Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Nunca le pregunté ni me pregunté a mí mismo cómo comía cuando yo no estaba, pero creo que no debía de ser mucha la diferencia; Probablemente, cuando estaba solo ponía la mesa con el mismo esmero, aunque sin tomarse excesivas molestias ni exagerar la nota, a juzgar por los fines de semana que pasamos en casa de su madre, en su ciudad natal, donde, entre los muebles antiguos del comedor, casi cada detalle, desde la simétrica colocación de los cubiertos hasta la manera de servir las viandas, denotaba la secular cultura protestante e la mesa -frugal y ceremoniosa a la vez- que era para ellos una especie de segunda naturaleza y que él no sólo había adoptado sino que en mi presencia exageraba con amaneradas pretensiones estéticas; aquel domingo, sin embargo, mientras comíamos en silencio -por primera vez, yo pude observar sus movimientos, el ritmo de su masticación y deglución como si lo mirara por el ojo de la cerradura-, cada uno de nosotros se esforzaba por encerrarse en sí mismo, por aislarse, por no incomodar al otro con su presencia, como preparando la retirada total; con lo que se puso de manifiesto que el ceremonial exagerado, pedante y metódico que él observaba en nuestras comidas y en todas las actividades cotidianas en general, no era simplemente signo de una afectación hasta entonces incomprensible, sino una norma de conducta que practicaba en atención a mí, a nosotros dos, por la que marcaba e imprimía carácter al tiempo que pasábamos juntos y a cada uno de sus movimientos, en previsión de un final inevitable; por eso se esforzaba en dar a cada momento el empaque más estético, impresionante y solemne posible, para hacerlo memorable, para que fuera un recuerdo fácil, tangible, concreto.
En la mesa ardían velas en antiguos candelabros de plata, no sólo por estética y solemnidad, sino también para no tener que usar fósforos ni encendedor al fumar, que podían ensuciar el blanco mantel adamascado, y para que ningún elemento prosaico profanara la exquisita elegancia con la que se pretendía excluir al mundo vil; en la mesa siempre había flores, las servilletas adamascadas tenían servilleteros de plata con las iniciales grabadas, el vino no se sacaba en su botella de origen sino decantado en un recipiente de cristal tallado, lo cual, dicho sea de paso, no le hacía ningún favor; no obstante, a pesar de que tanta delicadeza hubiera podido resultar irritante, las comidas transcurrían sin tensión ni rigidez, y ello se debía a que él comía con buen apetito, engullía casi con voracidad, aunque, eso sí, masticando bien cada bocado y, si algo quedaba en mi plato, lo terminaba; también bebía copiosamente, aunque sin emborracharse ni alegrarse siquiera.
El que llamaba era Pierre, y, después de tomar el último bocado, empecé a quitar la mesa, buscando un pretexto para salir de la habitación y no estorbar; hablaban en francés, y eso hacía que Melchior se transformara de un modo curioso, como si estuviera electrizado, reacción a la que era completamente ajena la persona de Pierre; aun admitiendo que mi prevención estuviera causada por los celos, en estos casos yo tenía la impresión de que él se convertía en otro, como si renunciara a su atractiva naturalidad para asumir una personalidad distinta y obsequiosa, parecía el típico estudiante modelo, el primero de la clase, que, para mejorar la nota, habla con voz engolada, estira el cuello y vocaliza cuidadosamente, como si masticara las palabras en lugar de pronunciarlas, aunque no parecía hacerlo sólo por perfeccionismo, sino porque buscaba a su otro Yo, una persona a la que adivinaba en su interior y trataba de encontrar dando a sus frases la entonación correcta; me violentaba oírle, pero no sólo por él sino porque en su conducta reconocía yo mis propios esfuerzos; se recostó en el respaldo cómodamente, de lo que deduje que se preparaba para una larga charla, y me indicó con una seña que le dejara el plato y la copa.
En la cocina, amontoné los cacharros sucios en la mesa al lado del fregadero, pero no los fregué: mi generosidad y altruismo por lo que a Pierre se refería no llegaban a tanto; también hubiera podido irme al dormitorio, desde luego, pero cuando volví a la sala seguían hablando, mejor dicho, ahora hablaba Pierre, extensamente, y Melchior escuchaba sonriendo, mientras rebañaba el plato con la yema del dedo, que luego chupaba.
Abrí la ventana y me asomé porque no quería oír ni las pocas palabras que entendía, sólo quería estar presente.
En este juego del desdoblamiento de la personalidad, por el que él buscaba una identidad nueva por medio de otra lengua, existía un sutil mensaje destinado a mí, y después de nuestra conversación de la mañana, mi oído distinguía este leve matiz de otra manera.
Cuanto mejor pronunciaba la lengua extranjera, cuanto más desterraba el acento de su lengua materna, que tenía grabada en la cara, la boca, la garganta y hasta en la actitud de su cuerpo, más se apartaba de su personalidad; y era natural, porque, en su propia lengua, el ser humano no habla con frases pulidas ni cuida la pronunciación, sino que se expresa espontáneamente, con un propósito interior y una armonía personal en la que se manifiesta la instantánea, infinita, inviolable e inatacable perfección del consenso de una comunidad lingüística; cuando el ser humano habla en su lengua materna, incluso una frase mal hilvanada combina despreocupación y rigurosa disciplina, la regla se auna al desenfado, y no cabe el error ni la falsa entonación; el error es imposible porque toda falta, todo defecto de pronunciación o giro incorrecto denota un falseamiento de la realidad; y, a la inversa, cuanto más imperfecto y forzado estaba él en esta perfección mimética, extrañamente desvaída e insípida, tanto más evidente era para mí que yo, que sólo lo conocía en su lengua materna, en la actitud y el gesto que correspondían a su lengua materna, no lo conocía en realidad, porque no era idéntico a sí mismo, porque estaba siempre pronto a esta transformación, por lo cual yo no podía confiar en la persona a la que creía conocer, ya que era dos personas y tenía dos lenguas, entre las que podía elegir a capricho; por lo tanto, seria inútil que yo tratara de hacer míos sus sentimientos, ni de coaccionarlo personalmente y mucho menos a través de Thea; la mitad de él siempre quedaría libre, no era susceptible a la coacción, en este terreno yo no podría poner pie, ahí empezaba un mundo privado que me estaba vedado, al que no podía ni asomarme a mirar, mis celos serían inútiles, porque, aunque él no amara a este francés, amaría al que fue su verdadero padre, su alma querría expresarse en su lengua; hasta ahora yo había entendido su historia como resultado de avatares pretéritos, había sido inútil que él intentara explicármelo, yo era muy obtuso para comprender que esta división física y psíquica era su verdadera historia, él había tenido que optar por su padre francés, muerto por los alemanes, oponiendo su alma a su cuerpo y su cuerpo a su lengua materna, no sólo porque era su verdadero padre -a quién interesa el esperma de un desconocido-, sino porque no había podido decidir de otro modo; por justicia histórica, había tenido que rechazar al padre alemán al que no había conocido pero al que amaba, cuyo rostro había contemplado durante horas en fotografía, cuyo apellido llevaba y que había muerto de frío en un campo nevado o en una trinchera.
Si hasta entonces también nos parecía agradable cierta tensión entre nosotros, la que me producía aquella larga conversación telefónica, que me excluía en más de un sentido, era difícilmente soportable; durante unos minutos me calenté a los fatigados rayos del sol de invierno; el que entraba en la habitación había ido desplazándose lentamente, ahora sólo quedaba una fina raya que daba en un ojo y el pelo de Melchior y en la pared, encima de su cabeza; volví a la sala, saqué la manta de debajo del cojín, me eché en el sofá, de cara a la pared y, como el que al fin encuentra consuelo, me envolví en la manta suave y cálida.
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