Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Ya que tan versado estaba yo en la historia de la arquitectura alemana, dijo, y tanto sabía también del alma del pueblo alemán, no ignoraría lo que había escrito Voltaire en su Diario después de su encentro con Federico el Grande.
Él, naturalmente, sabía que yo lo ignoraba.
Se inclinó hacia adelante, puso su mano en mi rodilla con gesto de amistosa superioridad y me miró con una sonrisa en los ojos en la que se reflejaba una ironía que en parte estaba dirigida hacia sí mismo.
Medía un metro sesenta, dijo significativamente, recalcando las sílabas como un pedagogo, tenía una figura desmedrada pero bien proporcionada, mantenía una postura tan erguida que rayaba en lo grotesco, pero sus rasgos faciales eran agradables y denotaban inteligencia y afabilidad, cuando juraba, algo que hacía con tanta frecuencia como un carretero, el tono de su voz era francamente simpático, llevaba su hermoso cabello castaño claro recogido en una coleta, siempre se peinaba él mismo y lo hacía con esmero; para empolvarse, no se sentaba delante del espejo con gorro de dormir, camisón y pantuflas, sino envuelto en una vieja bata de seda, bastante sucia por cierto, tampoco le gustaba la ropa de paisano y año va y año viene vestía el sobrio uniforme de su regimiento de infantería, nunca se le veía con zapatos, siempre calzaba botas, ni le gustaba llevar el sombrero debajo del brazo como era costumbre en aquella época, en general, a pesar de su simpatía personal, su actitud y su aspecto tenían un algo forzado: por ejemplo, hablaba el francés mejor que el alemán y sólo utilizaba su lengua materna con personas que no sabían francés, ya que su propia lengua le parecía bárbara.
Aún no había acabado de hablar cuando Melchior me oprimió las rodillas con las manos, se inclinó hacia adelante y me estampó dos besos conciliadores en las mejillas, gesto que él entendía más como prólogo de una nueva enseñanza que como punto final; yo me man tuve distante, ahora me tocaba a mí mostrarme receloso y, en cierto modo, ofendido, aunque también me divertía comprobar que no podía apearlo de sus obsesiones con sutilezas.
Ello me reafirmó en la convicción de que, para conseguir buenos resultados, no se le podía atacar con teorías sino con el simple lenguaje de los sentidos, pero más adelante hablaré del insensato objetivo que yo perseguía y de lo erróneo, torpe y estúpido que era mi planteamiento.
Con la frente muy cerca de la mía, sin dejar de mirarme a los ojos, movió la cabeza de arriba abajo.
Como ahora verás, dijo con vehemencia, al bueno de Federico no le faltaban razones para hablar de barbarie, para hacer demoler las construcciones de su padre ni, seguramente, para mantener aquella postura tensa y forzada, y entonces rae preguntó si conocía la historia del teniente Katte.
No, respondí, no la conozco.
Pues él me la contaría, con lo que me haría progresar no poco en germanología.
A veces, yo tenía la impresión de que hacíamos experimentos el uno con el otro, pero sin saber exactamente con qué objeto.
Estábamos sentados frente a frente, él se había recostado cómodamente en su butaca y, como de costumbre, tenía los pies en mi regazo, y mientras me hablaba, yo le hacía masaje, lo que daba al contacto corporal una justificación innecesaria y una plácida monotonía; durante un momento se quedó inmóvil con la cara ladeada, mirando la copa de vino, luego tomó un trago, paseó la mirada por la habitación y finalmente me contempló con una expresión seria, pensativa y sentimental, pero su cambio de actitud nada tenía que ver conmigo, sino con la complicada historia que estaba evocando rápidamente antes de empezar el relato.
Dieciocho años tenía el extraño príncipe, empezó, que a los veintiocho subiría al trono e iniciaría la puesta en práctica de sus grandes proyectos de construcción, cuando, después de una violenta disputa con su padre, desapareció de palacio.
En vano lo buscan por todas partes, hasta que, de las confesiones de los criados, se deduce que, probablemente, ha huido y que un amigo suyo, un tal Hans Hermann von Katte, teniente de la Guardia Real, no es ajeno a su marcha.
El rey en persona, con su escolta, sale en persecución de los fugitivos, y es fácil adivinar la zozobra de la pobre reina mientras dura la caza.
La escolta regresa de Küstrin el veintisiete de agosto por la mañana, pero nadie puede, o quiere, dar noticias sobre el paradero del príncipe; por la tarde llega el rey.
La reina sale a su encuentro, angustiada, y aún caminan el uno hacia el otro cuando sus miradas se encuentran y el rey grita, colérico: ¡vuestro hijo ha muerto!
La reina se detiene, paralizada, las palabras de su esposo la consternan pero aún abriga una esperanza y balbucea: ¿cómo es posible?, ¿cómo es posible?, ¿acaso Su Majestad ha de ser asesino de su propio hijo?
Pero el rey ni se detiene ante su aterrorizada esposa y, al pasar por su lado, le ladra que ese canalla miserable no es hijo suyo sino un vil desertor que merece la muerte, y le ordena, furioso, que le entregue el cofre en el que guarda las cartas del príncipe.
El rey no pierde tiempo en abrir el cofre sino que lo rompe de dos puñetazos, agarra los papeles que contiene y se marcha hecho un basilisco.
En palacio todos se esconden, huyendo de su cólera, la reina acude junto a sus hijos, pero al poco aparece el rey y cuando los niños se acercan a besarle la mano los rechaza brutalmente y por poco no los pisa con sus botas mientras carga contra la princesa Federica, que está un poco apartada.
Sin decir palabra, el rey le golpea la cara con el puño por tres veces y la princesa se desploma sin sentido; si fraülein Sonnefeld no llega a sostenerla, hubiera podido abrirse la cabeza con el canto de un armario.
Pero el furor del rey no amaina, y la hubiera emprendido a puntapiés con la princesa, que estaba en el suelo, de no haberse interpuesto la reina y los niños con gritos y llanto para protegerla y recibido en sus cuerpos los golpes de las regias botas y del bastón.
La princesa Federica escribiría en sus Memorias que no tenía palabras para describir su desesperada situación; la cara abotargada y sanguínea del rey estaba violácea, la cólera le ahogaba, sus ojos parecían los de una fiera salvaje y echaba espuma por la boca; la reina gemía y agitaba los brazos como aletea un pájaro indefenso, los niños, abrazados a las rodillas del rey, sollozaban violentamente, hasta el pequeño, que no tenía más de tres años, y las dos damas de honor de la princesa, frau Von Kamecke y fraülein Sonnefeld, pálidas e inmóviles de consternación, no se atrevían ni a abrir la boca; y ella, la infeliz, que no había cometido otro delito que el de amar al príncipe más que a nada en el mundo y confesarlo en sus cartas, volvió en sí bañada en un sudor frío y temblando de pies a cabeza.
Y es que el rey no se limitó a golpear brutalmente a la princesa, sino que le lanzó terribles amenazas y la culpó de ser la causa de la destrucción de la casa real; con sus insidias, su inmoralidad y sus intrigas había sumido a la familia en la vergüenza y el infortunio, gritó, y lo pagaría con la cabeza; tampoco la reina se libró de sus iras, y como la cólera le había hecho olvidar que ya había declarado muerto al príncipe, ahora escupió a la cara de su esposa las blasfemias más monstruosas y le juró que enviaría a su hijo al cadalso, sí, al cadalso.
Parecía que nada podría contener sus maldiciones, su furor, sus amenazas y su sed de venganza cuando una voz temerosa anunció que el teniente Katte había sido conducido a palacio.
Esto serenó un poco al rey, mejor dicho, los que lo rodeaban advirtieron que desviaba de ellos su cólera, porque la sola mención de aquel apellido avivó las llamas de su odio, y la fiera que hasta ahora había rabiado dentro de su jaula salió afuera; iba a tener mucho trabajo el verdugo, lanzó a la reina y, con estas palabras, abandonó las habitaciones de los niños.
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