Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Como estilo es también la destrucción, que en la historia humana se encadena con la misma perseverancia que la construcción, pero en ese barrio no fue total ni sistemática como en los demás, en los que nada quedó en pie y, entre los flamantes edificios de nueva construcción, seguía soplando el viento del vacío; aquí fue posible tapar huecos, cubrir el chamuscado esqueleto de las casas con la carne de las paredes nuevas, aquí habían quedado las suficientes piedras unas encima de otras como para que pareciera lo más práctico poner unas piedras más para ofrecer un rudimentario abrigo contra la intemperie, aún quedaban muchos fundamentos de antes de la devastación que ofrecían garantías de solidez, y aunque los parches, remiendos y los fríos muros nuevos no podían restituir a los edificios su empaque de antes de la destrucción, subsistía el viejo trazado de calles y plazas, y algo se había heredado de la antigua estructura y carácter de la ciudad, aunque de aquel estilo recio y ostentoso, exuberante y frugal a la vez, mundano y austero, de aquel estilo vital, no quedaba más que el recuerdo.
Tras la fachada del nuevo estilo se adivinaba la sangre del viejo sistema, el antiguo principio, la imagen muerta del viejo orden.
La Hannoversche Strasse, la espléndida Friedrichstrasse, la intersección de la antigua Elsásserstrasse, rebautizada Wilhelm-Pieck-Strasse y la Chausseestrasse, que antiguamente formaban una bonita plaza, languidecían en esta triste resurrección: un decorado desierto y silencioso de tiempos de penuria por el que, de tarde en tarde, traqueteaba un tranvía; a un extremo de la pequeña plaza se levantaba una vieja columna anunciadora olvidada, con el vientre abierto por la metralla, y en las lunas de los escaparates, casi opacas de polvo, se reflejaba la esfera rota del reloj que coronaba la columna y que, en este oscuro espejo, daba la hora por haber dejado de señalarla, parado a las cuatro y media de un tiempo difunto.
Y en el subsuelo, bajo la fina corteza de la calzada, a intervalos, se oía pasar el metro, un ratear que crecía, que vibraba bajo los pies y se extinguía en las profundidades, pero era un metro que no podía utilizarse, las estaciones, que habían quedado indemnes, estaban tapiadas; los primeros días de mi estancia, yo no sabía qué eran aquellas salidas ciegas que había en las aceras centrales de la Friedrichstrasse, hasta que frau Kühnert, solícita, me lo explicó, dijo que aquella línea que pasaba por debajo de nosotros unía los barrios occidentales, que a nosotros no nos pertenecía, eso dijo, «a nosotros, no» y que no la buscara en los nuevos planos de la ciudad, porque no la encontraría, pero yo no sabía a qué se refería; entonces me pidió que prestara atención, que me lo explicaría: si yo, pongamos por caso, viviera en el lado oeste, es decir, si yo fuera un occidental, podría subir, por ejemplo, en Kochstrasse, y cruzar por aquí en el tren, exactamente debajo de nosotros había una estación, en la que el tren aminoraba la marcha pero no paraba, cruzaba por toda nuestra zona y entraba otra vez en el llamado Sector Occidental y allí podía yo apearme en la estación de Reinickendorf, ¿lo había entendido ya?
Cada cual conoce su ciudad, pero los nombres de las calles de una ciudad extraña y la ubicación del este y oeste, incluso para el individuo dotado del más certero sentido de la orientación y los más exactos conocimientos topográficos, quedan en pura abstracción, no se asocian imágenes al nombre ni se asocian experiencias a la imagen; esto lo comprendía yo, porque no es preciso haber nacido aquí para comprender que debajo de la calzada está algo que en realidad no está, es decir, que hemos de hacer como si no existiera y como si sólo pudiera existir en nuestro recuerdo de la vieja capital, a pesar de que hoy sigue formando parte del sistema circulatorio de la ciudad, es decir, que existe, pero sólo para los del otro lado, que no pueden apearse en las estaciones bloqueadas y vigiladas por centinelas, si más no, porque un tren fantasma no tiene estaciones y, por lo tanto, ni ellos pueden existir para nosotros, ni nosotros para ellos.
Digo que lo comprendo casi todo, salvo una cosa: por qué el tren aminora la marcha en estas estaciones inexistentes ni para qué sirven los centinelas, tanto éstos como los otros, y, puesto que las estaciones están tapiadas, qué vigilan, y por dónde salen cuando terminan la guardia; de algún modo lo entiendo, dije, sólo que no me parece lógico, o quizá no entiendo esta lógica.
Si seguía hablándole en este tono de burla, no me contestaría, dijo on el orgullo herido del nativo, lo que me cerró la boca.
También la habitación del cuarto piso de la casa de la Chausseestrasse tenía algo de este estilo; cuando, por las oscuras puertas dobles artísticamente talladas, entrabas en el amplio recibidor que parecía un saluón de recepciones, te salía al encuentro una vaharada del pasado: el recibidor estaba completamente vacío, en el oscurecido parquet que en ciertos lugares había sido reparado con sencillas tablas, y crujía a cada paso que dabas; pero resultaba fácil imaginarse sonidos más débiles, amortiguados por mullidas alfombras orientales, por ejemplo, los pasos de una doncella que, a la luz de la gran lámpara del techo, acude presurosa a abrir la puerta a damas y caballeros vestidos de etiqueta; tortuosos corredores con suelo de madera de pino comunicaban la cocina, las habitaciones del servicio y dependencias auxiliares con la parte noble de la vivienda, habitada por los señores, cinco grandes habitaciones cuyas elegantes ventanas en arco daban ahora a estas sombrías fachadas; a mí se me instaló en el que había sido el cuarto de una criada.
Por la ventana de mi cuarto de criada veía el ennegrecido muro de incendios de la casa de al lado, que estaba tan cerca que apenas dejaba entrar la luz del día; era, pues, un alojamiento modesto, con una cama de hierro, un gran armario que crujía por todas las juntas, la mesa de rigor con un tapete manchado, una silla y, en las paredes, por lo menos una veintena de diplomas cuidadosamente enmarcados, que sabe Dios por qué mi arrendador había colgado precisamente allí.
Cuando, echado en la cama, miraba por la ventana, ensimismado, me parecía ver, en el perfil del negro mapa del muro de enfrente, el tejado que se reventaba y se venía abajo y las llamaradas que asomaban por el hueco, y sentir el vendaval que avivaba el fuego e imprimía esta huella para la posteridad y para mis ojos; vegetación de hollín sembrada por las llamas en una pared que había resistido a la destrucción.
Yo procuraba no ver en aquel cuartito más que un apeadero transitorio y pasar allí el menor tiempo posible, y, cuando no tenía nada mejor que hacer, me desnudaba, me metía en la cama, que tenía un hoyo en el centro y, para aislarme del entorno, me tapaba un oído con una mano y metía en el otro el auricular de mi radio de transistores; en el piso vivían cuatro niños pequeños, su abuelo, la abuela paralítica, el padre, que casi todas las noches llegaba borracho y la madre, una mujer pálida, de aspecto sorprendentemente juvenil para haber tenido cuatro criaturas y cuya fragilidad, nerviosa vitalidad, cálidos ojos castaños y febril dinamismo me recordaban a Thea, o mejor a la inversa, como si Thea, en uno de sus papeles de juventud, representara su propio personaje, suponiendo que se aviniera a ello.
Por esta razón, yo escuchaba programas que no me interesaban, es decir, escuchar casi nunca escuchaba, miraba fijamente por la ventana y no hubiera podido decir si pensaba en algo, simplemente dejaba que el cuerpo flotara en aquel vacío sin asidero ni horizonte para huir de mis recuerdos.
En mi cerebro, que se cerraba al recuerdo, fue entrando, poco a poco, una voz grave, de una grata suavidad, una voz risueña, cuya jovialidad, casi visible, marcaba la cara desconocida del que hablaba, y al poco rato, sin darme cuenta, estaba escuchándole, aunque en realidad no prestaba atención a lo que decía sino a cómo lo decía, ¿quién sería?
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