Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Estas cosas no dejaban de tener secuelas, pero al parecer eran secuelas que la amistad entre las dos mujeres podía resistir.

En el fondo, yo no tenía razones para dudar de lo que frau Kühnert me había dicho de Thea, ya que ella la conocía desde hacía más tiempo, más íntimamente y desde una perspectiva más personal que yo; aunque no mejor, ya que ella la conocía sólo como una mujer puede conocer a otra mujer, y aquellos pequeños impulsos ocultos, aquellos matices secretos de los movimientos, las palabras y los gestos de Thea que estaban destinados exclusivamente a los hombres, ella sólo podía percibirlos como una observadora externa, mientras que yo los sentía, como iniciado, incluso como instrumento y como víctima, en mi propio cuerpo, así pues, la perspectiva desde la que veíamos a Tea era totalmente distinta; por otra parte, ya empezaba a conocer a frau Kühnert lo suficiente como para saber orientarme entre las trampas de sus intenciones y percibir el plan y el objeto de sus exageraciones. Por ejemplo, yo comprendía por qué siempre aumentaba el número de años: ni la diferencia de edad entre Thea y Melchior era de veinte años, ni hacía veinte años que ella conocía a Thea, sino que tanto en un caso como en el otro los años eran sólo diez, pequeña exageración que, por otra parte, no me hacía dudar de la veracidad de sus confidencias, porque exageración y exactitud, indiscreción y mentira eran instrumentos tácticos de una estrategia sentimental formidable y arrebatada.

Posiblemente, su supersticiosa insistencia en esta cifra mágica no se debía a una refinada perfidia femenina, no parecía empeñarse tanto en doblar los años porque ella, que era un poco más joven pero mucho menos interesante que Thea, simplemente quisiera insinuar la verdadera edad de la rival, sino que se empeñaba en ponerle años por la misma razón por la que se había mostrado tan implacablemente sincera conmigo en lo que se refería a su histerismo profesional; aquellas ruines revelaciones con las que traicionaba desvergonzadamente su amistad no tenían otro objeto que el de mantenerme apartado de Thea, con razones biológicas, estéticas y éticas.

He de reconocer que, si bien no di gran importancia ni pensé mucho en estas revelaciones, en cierta medida neutralizaron mi interés y trocaron mi papel de sujeto sentimentalmente interesado por el más inocuo de observador imparcial; frau Kühnert se interpuso entre nosotros, en el momento crucial en que nuestra mutua atracción hubiera podido hacernos converger, pero con el monólogo de sus celos aparentemente inocente, se aventuraba en terreno enemigo, lugar en el que, según las reglas que rigen la estrategia del amor entre hombres y mujeres, no se le había perdido nada.

Con mano firme, con una calma casi mítica, Thea rechazó la incursión.

No escapaba a su atención ni uno solo de los ataques soterrados de frau Kühnert, ni de los trucos de diplomacia sentimental ensayados en secreto, Thea estaba siempre en guardia, como lo había estado ya aquella tarde tormentosa de finales de octubre, cuando frau Kühnert me acorraló en un rincón del pasillo de los camerinos para susurrarme agitadamente aquel monólogo, psicológicamente fascinador y objetivamente impecable, acerca de la creación de un personaje y la necesidad de mantener distancias, y Thea salió del camerino y vino rápidamente hacia nosotros; le bastó ver la acalorada cara de su amiga para saber no ya lo sucedido, sino también lo que tenía que hacer; utilizando inmediatamente su omnisciencia y su omnipotencia sobre la otra, me tomó de la mano y diciendo: «Ya has cotilleado bastante», rozó con los labios la mejilla de su amiga, con un beso fugaz, porque ella siempre tenía prisa, tenía que correr, que volar, conmigo, evidentemente me liberó de mi comprometida situación y me arrastró literalmente hacia la puerta, con lo que frau Kühnert debió de sentirse descubierta y castigada y, después de aquel beso recibido y no recibido, quedó escandalizada y físicamente hundida, como quien acaba de recibir una puñalada en el corazón, casi me pareció ver cómo le sangraba el pecho.

El impulso de su triunfal salida llevó a Thea hasta el otro lado de la calle, pero cuando subimos al coche pude darme cuenta de que la escena la había puesto de mal humor.

Hasta después de un buen rato, cuando ya nos habíamos apeado del coche, no habló; no recuerdo en qué dirección salimos de la ciudad: lo mismo que cuando iba con Melchior, yo me dejaba llevar, por ello cada rasgo de su cara y cada uno de sus movimientos formaban parte del paisaje desconocido que me impresionaba con la fuerza de la novedad; rodábamos a todo gas por una carretera casi vacía cuando, inesperadamente, nos desviamos por una pista de tierra que se adentraba por un terreno llano como un plato, salpicado de bosquecillos y lagos y surcado de canales y otros cursos de agua, bajo la redonda bóveda del firmamento; el coche se bamboleaba, saltaba, se estremecía y, en una suave subida, empezó a toser; ella dejó de dar gas, esperó a que el motor se parara y puso el freno de mano.

Al fin y al cabo, una vez fuera de la ciudad, lo mismo daba un sitio que otro.

Era una de esas elevaciones engañosas, de perfil suave -te parece que no ha de costarte mucho subir, pero llegas arriba sin respiración-, el sendero que ascendía desde la pista era estrecho y duro y daba la impresión de que en lo alto de la cuesta desaparecía en el firmamento invitándote a seguirlo, y el pie no podía resistirse; ella, con as manos hundidas en los oblicuos bolsillos del chaquetón, subía delante, despacio, pensativa, mientras yo me preguntaba cómo se forman y quién abre con sus pisadas estos pequeños senderos.

Como si sirviera de algo cavilar sobre la manera en que el hombre envuelve el mundo en la red de sus misteriosos fines, para después quedar prendido él en la red que otros han tendido antes.

El sol, en el ocaso, asomaba fugazmente tras unos nubarrones alargados y oscuros, en un cielo con fulgores amarillos, azules y púrpuras, el viento soplaba con fuerza, pero en aquel llano no encontraba más asidero que nosotros, y el paisaje estaba mudo.

De vez en cuando se oía la voz de un pájaro, pasaban sombras largas y difuminadas y se encendían destellos de sol, como frías llamaradas.

En el aire transparente de la llanura, la mirada distinguía las formas lejanas con nitidez, y el cuerpo agradecía el frío del ambiente que lo vigorizaba y estimulaba a moverse.

Esto sólo se siente en las llanuras del norte, donde el paisaje es ancho y el aire cristalino extrae del cuerpo su calor haciéndole sentir la energía que este calor encierra y dándole dinamismo.

Ella se paró, y yo me quedé a varios pasos de distancia porque hubiera sido una impertinencia acercarse demasiado en esta inmensidad, y tampoco ella esperó a que yo llegara a su lado para mirarme a los ojos un momento, como si quisiera cerciorarse de algo y decir que no había que enfadarse con Sieglinde, que era una buena muchacha y tenía razón en todo.

Cuando llegamos a lo alto de la suave cuesta, la serena hermosura que se extendía ante nosotros tenía una majestad tan esplendorosa que las palabras sólo hubieran servido para empañarla.

Desde allí el sendero bajaba en pendiente más pronunciada, la leve comba del suelo parecía ceder bajo el peso de su derisa masa y el terreno se hundía bruscamente en un repliegue que abrigaba un pequeño estanque en el que centelleaba la luz, más allá, se extendía la franja pálida de un barbecho y, cerrando el horizonte, un bosque claro al que la silueta redonda de unos arbustos dispersos daba serena intimidad.

Estuvimos un rato en aquel otero, alto sólo en apariencia, en la actitud habitual del paseante ocioso, abstraídos en la contemplación de la naturaleza que se extendía ante nuestros ojos, sobre la que las personas tienden a la grandilocuencia: ¡aquello era tan hermoso, tan increíblemente hermoso, que me parecía que no iba a poder moverme, que tendría que quedarme allí hasta el último momento de mi vida!, lo cual hay que admitir que no es sino el resignado reconocimiento de que, por mucho que nos guste la naturaleza, no sabemos qué hacer con ella, no podemos identificarnos, lo deseamos, pero no podernos, es demasiado grande, demasiado distante, o nosotros somos muy extraños a ella, quizá también demasiado vitales, y es posible que hasta el momento de nuestra muerte, cuando tengamos que abandonarla no encontremos un nuevo punto de vista, que tal vez sea el definitivo, aunque quizá ya sea tarde, ya que por sí sola, sin nosotros, también ella perecería; cuando descendimos a ras del lago y nos situamos a ese nivel desde el que todo parece más normal y corriente y el panorama deja de tener esa belleza solitaria y sobrecogedora, ella se paró y se volvió a mirarme.

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