Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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La aventura había ocurrido entre ella y Langerhans, aún se sonrojaba al pensarlo, y cuando por fin llegaron al extremo en que no sabían qué hacer el uno con el otro, ella se propuso descubrir a toda costa al ser humano que él llevaba dentro, quería saber quién era realmente.
Tan ridicula era su demagogia a mis ojos como lamentable era a los suyos mi escepticismo, y no creía, dije, que él calificara de torpe acción el que un ejército extranjero hubiera sofocado los disturbios estudiantiles de París.
Muy propio de la élite descerebrada llamar disturbios a una revolución.
Muy propio de los ideólogos miopes predicar que el fin justifica los medios.
Los dos nos habíamos parado en la escalera mientras los demás continuaban, pero Melchior, un peldaño más arriba, se volvió rápidamente, como si mi hombro tirara de él, y entonces vi en la cara del francés que, con toda su indignación, en el fondo, estaba disfrutando con algo que a mí me parecía bochornoso, penoso, ridículo y superfluo, aquella conversación a la que me había dejado arrastrar y en la que ni siquiera parecía expresar mi propia opinión o, en todo caso, sólo parte de una opinión no formada del todo, ya que no puede existir ecuanimidad total cuando la fina membrana del autodominio cede ante la acometida de irracionales pasiones primarias mal reprimidas, de una ofuscación que no dispone sino de un lenguaje puramente sensitivo que sería preferible callar que expresar, por lo que mi furor estaba dirigido menos contra él que contra mí mismo; él, que, con aquel cuerpo desmesuradamente largo y delgado y sus desmesuradas ideas, parecía sentirse como el pez en el agua y no advertía las miradas de cólera, ¡y de envidia!, que le lanzaban aquellos entre los que, aparentemente, se encontraba como en su propia casa, ni se daba cuenta de que, con su pelambrera y su mugrienta bufanda roja, les parecía un payaso, un provocador que hacía burla de la forma de vida y los lastimosos esfuerzos de todos ellos, aunque el verdadero payaso era yo.
Parece ser, dijo con una calma afrentosa, que él y yo hablábamos idiomas diferentes.
Eso parece, dije, pero, por muy a gusto que aquí se encontrara, pregunté entonces, sin poder ni querer reprimir la irritación, si no había reparado en el detalle de que él podía cruzar el Muro y nosotros, no.
Yo había levantado la voz y las dos mujeres se habían parado, si más no, porque el brazo de Melchior había resbalado de la mano de Thea, y nos miraban; frau Kühnert, horrorizada, echaba chispas desde detrás de los gruesos cristales de las gafas como advirtiendo: ¡cuidado, que se oye hasta la última palabra!, pero yo no podía callar y, aunque estaba abochornado, dije que no debía sorprenderle tanto que habláramos idiomas diferentes, puesto que diferente era nuestra libertad personal.
Entonces Melchior cortó la discusión, alzando la mano con el gesto autoritario de un maestro de escuela y me dijo que tuviera cuidado, que por la boca de su amigo hablaban Robespierre y Marat, que yo no lo sabía pero que allí tenía a un revolucionario a carta cabal.
Molesto conmigo mismo, con una última llamarada de mi ridícula ira cargada de envidia, dije que precisamente por eso discutía con él.
Entonces también yo era un revolucionario, me preguntó con ojos de espanto e incredulidad levantando las gruesas cejas; estaba divirtiéndose a costa de su amigo.
Naturalmente que lo soy, respondí sonriendo ampliamente con todo mi furor.
Su tono de complicidad nos situaba en un plano común y daba a la escena un giro inesperado que me liberaba de mi bochorno; él había comprendido mi agitación y también mi vergüenza, con su comprensión la disipaba, con su comprensión se ponía a mi lado y se alejaba del francés, gracias a él volví a respirar.
Pero entonces el francés se echó a reír inesperadamente; era una risa átona, con la que quería hacer resaltar su superioridad sobre mí, pero la risa también estaba dirigida a Melchior, con el que sin duda ya había dejado atrás discusiones como ésta, tan atrás que habían quedado más allá de todo posible acuerdo, o quizá en esto consistía el acuerdo, y como rechazando la inmundicia de aquella común actitud nuestra de compadreo y cínica superioridad, y, con ella, la repugnancia que habíamos suscitado en él, agitó una mano barriéndonos de su mundo y dando a entender que no se podía razonar con nosotros, que éramos unos irresponsables sin remedio.
El gesto con el que irguió su hermosa cabeza al tiempo que volvía la cara para otro lado tenía un empaque realmente heroico, mientras que nuestra actitud, a pesar del triunfo común, era cínica.
Un acomodador de librea gris, que parecía surgido de tiempos remotos y que no apartaba su obsequiosa mirada de Thea, nos abrió la puerta del palco de honor del primer piso.
Desde una altura de casi cuatro metros contemplábamos la platea, las manchas claras de las caras que oscilaban o se inmovilizaban formando distintas composiciones en la sala, las butacas púrpura y blanco dispuestas en filas arqueadas, y el escenario, de amplia boca, flanqueada por columnas corintias con capiteles dorados; el telón estaba subido y se veía el decorado: sobre un fondo pintado en los grises del alba se alzaban las torres oscuras y las tapias melladas del patio de la fortaleza prisión, sumido en las negras sombras de la noche, del que partían lóbregos pasadizos que conducían a las, mazmorras; tras los barrotes de unas celdas excavadas en los gruesos muros se adivinaban espectrales figuras humanas. Nada se movía y sin embargo todo parecía vivir, hasta nosotros llegaba un destello -quizá el cañón del arma de un guardián-, un rechinar de cadenas, un tintineo, entre el sordo murmullo del público y las rápidas escalas de los músicos que afinaban sus instrumentos, y después pareció que entre las oscuras sombras de los muros de la fortaleza pasaba fugazmente la tela rosa de un vestido de mujer y que una ligera corriente de aire traía el eco de una voz melodiosa que daba una orden; porque cuando un escenario de estas dimensiones está abierto antes de que empiece la representación y el aliento de los espectadores aún no ha caldeado el espacio, se percibe en el ambiente un soplo que huele un poco a engrudo.
En el palco se procedió a la distribución de asientos con una ronda de silenciosos cumplidos que enmascaraban una dura batalla, y la cortesía no disimulaba del todo las preferencias que se insinuaban en miradas y gestos apenas esbozados; porque no era indiferente dónde se sentaba cada cual: yo quería seguir al lado de Melchior, y lo mismo quería él, pero no podía separarme del francés, ni él de mí, sin hacer patente que nuestra incompatibilidad era no sólo ideológica sino también física, que nos molestaba y repugnaba nuestra proximidad, y una hostilidad tan evidente hubiera violentado a Melchior, algo que yo quería evitar; por otra parte, estaba tan claro que Pierre-Max y Melchior formaban pareja que ni Thea ni yo nos atrevíamos a situarnos entre los dos, pero ella, que había organizado aquella velada teatral sólo por Melchior, no renunciaría a sentarse a su lado, mientras que frau Kühnert, a pesar de que en aquel momento mantenía cierta reserva, modestamente, daba a entender que nos consideraba compañía poco grata y que lo único que ella quería era sentarse al lado de Thea; ello me colocaba en situación de desventaja, ya que, consciente del mudo reproche de Thea por mi imprudente y desconsiderado comportamiento, yo deseaba sentarme entre ellos dos, para no renunciar ni a la proximidad de Melchior ni a la posibilidad de desagraviarla a ella, lo que, evidentemente, resultaba inviable, puesto que yo no tenía derecho a separarlos.
Ante nosotros estaban los ocho sillones de la primera fila del palco, y la tarea de desenredar los hilos de nuestras relaciones, con la adecuada distribución de los puestos.
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