Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Estos pensamientos me ocupaban mientras él hacía sus preparativos en silencio, acercaba la mesita a la cama haciéndola rodar sobre la alfombra, sigiloso como un gato, procurando que el servicio no vibrara desagradablemente sobre el cristal, y yo observaba muy complacido su pericia, tan refinada que daba impresión de naturalidad; sirvió el té, que gorgoteó humeante, me preguntó si lo tomaba con leche, y del pico de la tetera no cayó al mantel ni una gota de líquido, yo le respondí que no lo sabía, pero el desenfado de mi respuesta no lo azoró, la escuchó en silencio, dando a entender que la decisión no era de su incumbencia sino única y exclusivamente asunto mío, es decir que él aprobaría sin reservas lo que yo decidiera, pero no había sumisión ni indiferencia en su actitud, sino simplemente buena disposición para servirme, una actitud servicial y neutra al mismo tiempo, con la que satisfaría todos mis deseos viables y comprendería los caprichos irrealizables; con sus dedos gruesos retiró la servilleta que cubría el cesto de los panecillos y un segundo después de que me presentara la taza de té y el azucarero con las pinzas había desaparecido, no sé cómo, ni siquiera oí sus pasos, seguramente supuso que no lo necesitaría.
Pero en aquel momento, a nadie necesitaba yo tanto como a él. Cuando, después de tomar el primer sorbo de té caliente, miré por encima del borde de la taza, él había vuelto a entrar, trayendo un cesto de leña y se arrodilló delante de la estufa de cerámica blanca, procurando no darme la espalda mientras limpiaba el hogar y encendía el fuego, manteniéndose siempre de perfil: se había retirado discretamente pero permanecía atento a mis órdenes con un lado de su cuerpo.
Los panecillos estaban calientes y fragantes, relucían gotas de agua en las bolitas de la mantequilla colocadas sobre hojas de fresa, y cuando golpeé ligeramente la mesa con el codo, vi tremolar la translúcida mermelada de frambuesa moteada de semillas.
Si mi niñez no estuviera lastrada de recuerdos tan dolorosos y lúgubres, ni fuera tan fría y distante la figura de mi madre, hubiera podido imaginar que esta escena evocaba una lejana sensación de seguridad: los apetitosos panecillos, el aromático té, la dorada mantequilla, la trémula mermelada, el buen orden del mundo que nos hace creer que, por horribles que sean nuestros sueños, este mundo del que nosotros nos sentimos el centro, sentados en una cama que ha calentado nuestro cuerpo, no sólo está gobernado con absoluta seguridad por unas leyes inmutables, sino que pone todo su empeño y energía en satisfacer nuestras necesidades y halagar nuestra sensibilidad, y hasta caldea nuestra habitación con los árboles del bosque; por lo tanto, no hay lugar para la ansiedad, la depresión ni la angustia; pero, en realidad, quizá porque yo las había padecido ya de niño, no podía menos que ser consciente de la fragilidad de este orden, su falsedad y su deficiencia; después, mi apasionada búsqueda de la verdad me había impulsado a asociarme a personas que no sólo estaban dispuestas a rasgar las envolturas de las falsas apariencias, sino que luchaba por poner fin a la hipocresía y crear una seguridad auténtica y fundamental, aun a costa de la destrucción de este falso orden, sin reparar en las víctimas, para construir sobre las ruinas un mundo verdadero, fiel a su esencia interior, por lo que puedo afirmar que aquella mañana, mientras mis ojos, mi lengua y mis oídos se recreaban con el orden ya caduco, mi razón observaba mi infantil complacencia desde una gran distancia y, de pronto, me sentí viejo.
¡Qué lejos estaba este blanco dormitorio bañado en la luz de la mañana, de la sombría habitación de mis años de juventud, pasados en la secreta compañía de Claus Diestenweg, pensando en la construcción del orden nuevo y la destrucción del viejo y aborrecido sistema, y qué cerca parecía de las habitaciones de una niñez nunca vivida de una forma tan pura!
En efecto, a veces basta un pasajero cambio de humor para que se altere en nosotros el curso del tiempo.
Como si el hombre que, un poco desengañado y ligeramente trastornado todavía por los sueños, ahora tomaba el té tranquilamente en la cama, no tuviera tras de sí tres etapas sucesivas de una misma vida, sino las vidas de tres personas distintas.
Una voluta de humo salió por la boca de la estufa, las llamas prendieron y se reflejaron en la cara del muchacho y parecieron encender su pelo rojo.
El humo le hizo parpadear, se enjugó las lágrimas y durante un momento miró fijamente las ya limpias llamas.
– ¿Cómo te llamas? -le pregunté en voz baja.
– Hans -respondió y, olvidando su servicial actitud, no se volvió hacia mí.
– ¿Y de apellido?
Yo me alegraba de que existiera todavía el concepto de servidumbre, aunque al recordar mi otra vida me avergonzaba de mi alegría.
– Me llamo Baader, señor -dijo con su voz de antes, y una voz y la otra no se parecían en nada.
– ¿Cuántos años tienes?
– Dieciocho, señor.
– Felicítame, Hans. Hoy cumplo treinta años.
Él se levantó instintivamente.
Sonrió, sus bellos ojos almendrados desaparecieron tras la capa de grasa infantil de las mejillas, sobre los dientes grandes y voraces brilló la encía colorada, casi como carne viva, que en los pelirrojos tan llamativamente contrasta con el color de la piel y armoniza con el del cabello; levantó el brazo con un ademán de familiaridad, como si fuera a dar una cariñosa palmada a un amigo de su misma edad, al darse cuenta de lo impropio del movimiento se sonrojó y, al notar que se ponía colorado, se le encendió aún más la cara y se quedó mudo.
– Hoy es mi cumpleaños.
– De haberlo sabido, herr Thoenissen, la dirección se hubiera honrado en felicitarle; por lo menos, permítame a mí ofrecerle el testimonio de mis mejores deseos -dijo finalmente, y sonrió, pero su sonsa no era para mí sino para sí mismo, por haber conseguido salir airoso de su comprometida situación.
Hubo otro silencio.
Y cuando, tras aquel silencio incómodo, le di las gracias, algo sucedió entre nosotros, algo que yo presentía, esperaba y había provocado, porque lo que yo le agradecía no era su ceremoniosa y cursi felicitación sino que poseyera una perfección física que me conmovía.
Él se quedó callado un momento, yo estaba quieto, él bajó la cabeza con desvalimiento, yo seguí mirándole.
Y cuando, después, me preguntó si quería que trajera el agua, yo asentí.
Aquí estaba la línea divisoria: al otro lado, el reino prohibido en el que yo no hubiera debido desear poner los pies, pero entre nosotros algo había concluido, la intimidad del momento se había desvanecido inmediatamente, y es que a partir de aquí no podía haber comunión yo seguía siendo el amo, también el amo de la situación, un amo un poco lastimoso, ridículo y solitario, pero él era el criado y, por lo tanto, él debía ser el prudente y precavido y, probablemente, también el que sentía tanto asco como compasión, sentimientos contradictorios que estorbaban el libre juego de la intimidad; así pues, aquello era un experimento, yo había querido excitar en él algo que era ajeno a nuestros respectivos papeles, pero, a causa de mi superioridad, nada podía perder con el experimento, que era vergonzosamente desequilibrado, pero me fue imposible resistir la tentación, gocé tanto de mi superioridad como de su indefensión, y él tuvo que aceptar esta indefensión porque se la imponía su papel de criado, es más, humillándolo a él yo me humillaba a mí mismo y gozaba de mi propia humillación; por otra parte, las circunstancias prácticamente lo pusieron en mis manos, y nuestra pequeña historia continuó casi sin mi intervención, por su propio impulso.
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