Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Una persona a la que se limita la libertad de movimientos se sentirá impulsada, a fin de preservar por lo menos una apariencia de libertad personal, a ponerse a sí misma límites dentro de esos límites.
En nuestros paseos nocturnos, ni por casualidad nos acercábamos a los barrios nuevos, en los que hubiéramos encontrado sólo la brutal realidad de un triste desierto, la plasmación arquitectónica de una árida ideología enemiga de todo individualismo, que contempla al ser humano como una bestia de carga y, para proveer a sus necesidades básicas de descansar, procrear y cuidar de la prole, lo mete en cajones de cemento; ¡por ahí, no!, con esta consigna elegíamos siempre las calles en la que aún hubiera algo que ver, sentir y oler de una cierta individualidad, por maltrecha, degradada, remendada y tiznada que estuviera.
Hubiera podido decirse que nos movíamos entre los bastidores de una tragedia de la personalidad que se desarrollaba a escala europea y que, en definitiva, sólo podíamos escoger entre lo malo y lo peor, y en esto consistía nuestra aparente libertad.
Ibamos por Prenzlauer Allee, que de tal «allee», o avenida, no conservaba más que el nombre y por la que, de tarde en tarde, pasaba retumbando un tranvía vacío, o un Trabant que exhalaba venenosas nubecitas de gas por el tubo de escape de su motor de dos tiempos, y, al cabo de una buena media hora de camino, después de rodear un solar del tamaño de un bloque de casas abierto por las bombas e invadido por la maleza, podíamos torcer por Ostseestrasse o, mejor, un poco más allá, por Pistoriusstrasse y, después de dejar atrás el viejo cementerio parroquial llamado todavía de San Jorge, al cabo de otros veinte minutos, por una serie de tortuosas callejuelas, llegábamos al Weissensee, el lago Blanco.
El pequeño lago, en cuyas oscuras aguas perezosos cisnes de plumaje sucio nadaban durante el día y ágiles patos negros buceaban en busca de los trozos de pan que les echaba la gente, está rodeado de unos cuantos árboles, restos de un antiguo parque, en el que antes se levantaba un palacio de verano y ahora hay un edificio sin pretensiones que alberga una cervecería.
Aquel domingo por la noche dimos el paseo más corto y torcimos hacia Dimitroffstrasse por Kollwitzstrasse, antes Weissenburgerstrasse, en la que, en mi novela, cada vez más complicada, situaba yo la casa de aquel joven que había llegado a Berlín en el último decenio del siglo pasado y del que, por los relatos de Melchior, suponía que se parecía un poco a mí.
Melchior no sospechaba, naturalmente, que a su lado yo vivía una doble vida o, mejor, una vida múltiple: aparentemente, también a mí me gustaba este itinerario, porque se prestaba al plácido paseo y, después de caminar apenas diez minutos por la ancha Dimitroffstrasse, podías perderte por los estrechos senderos que serpenteaban entre los árboles del parque Friedrich, donde mi fantasía me mostraba secretamente escenas dramáticas entre las densas sombras de los árboles.
Era otoño, oscurecía temprano, las horas interminables pasadas a la luz artificial de la sala de ensayos, los paseos del anochecer con Thea por el campo y las veladas y las noches con Melchior en la ciudad consumían mi tiempo en apretada sucesión, eran días muy agitados; a veces, estando con Melchior, me sorprendía a mí mismo pensando en Thea, y viceversa, sentado tranquilamente con Thea en la fría hierba de la orilla de un lago, añoraba a Melchior tan intensamente que mi imaginación parecía traérmelo en carne y hueso; ambos giraban lentamente, ajenos el uno al otro, uniéndose y separándose en un mundo desconocido e inimaginable, en el que me encontraba tan aislado de mi pasado como de mi futuro, lo que no podía dejar de considerar una bendición.
Por lo demás, cuando, por fin, a las tres de la tarde, termina uno un ensayo teatral, ya tome en él parte activa o sea simple espectador; y sale a una calle sin importancia, cuyo nombre no importa, con sol o con nubes, con viento o con lluvia, y se encuentra, entre casas de verdad, habitadas por personas de verdad, en una acera transitada por seres humanos de la más diversa catadura y condición, guapos o feos, alegres o tristes, viejos o jóvenes, elegantes o desastrados, que van a sus quehaceres con la diligencia y la decisión que nacen de una profunda convicción, atentos al tictac del tiempo, con sus bolsos, sus redes de la compra, sus carteras y sus paquetes, que entran y salen, que conducen sus coches, que se apean y andan por la acera, que compran y venden, que se saludan con una alegría fingida o sincera, para despedirse enseguida con indiferencia, con irritación o, quizá, con un suspiro de dolor, que, en el tenderete callejero, untan de mostaza la salchicha que cruje, jugosa, entre los dientes, mientras gorriones atrevidos y palomas de plumas esponjadas acechan las migas, y los tranvías circulan repletos de más gente, y los camiones zumban y se bambolean bajo el peso de una carga heterogénea y misteriosa, entonces resulta todo tan inquietante e irreal como si esta escena no fuera la auténtica y verdadera; porque aquí, en la calle, el movimiento, la belleza, la fealdad, la felicidad o la indiferencia no son símbolo ni plasmación de un proceso íntegro y coherente, generado por sentimientos con los que uno pueda identificarse, son irreales precisamente porque no pueden ser conscientes de la propia realidad; el apresurado transeúnte, ya sea un eminente profesor de psicología, un peón de albañil o una prostituta en busca de cliente, ajusta al entorno su expresión facial y sus movimientos con la precisión y naturalidad del actor profesional, es decir, que, por un lado, se neutraliza a sí mismo y asume la personalidad que en la calle le corresponde, sigue escrupulosamente las reglas que rigen el comportamiento social y, por otro, tomando en consideración la luz y la temperatura, vigila su ritmo corporal supeditándolo a la cadencia de la circulación, y presta atención al tiempo, su tiempo, naturalmente: apenas un instante; circunstancias de carácter general y principios consensuados regulan, durante el breve instante de su paso por esta existencia común, todo lo que él hace o deja de hacer, porque él no hace lo que hace en el contexto de su vida completa, como ocurre en el escenario, donde, según las reglas de la tragedia o de la comedia, en el movimiento más pequeño se refleja, y debe reflejarse, toda la vida, nacimiento y muerte; y puesto que, probablemente, el tiempo también es perspectiva, en la calle el hombre sólo tiene de sí mismo una visión muy limitada e inmediata, y por ello el mundo real es tan irreal para el que sale a la calle con la mirada acostumbrada a la perspectiva más amplia o por lo menos más universal del teatro.
Entonces Thea, con el chaquetón de esponjosa lana roja desabrochado, cruzaba la calle andando deprisa hacia su coche y, con las llaves en la mano, me hacía un ademán interrogativo e imperioso; la interrogación encerraba una invitación, y el imperativo, el mensaje de que teníamos cosas que hacer ella y yo y debía abreviar las despedidas, aunque sabía que yo casi siempre estaba a su disposición.
Solíamos llevar a frau Kühnert a su casa de la Steffelbauerstrasse, aunque a veces también la dejábamos plantada en la puerta del teatro.
Cuando una persona, sola o en compañía de otras personas, sale a la calle por la puerta del escenario de un teatro a las tres de la tarde y se encuentra sumida repentinamente en aquel absurdo estado de irrealidad, y además hay demasiada luz en la calle, se le ofrecen dos posibilidades: o bien echa a andar inmediatamente por este mundo lastimosamente limitado y gris pero que ofrece perspectivas más tangibles y tiempos mensurables, y, sin pararse a cavilar sobre la relación entre las apariencias y la realidad, como sería su obligación, toma un bocado rápido, aunque no tiene hambre; bebe algo, aunque no tiene sed; hace la compra, aunque no necesita nada, y, mientras se concentra en sus funciones vitales fundamentales y su deseo de adquisición, se sitúa dentro del estrecho horizonte de la vida real, con perspectivas tan limitadas hacia el exterior como hacia el interior, o bien trata de proteger y defender su alienación del llamado mundo real, escapando de la cruel y restrictiva escena del tiempo, aunque no sepa adónde.
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