Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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El rey no pudo arrojarse de inmediato sobre la nueva presa, porque en su gabinete aguardaban los caballeros Von Grunkow y Mylius, a los que, con voz ronca y entre imprecaciones, dijo que debían interrogar a Katte pero que, cualquiera que fuera su confesión, debía servir para abrir un proceso contra su hijo; tras hacer un breve resumen de lo sucedido, declaró que el príncipe era no sólo un traidor a la patria sino un vil criminal y un desertor, un miserable gusano, un engendro, un monstruo que no merecía piedad.
En aquel momento fue introducido en el gabinete el teniente Von Katte, un hombre de veintiséis años, alto y bien parecido, de ojos grandes y, es de suponer, tez mortalmente pálida, que inmediatamente se arrojó a los pies del rey, el cual, abalanzándose sobre él con furia desatada, le arrancó del cuello la cruz de caballero de la Orden de San Juan y le dio de puntapiés y bastonazos hasta que le faltó la respiración y el teniente quedó inerte en el suelo; porque el rey de Prusia, que también era gran maestre de la Orden de San Juan, tenía derecho a despojar dé la cruz a alguien como ese Von Katte.
Volviendo al relato, se reanimó al teniente con un cubo de agua y unas bofetadas y se procedió al interrogatorio. Katte respondió a las preguntas con tanta sinceridad, fortaleza de espíritu y lealtad a su rey que con su actitud impresionó vivamente no sólo a sus interrogadores sino al mismo monarca.
El teniente reconoció estar enterado de los planes de fuga del príncipe y, puesto que lo amaba con toda la fuerza de su corazón, tenía el firme propósito de quebrantar el juramento de fidelidad al rey y seguirlo, pero ignoraba a qué corte pensaba huir el príncipe y no creía que la reina ni la princesa Federica estuvieran enteradas, ya que habían mantenido los planes en el más estricto secreto.
Después del interrogatorio, lo despojaron del uniforme, le dieron un taparrabo y, casi desnudo, lo llevaron por la ciudad hasta el cuerpo de guardia.
El consejo de guerra tenía que dictar sentencia, pero sus miembros permanentes no se atrevían a emitir veredicto en asunto tan delicado, por lo que eligieron por sorteo a doce oficiales para se encargaran de la ingrata tarea.
El conde Döhnoff y el conde Linger solicitaron al consejo de guerra una pena menos severa, pero los demás, vista la gravedad del caso, recomendaron aplicar al coronel Fritz -por orden del rey, no podía darse otro nombre al príncipe heredero- y al teniente Katte la pena de muerte.
Cuando se leyó a Katte la sentencia, éste, con voz serena, dijo que se encomendaba a la Providencia y acataba la voluntad de su rey, que nada malo había hecho, y que, si morir debía, sería por una causa desconocida pero sin duda noble.
Un tal coronel Schenk recibió la orden de conducir al condenado a la ciudadela de Küstrin, en la que también el príncipe heredero se hallaba preso.
Llegaron a las nueve de la mañana y el resto del día lo pasó Katte en compañía de un sacerdote, con el que habló de su vida de desenfreno con gran arrepentimiento y estuvo toda la noche en fervorosa oración.
Entretanto, en el patio de la ciudadela se levantaba el cadalso, y se nacía de manera que quedara a la altura de la celda en la que se encontraba el príncipe heredero; por orden expresa del rey se derribó el antepecho de la ventana y se amplió la abertura hasta ras del suelo y luego se tapó con una tela negra el hueco, por el que bastaba dar un paso para pasar de la celda al patíbulo.
Los ruidosos trabajos fueron ejecutados por nueve albañiles y diecisiete carpinteros, dirigidos por sus maestros, en presencia del príncipe, que debía de pensar que era su propia ejecución la que se preparaba.
A las siete menos seis minutos de la mañana, el capitán Löpel, comandante de la fortaleza, entró en la celda del príncipe para comunicarle que, por voluntad del rey, debía presenciar la decapitación de Katte; el capitán Löpel llevaba sobre el brazo una túnica marrón, y pidió al príncipe que se la pusiera.
Cuando el príncipe se hubo cambiado, fue retirada la tela negra del agujero de la pared y el príncipe pudo ver el nuevo cadalso, construido con gran pericia.
Transcurrieron tres interminables minutos, y su amigo, vestido con una túnica marrón idéntica a la suya, fue conducido hasta lo alto del tablado, entonces se ordenó al príncipe que se acercara a la abertura de la pared.
La similitud que ponía de manifiesto la vestidura causó en el príncipe un efecto tan devastador -especialmente, porque había sido idea de su padre-, que se hubiera arrojado al vacío de no haberlo sujetado los guardias que a partir de aquel momento no soltaron sus brazos; después no querría despojarse de la túnica y durante tres años la llevó día y noche, hasta que se cayó a pedazos.
Cuando lo sujetaron, el príncipe empezó a gemir, a gritar y a suplicar que aplazaran la ejecución por el amor de Dios, que él escribiría al rey, que juraba renunciar a todo, al trono y a la vida, si se perdonaba a Katte, no pedía más que poder escribir al rey suplicando clemencia.
Mientras él rogaba y sollozaba, fue leída la sentencia.
Después de las últimas palabras, Katte, también sujeto por los brazos, se acercó a él y se miraron en silencio un momento.
¡Dios mío, exclamó el príncipe, qué espantosa desgracia la que me envías! Mi querido y único amigo, yo soy culpable de tu muerte, yo, que con gusto moriría en tu lugar.
Tenían que sujetarlo, pero Katte, que le llamó mi querido príncipe, respondió con voz débil que mil vidas que tuviera las mil daría por él, pero ahora debía despedirse de este mundo de sombras, y con estas palabras se arrodilló debajo de la cuchilla.
Se le había concedido la gracia de que sus criados lo acompañaran en sus últimos momentos, pero cuando uno de ellos fue a vendarle los ojos, él apartó suavemente las manos trémulas que sostenían el pañuelo y, alzando los ojos al cielo, dijo: en tus manos encomiendo mi espíritu.
Los dos verdugos le inclinaron la cabeza bajo la guillotina, los dos criados retrocedieron y el príncipe se desmayó en brazos de los guardias.
Por orden del rey, el cadáver decapitado de Katte debía permanecer hasta la noche ante los ojos del príncipe.
Desde su lecho, el príncipe vio el torso desnudo, el cuello cercenado y, en el cesto, la ensangrentada cabeza.
Tiritando de fiebre y sollozando de horror, exhaló un grito tan penetrante que los centinelas que patrullaban por el adarve se pararon un momento, luego volvió a perder el conocimiento.
Acurrucado junto a la pared de la celda, el príncipe lloró durante dos semanas, sin apenas dormir, sólo de vez en cuando aceptaba un trago de agua pero rechazaba el alimento; al fin se secaron sus lágrimas, pero permaneció varios meses mudo y cuando empezó a hablar otra vez dijo que nunca se quitaría la túnica marrón, pero al fin la tela se gastó y entonces el dolor se le incrustó en la piel.
El cadáver del teniente Katte fue puesto en el féretro aquella misma noche y enterrado dentro de la muralla de la fortaleza.
Yo, furioso como estaba, debí de quedarme traspuesto, porque, cuando acabó la conversación telefónica, el silencio y la quietud de la habitación me hicieron despertar con sobresalto.
Después de colgar el teléfono, él debió de quedarse unos minutos sentado en la silla, pensativo, yo sólo percibía el silencio, la pausa durante la cual él repasaba y almacenaba lo oído y lo dicho, y por eso me parecía que lo que yo percibía no era su presencia sino su ausencia.
Y, después del sobresalto, debí de pasar del duermevela a un sueño más profundo del que me despertó él al empujarme y acostarse a mi lado debajo de la manta.
Fue acomodándose poco a poco, con cautela, para no despertarme, pero yo no cedía terreno, no ansiaba sentir la leve excitación de su proximidad y no le dejaba más sitio que el que se apropiaba, ni abría los ojos, me hacía el dormido.
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