Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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En tales situaciones, el egoísmo calibra la magnitud de los sentimientos y, cubriéndose con el manto de la consideración, actúa sin escrúpulos; durante nuestros calculados movimientos de cortesía sonaron dos señales, dos breves sílabas acompañadas de sendos ademanes imperiosos, ¡ven¡, dijo Melchior en francés a su amigo, que se mantenía a la expectativa, en posición neutral, y ¡vamos!, dijo Thea con impaciencia dirigiéndose a mí.

Entonces se vio claramente que, por mucho que Melchior se hubiera resistido a acudir al teatro, Thea había hecho bien en insistir o, más exactamente, no le había fallado su instinto al inducirla a forzar este encuentro, ya que, en definitiva, ella sólo podía conseguir algo que él deseara también.

Melchior no había renunciado tan rudamente a sentarse al lado de su amigo por mera consideración o cortesía hacia Thea, sino por verdadera atracción, él tenía que escoger, y su elección estaba determinada por el hecho de que ambos, Thea y él, eran aquí los personajes principales y a ellos correspondía la presidencia.

Thea también se mostraba posesiva y cariñosa conmigo, estábamos muy pendientes el uno del otro, pero lo que entre nosotros no pasaba de escarceos y suspiros, entre ellos parecía estar en el umbral de la consumación, es decir, su atracción no era tan unilateral como había tratado de hacerme creer frau Kühnert, aparte de que la diferencia de edad no era de veinte años sino de diez a lo sumo, lo que hacía su relación quizá insólita pero no ridícula; sea como fuere, en el momento en que ellos tomaron el mando se vio que nosotros no éramos más que el séquito de la pareja protagonista, y ni el hecho de que, en el orden de la jerarquía, se me hubiera asignado un lugar superior al del francés, podía hacerme olvidar esta diferencia.

Yo no tenía mucha experiencia en la percepción de las radiaciones afectivas que parten del hombre, y pensaba que quizá las interesadas revelaciones que acerca de Melchior me había hecho frau Kühnert me habían inducido a error y que este flujo de simpatía que sentía en mi hombro no estaba destinado a mí sino a Thea, ya que en torno a ella girábamos ambos.

Así nos sentamos: a un extremo, el francés, ahora reducido al silencio; entre él y Melchior, yo; a la derecha de Melchior, Thea, y, al otro extremo, frau Kühnert, que era la única que ocupaba el sitio que quería.

Yo procuraba que mi codo no rozara ni por casualidad el de Melchior en el brazo del sillón, pero él, con la sagacidad del líder, pareció darse cuenta inmediatamente de que me sentía incómodo en el asiento que él me había asignado, porque, por un lado, me violentaba haber desplazado al francés del lugar que lógicamente le correspondía y, por otro lado, me aguijoneaban los celos, como si yo tuviera algún derecho sobre Thea, Thea, que ni me pertenecía ni yo deseaba que me perteneciera, y, sin embargo, me dolía perderla, me la habían arrebatado en mis barbas, pero yo se la quitaría al otro, y entonces él, como si quisiera complicar más todavía aquella penosa situación, me puso la mano en la rodilla afectuosamente, me miró un momento a los ojos sonriendo, nuestros hombros se rozaron casualmente, él hizo una mueca y, como si nada hubiera ocurrido, se volvió hacia Thea recomponiendo su sonrisa.

Con la sonrisa que tenía a flor de labios me pedía disculpas por el enojoso incidente de antes, pero en sus grandes ojos azules había una sonrisa más profunda y más elocuente que me decía que aquel al que exhibía como amigo no era más que una pantalla, un escudo con el que se protegía para no quedar por completo a merced de Thea; había, sí, una cierta relación, pero no debía tomarla en serio, era algo superficial, sin importancia, podía considerarla prácticamente liquidada, con lo que, sencillamente, traicionaba al amigo, renegaba de él, al tiempo que, con el gesto de su cara, se aproximaba a mí, tratando claramente de tranquilizarme; cierto, Thea lo perseguía, estaba entusiasmada, y él se dejaba querer, le parecía encantadora, y la ironía con que frunció sus bellos labios estaba provocada tanto por la situación como por su propia persona, lo que le daba un aire de simpática arrogancia, pero tampoco por ella debía preocuparme, él no tenía intención de conquistarla, otra cuestión que podíamos considerar zanjada, de hombre a hombre.

Ni sus visajes ni su expresión podían pasar inadvertidos a los interesados, pero, por otra parte, su descarada franqueza y su hipocresía -porque en aquel momento comprendí que, a pesar de las apariencias, no era sincero, algo que después, cuando mis celos se disiparon, no sabría ver, y confiaba en él-, su desfachatez y su deslealtad pie causaron pésima impresión, pero no tuve la fuerza, ni quizá la posibilidad, de rechazar esta prueba de confianza tan poco ética; aquella situación me aterraba, y fingía mirar al escenario, al tiempo que, como un ladrón, espiaba a derecha e izquierda, para ver si los demás habían notado algo, aunque, en el fondo, también estaba disfrutando con el riesgo de nuestro juego particular.

Mi conciencia me susurraba que, si tomaba en serio su mudo mensaje, estaría robándoselo a dos personas, a una apenas la conocía, pero con la otra sería desleal, y este pensamiento convertía mi inquietud en alarma; aunque el francés no podía haberse dado cuenta de nada, porque tenía el cuerpo inclinado hacia adelante y, con la barbilla apoyada en el antepecho almohadillado de terciopelo, contemplaba la platea que zumbaba suavemente debajo de nosotros, y Thea, aunque hubiera visto cómo Melchior me ponía la mano en la rodilla, no hubiera dado importancia al gesto, sólo la mirada severa de frau Kühnert me advertía que -por más que lo intentara- no podría escapar ni un segundo a su vigilancia y que ella protegía celosamente los intereses de Thea.

Aún sentía el efecto de la sonrisa y la mueca de Melchior cuando yo, a mi vez, me incliné hacia adelante y, distanciándome de los demás, me apoyé en el antepecho, para disimular la confusión que me causaba el calor que despedía su cuerpo; me parecía que me había hablado con sinceridad, su voz resonaba en el vacío, como si retumbara en una oscura caverna.

Los aplausos empezaron en los palcos del tercer piso, sonaron después encima de nosotros, en el segundo, y, cuando el director de la orquesta apareció en la puerta del foso, se precipitaron en cascadas e inundaron la platea hasta las primeras filas, y entonces se apagaron las luces de la enorme araña de cristal que colgaba de la cúpula decorada con rosetones.

Porque yo conocía también su voz, una voz cálida y profunda que denotaba vigor, seguridad y decisión, que daba la impresión de no tomarse muy en serio, de estar jugando consigo misma, no ya para dar una falsa apariencia, sino para establecer una distancia prudente, y que podía ser dulce como un ronroneo; yo no sabía de dónde ni cómo la conocía ni voy a afirmar que buscara en mi memoria la clave de esta sensación de familiaridad, pero su voz se movía dentro de mí con seguridad, recorriéndome con sus ecos, probando su impostación en distintos puntos, como si buscara su lugar y significado en la circunvolución justa del cerebro, ese puntito diminuto, ese nervio, ese lugar en el que se encontraba el compartimiento, cuidadosamente aislado e inaccesible en aquel momento, que guardaba su recuerdo.

Cuando, casi dos meses antes de aquella velada teatral, llegué a Berlín, se me alojó en la primera casa de la Chausseestrasse, cerca de la puerta de Oranienburg, en una habitación del cuarto piso de una vieja casa de vecindad, fúnebre y gris; naturalmente, allí no había ninguna puerta de la ciudad, el nombre era el único vestigio de una topografía de la que la historia había arrasado, quemado y barrido literalmente muchas cosas, y comprendo que decir que la casa era fúnebre y gris no es decir mucho, porque en los barrios en los que la guerra ha dejado en pie algo antiguo y original todas las casas son fúnebres y grises, aunque no carezcan de estilo, siempre y cuando no entendamos por estilo lo puramente ornamental y reconozcamos sin prejuicios que cada edificio es reflejo de las circunstancias materiales y espirituales del momento de su construcción, a eso y nada más llamamos estilo.

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