Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Quizá, si le hubiera tomado la mano…

Porque entonces él gritó dos veces, como si tuviera que librarse de una angustia mortal, una asfixia, un dolor insoportable o de un placer delirante, la voz dolorida lo convulsionó agarrotándole el pecho y la garganta; gritaba su dolor al silencio de la habitación, y yo me quedé como fulminado, incapaz de moverme o socorrerlo, mirando estupefacto la lucha del cuerpo postrado de aquel hombre; en el fondo, yo sospechaba que fingía, que hacía teatro, su mano seguía colgando, tenía los ojos abiertos, vidriosos y sin vida y los pies flácidos.

Respiraba profundamente, su pecho temblaba y se convulsionaba lleno de aire, y el mismo temblor convulso le agitaba todo el cuerpo; vi que quería gritar otra vez, quizá a la tercera pudiera expulsar lo que se le había quedado dentro las otras dos y que amenazaba con partirle el corazón.

Quizá yo fuera incapaz de moverme porque era un cuadro muy bello.

Pero él no podía gritar porque no podía expulsar el aire, como si los alvéolos pulmonares hubieran chupado todo el oxígeno y, abotargados, fueran incapaces de cumplir su función; el cuerpo que se asfixiaba parecía querer levantarse, saltar, escapar, o quizá, simplemente, incorporarse, pero la falta de oxígeno lo había dejado sin fuerzas, y se debatía con simples movimientos reflejos, hasta que, por fin, el convulso esfuerzo de los músculos logró extraer de su garganta un sonido agudo y profundo a la vez, un quejido jadeante, entrecortado y desesperado que fue haciéndose más regular a medida que iba entrando el aire.

Temblando violentamente, sollozaba a gritos en mis brazos.

Nos sobran razones para ensalzar la sabia inventiva de nuestra lengua materna, que nos habla de dolores desgarradores, y es que la lengua lo sabe todo de nosotros, porque es verdad que una observación puede ser tajante, que el pelo se pone de punta y que el corazón se rompe: en estas frases hechas condensa la lengua miles de años de experiencia humana, y ella ha descubierto por nosotros lo que nosotros no sabemos o no queremos saber; con los dedos y con la palma de la mano que tenía en su espalda percibía yo que dentro de él, en las cavidades de su cuerpo, había algo que iba a estallar, como si las membranas de una mucosa se desgarraran.

Mis dedos y mi mano veían en la oscuridad viva de su cuerpo.

A cada espasmo, se repetían los sollozos, y siempre había algo más que quería salir.

Bajo las costras del tiempo se abrían las llagas de los años.

Incorporándose a medias, se apoyó en mí, que, sentado en el borde del sofá, lo abrazaba torpemente; tenía su frente en mi hombro, sus lágrimas calientes me resbalaban por el pecho, su nariz se me instaba en el hueco de la clavícula y sus labios viscosos de mocos y saliva se me pegaban a la piel; yo, naturalmente, le susurraba al oído toda clase de tonterías, quería tranquilizarlo, consolarlo hasta que comprendí que otro cuerpo no podría infundir ánimo a su cuerpo, que toda efusión amorosa contendría las fuerzas que pugnaban por salir, que él debía llorar, y le dije que llorara, y con mi voz y mi cuerpo magullado traté de ayudarle a llorar.

Qué ridicula, toda nuestra chachara intelectual.

Entonces comprendí por primera vez algo que ya sabía, que él, tras su fría reserva aparente, se aferraba a mí con todas sus fuerzas; en las breves pausas de su llanto, sus labios se pegaban a mi piel, y su dolor hacía que lo que quería ser beso fuera casi mordisco; por primera vez, sentí que no tenía casi nada que darle, y que por eso rechazaba su mano; algo que a él le pareció completamente natural, pero que a mí me impulsaba a intentar aún lo imposible.

Cuando se hubo tranquilizado un poco y fueron alargándose los intervalos de hipo infantil entre las crisis de llanto, parecía que sobre los hombros de su cuerpo de hombre tenía una cara de niño viejo.

Lo acosté y lo arropé, le enjugué las lágrimas y le limpié los mocos, no quería ver su cara en aquel estado; me senté en el borde del sofá, le tomé la mano, hice lo que corresponde al más fuerte y hasta disfruté un poco con aquella simulación de fuerza, después, cuando él se tranquilizó del todo, recogí toda la ropa esparcida por el suelo, me vestí y cerré la ventana.

Como un niño gravemente enfermo que siente la solícita presencia de la madre, él cerró los ojos y se durmió.

Yo me senté en su sillón, frente a su escritorio, a la luz del crepúsculo, vi mi pluma y los papeles en los que había empezado a escribir las notas sobre la obra; me quedé mirando por la ventana, y cuando él empezó a moverse y despertó había oscurecido del todo.

La estufa de cerámica había vuelto a caldear la habitación; los dos estábamos deprimidos y callados.

No encendí la luz, a tientas, busqué su cabeza y dije que, si quería, podíamos salir a pasear.

No le apetecía mucho, dijo, no sabía qué le había pasado, le gustaría acostarse, aunque, naturalmente, si yo quería, podíamos salir.

Esta ciudad, situada en el centro del bien cuidado parque de Europa, era -según su peregrina hipótesis que yo había ampliado con mis propias impresiones- más el curioso monumento de una destrucción irreparable que una ciudad auténtica y viva; una ruina conservada con un escalofriante sentido artístico en un parque romántico, porque una ciudad viva y verdadera nunca es sólo el fósil de un pasado no liquidado, sino una corriente impetuosa que discurre des de el pasado hacia el futuro saliéndose constantemente del cauce de la tradición, solidificándose durante décadas y siglos y volviendo a fluir, una sucesión de impulsos enérgicos cuajados en piedra, un movimiento continuo hacia una meta desconocida, y, sin embargo, uno está acostumbrado a ver, ya sea para condenarla o para elogiarla, en esta vitalidad desbordante, irresponsable y oportunista, destructiva y creativa, avariciosa y derrochadora, la esencia misma de una ciudad, su talante; pero esta ciudad o, por lo menos, la mitad que yo conocía, había perdido estas propiedades, que dan a la ciudad su erotismo particular, no las había conservado ni desarrollado, a lo sumo, las había remendado precariamente y esterilizado o, peor, había extinguido su pasado con vergüenza, se había convertido en una urbanización, un refugio, un abrigo, un enorme dormitorio, de manera que a las ocho de la noche ya estaba muerta, con las ventanas oscurecidas y, detrás de las cortinas cerradas, el resplandor azulado de los televisores, la luz de aquella pequeña ventana interior por la que sus habitantes podían mirar hacia un mundo más vivo, por encima del Muro; por lo que yo había podido observar, veían más los programas del otro lado que los de éste, con lo que se aislaban del escenario de su vida real del mismo modo en que trataba de aislarse Melchior; por razones perfectamente comprensibles, preferían atisbar hacia aquel mundo extraño e irreal del otro lado que los hacía vibrar, que contemplarse a sí mismos.

Y cuando nosotros, a esa hora, más tarde o, incluso, en plena noche, descendíamos de nuestro palomar del quinto piso a las calles desiertas, el eco de nuestros pasos nos hacía percibir aquella soledad disociada de todo y de todos y nuestra mutua interdependencia, con más intensidad que allá arriba, donde, detrás de la puerta cerrada, podíamos tener la ilusión de vivir en una ciudad y no en lo alto de una montaña de ladrillos declarada monumento de guerra.

Algunos mamíferos superiores, como los gatos, los zorros, los perros o los lobos marcan con su orina y excrementos el territorio que reivindican, defienden y consideran dominio propio; otras especies inferiores y menos agresivas -topos, ratones, hormigas, ratas, escarabajos y lagartos- se mueven por corredores conocidos: nosotros, a semejanza de estos últimos, condicionados por nuestro bagaje cultural, el respeto a la tradición y una educación burguesa y movidos por una refinada sensibilidad, elegíamos, como por imperativo biológico, con el gusto un tanto estragado de intelectuales fin de siècle fascinados por una estética decadente, el ideal de la belleza de las flores del mal, los parajes de la ciudad que parecían más indicados para el típico paseo.

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