Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Conversaba con una vieja gloria de la canción ligera, en un tono tan distendido y natural como si estuvieran en un café en lugar de una emisora de radio, y por la torrencial charla de la anciana, sus risitas y sus arrumacos, se notaba que se había olvidado del micrófono, lo que daba a la entrevista una intimidad casi palpable; aunque no se trataba de una chachara trivial, el diálogo estaba salpicado de antiguas grabaciones de las que el hombre parecía estar bien documentado, y daba la impresión de conocer también perfectamente aquel mundo del pasado que era el verdadero motivo del diálogo, la gran ciudad palpitante y frívola, electrizante y cruel que revivía en la risa y el arrullo juvenil de la anciana; lo sabía todo, pero no presumía de sus conocimientos, al contrario, con frecuencia se dejaba rectificar de buen grado o reconocía francamente su error, aun sin excluir la posibilidad de que la dama pudiera dejarse engañar por la subjetividad de sus recuerdos, pero ello no resultaba ofensivo, porque él, con su afabilidad y su justificado entusiasmo, había conquistado a la anciana; cuando terminó el programa y él se despidió hasta la semana siguiente a la misma hora, me quité el auricular y, como si hubiera saciado todas mis necesidades físicas y espirituales, apagué la radio.

A la semana siguiente a la misma hora empezó el programa, pero me sorprendió que no hablara él sino que fueran famosos cantantes de ópera los que presentaban antiguas grabaciones, verdaderas piezas de museo de gran valor e interés; cantaban Lotte Lehmann, Schaliapin y Richard Tauber, y él se limitaba a anunciarlos, lo que a mí, pese a la decepción, no dejó de agradarme; era modesto, reservaba su locuacidad para las entrevistas, y yo me dije que haría bien en mantenerse fiel a ese principio.

Y se ha mantenido, pero yo no volví a escucharlo, me olvidé de él; una noche entré en la cocina a buscar un vaso de agua, y encontré a mi joven casera limpiando puerros; trabajaba fuera de casa, en una fábrica de productos de amianto, según dijo, siempre en turno de día, Por ser madre de cuatro hijos pequeños, y por la noche preparaba la comida del día siguiente; me senté a charlar con ella, mejor dicho, yo hablaba y ella respondía, brevemente; estaba cortando un puerro Cuando me decidí a decirle que, si no tenía inconveniente, trasladaría el armario de una pared a la otra, porque donde ahora estaba tapaba la poca luz que entraba en la habitación, ella no contestó y siguió cortando el puerro en rodajas anchas, y entonces me aventuré a agregar que, si me lo permitían, mientras ocupara la habitación, quitaría los diplomas de la pared.

La mano que sostenía el cuchillo quedó inmóvil y la mujer me miró con sus cálidos ojos castaños; durante un segundo de silencio sostuve su mirada sin recelo, admirando su serena belleza; sólo me pareció extraño que encogiera sus delgados hombros como el gato arquea el lomo antes de bufar, luego hundió la mano del cuchillo en el barreño de agua y, cerrando los ojos como si estuviera a punto de echarse a llorar, empezó a gritar frases enrevesadas y plagadas de modismos que en aquel entonces me resultaban prácticamente incomprensibles, descargando en mi cara, todavía sonriente y confiada, la ira acumulada por tantas vejaciones como había tenido que soportar; pero qué se han creído, chillaba, que vamos a aguantárselo todo, si aún tendremos que bailarles el agua, cerdos extranjeros, amarillos del carajo, pandilla de negros muertos de hambre, que no la dejaban descansar ni en su día de fiesta, y encima exigencias, si hasta la mierda tienes que limpiarles, si ni en tu propia casa puedes estar tranquila, si en todo se meten y te ciscan los cacharros, pero qué se han creído, no tienes más que ver lo que son ellos y lo que somos nosotros, y no importa de dónde vengan, y es que ni se han enterado de que la escobilla del retrete sirve para limpiar la mierda de su culo asqueroso.

Al oír lo de los amarillos y los negros me levanté y, con ademán apaciguador, acerqué una mano a su hombro, para tranquilizarla, pero la sola idea del contacto hizo que su cuerpo se agarrotara en actitud defensiva y sus denuestos subieran de tono, mientras buscaba el cuchillo entre los vegetales que nadaban en el barreño, por lo que me pareció más prudente retirar la mano y, como la sorpresa me había hecho perder la facultad de hablar en un idioma que no era el mío, para calmarla no supe sino tartamudear que no se alterara, que me marcharía lo antes posible, pero con mis palabras no hice sino echar leña al fuego y ella siguió chillando detrás de mí por el pasillo y las últimas palabras me las gritó en la oscuridad del gran recibidor vacío.

El director de orquesta, vadeando el río de aplausos, subió al podio, miró a derecha e izquierda, encogió los hombros y levantó los brazos a la luz las lámparas de los atriles, como el que va a empezar a nadar, mientras un silencio expectante se extendía por la sala; en el escenario amanecía una fría mañana.

Acercando los labios al oído del francés, susurré que, como podía ver, estábamos en una prisión, pero su cara permaneció impasible al tenue resplandor del crepuscular escenario.

Y fue como si, tras una calma momentánea, los vibrantes cuatro primeros compases de la obertura devolvieran a la sala el estruendo de los aplausos que acababan de apagarse, pulverizando, barriendo y silenciando todo lo puramente teatral; cuatro compases breves, desgarrados y sobrecogedores, ecos de un estallido telúrico, que ridiculizaban y empequeñecían los humanos afanes, y tú, asomado al abismo, presa de vértigo, mudo y estremecido, oyes de boca de un clarinete una melodía melancólica, tierna y amorosa, que sube de las profundidades pidiendo misericordia, a la que se unen los dulces fagots y los oboes implorantes, ansiosos de libertad, pero la escarpada pared del abismo devuelve el suspiro convirtiéndolo en airado retumbar de trueno, que crece como un río tumultuoso que todo lo inunda y se filtra por las grietas y hendiduras de los muros que se alzan ante él: pero es en vano que el agua arrastre peñas, guijarros y grava, porque, al cabo, su fuerza será como la de un simple arroyo, comparada con el poder que la hace crecer, que la domina y al que no podrá vencer, mientras arriba, fuera, lejos, no suene el ansiado toque de trompeta, conocido, esperado e inesperado, de la redención triunfal, la liberación, simple como una bofetada, símbolo pueril, voz de libertad ante la que el alma se desnuda, como se desnuda el cuerpo para gozar del amor.

Cuando terminó la obertura y por fin me atreví a cambiar de postura, ya que no me había parecido correcto moverme antes, el francés y yo nos arrellanamos en el sillón casi a la vez; él me sonrió complacido, a los dos nos había gustado lo que acabábamos de escuchar, y esta común aprobación puso fin a las hostilidades; por una grieta de la muralla, un fino rayo de sol de teatro incidía en el patio de la prisión.

Aquel domingo por la mañana no volvimos a hablar, el propio Melchior estaba avergonzado de su cinismo y de su falta de sensibilidad; después, mientras poníamos la mesa, intercambiamos varias frases, pero comimos en silencio y sin mirarnos.

Antes de que acabáramos de almorzar -él todavía tenía en el plato un poco de coliflor, puré de patata y un trocito de carne-, sonó el teléfono, él dejó cuchillo y tenedor en el plato con gesto de irritación, pero en el rápido movimiento con que, simulando impaciencia, asió el auricular que tenía detrás, había tanta ansia que comprendí que su irritación y su impaciencia eran fingidas, como si con ellas pretendiera pedirme disculpas por anticipado.

Desde luego, no le gustaba que nos interrumpieran las comidas, ya que este acto, más que servir para la necesaria alimentación, constituía una especie de ritual que daba contenido al tiempo que pasábamos juntos y dignificaba nuestra relación.

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