentado frente a él a la grata luz de las velas, yo percibía en su rostro sus sinceros esfuerzos por reprimir la impaciencia.

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