Péter Nádas - Libro del recuerdo
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“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic
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Salíamos de la ciudad a todo gas, zumbando, echando humo y petardeando.
Si la víspera de mi marcha definitiva de Berlín no hubiera destruido todas mis notas de los ensayos, aún podría seguir en ellas, casi día a día, los cambios que observaba en Thea; últimamente estaba más callada, seria y reservada; habitualmente, viajábamos sin hablar.
En mi decisión de destruir las notas, que quemé en la estufa de cerámica de Melchior, influyó no poco frau Kühnert que, al observar cómo se estrechaban mis relaciones con Thea, me atacaba con el furor de los celos mal reprimidos y la falsa abnegación de quien se resigna a lo inevitable, tratando de convencerme de que lo que yo observaba en Thea como un cambio singular y apasionante no significaba absolutamente nada, que estaba harta de verlo y que era una suerte que yo no me diera cuenta de que no era más que un instrumento en manos de Thea, un medio para conseguir un fin, que me utilizaría y luego me desecharía; menos mal, dijo, que así la descargaba a ella de ciertas tareas actuando en su lugar; hacía veinte años que conocía a Thea, hacía veinte años que seguía su vida paso a paso y podía decirme, con la exactitud de un horario de trenes, el día, la hora y el minuto en que haría cada cosa, y si no viera lo mucho que Thea se había encariñado conmigo últimamente, no me hablaría con tanta franqueza.
Al primer ensayo se presentaba siempre concentrada, seria e inaccesible, se explayó la mujer, ufanándose de su gran conocimiento de Thea; no era lo que se dice una belleza, pero yo ya la conocía, podía resultar muy sugestiva, aunque, entre nosotros, no entendía cómo lo conseguía, se hacía algo en el pelo, lo teñía, lo cortaba o se lo soltaba; no hablaba con nadie, ni siquiera con ella, pasaba hasta el último minuto libre con Arno, del que había vuelto a enamorarse como en su juventud, se iba corriendo a casa nada más terminar el ensayo, se lo llevaba de excursión, algo que a él, escalador profesional, debía de fastidiarle bastante, guisaba, pintaba la casa, limpiaba y cosía, hasta que, hacia el final de la segunda semana de ensayos o comienzo de la tercera, al salir del teatro, la llamaba agitando una mano lo mismo que ahora y se la llevaba por ahí en el coche, entraban en un bar, se emborrachaba y se comportaba como un indeseable, buscaba pelea, cantaba, eructaba, insultaba a los camareros, se peaba y vomitaba, lo había hecho muchas veces, ya tendría ocasión de verlo yo también, y había que sacarla de los peores tugurios imaginables para llevarla a casa, y al día siguiente avisaba al teatro de que estaba en las últimas, que no contaran con ella, que lo sentía mucho, pero que el médico había dicho que tardaría meses en recuperarse, o que sufría una crisis nerviosa, una úlcera de estómago, una grave enfermedad, no, no daría detalles, era algo muy íntimo, cosas de mujeres, probablemente un tumor en la matriz, porque perdía mucha sangre, o un cólico nefrítico, o bien se presentaba en el teatro haciendo de tripas corazón para luego sufrir una crisis de llanto en pleno ensayo y decir que devolvía el papel; naturalmente, entonces había que rogar y suplicar, decir que era insustituible, consolarla, convencerla, y entonces caía en una profunda depresión, y aquí se ponía seria la cosa, porque era incapaz de levantarse y de vestirse, iba desgreñada, se cortaba las uñas de las manos y de los pies ella misma y le remordía la conciencia porque había vuelto a fallar a los compañeros, los queridos y excelentes compañeros, y lo agradecida que estaba de poder trabajar con un director tan extraordinario como Langerhans, que era capaz de conseguir que ella lo diera todo, absolutamente todo.
Entonces es la cortesía personificada, se desvive por los demás, compra regalos, quiere tener un hijo, se aburre mortalmente con Arno, que se pasa el día encerrado entre las cuatro paredes de aquel triste apartamento, cuando su mundo son las cumbres de las montañas, le gustaría poder comprarle por lo menos una casita con jardín, lo siente mucho, pero la hace muy desgraciada tener que vivir con un desgraciado, y ella, frau Kühnert, tenía que meterla en el coche cada tarde casi a la fuerza, para que se fuera a su casa, y por la noche tenía función, al salir no se iba a casa sino que andaba pendoneando con cualquiera hasta el amanecer y luego se acostaba con el cualquiera y se enamoraba de él, y quería divorciarse porque así no podía vivir, hablaba por los codos, se hacía de rogar, y quería seducir a todo el mundo sin excepción, ya fuera hombre o mujer, y a todo el que no respondía a sus encantos, quizá porque también tenía que luchar con las dificultades de su papel, le tomaba antipatía, lo mortificaba, ensayaba mal con él adrede, lo ponía en evidencia, pero también los demás la aborrecían, mortificaban y ponían en evidencia, no fuera yo a creerme que este proceso que se repetía periódicamente fuera exclusivo de Thea, todos se parecían, aquello era un manicomio, pero ahora estábamos en una fase -por eso decía que no podía hablarse de cambio- en la que Thea tenía que concentrarse, se acercaba la noche del estreno, poco a poco reducía gas, empezaba a darse cuenta de que volvía a estar sola, de que nadie la ayudaría ni podría ayudarla, mejor dicho, que estos apasionados sentimientos sólo están permitidos en el escenario, porque si ella se dejara dominar por sentimientos de semejante intensidad en su vida personal, estaría perdida; ¡oh, no!, Thea no era tan franca y espontánea como yo suponía, ella se administraba con mucha economía y, a la postre, no le interesaba nada más que aquello que pasaba en el escenario y cómo lo resolvía ella y, si le permitía que me diera un consejo, no debía creer que en Thea pudiera producirse cambio alguno, más que en la medida en que cada nuevo papel le ofrecía una nueva forma de expresar sus apasionados sentimientos, que el número de variaciones era infinito, pero que ella misma no existía, que por más que lo intentara nunca podría ver a la verdadera Thea, ahora, por ejemplo, no la veía a ella sino sólo la diferencia, esa nítida divisoria o lo que fuera que la separaba de la mujer fría y calculadora que, frente al cadáver de su suegro, no desea sino ser reina, algo que una persona normal nunca haría, pero lo que hacía a Thea singular era que siempre conseguía encontrarse a sí misma en papeles que en realidad no le iban, precisamente porque ella no era nada, y que si yo quería ayudarla realmente, no debía olvidarlo.
Pero yo no tenía intención de ayudar a Thea, probablemente, frau Kühnert se había dejado engañar por mis atenciones, mi cortesía y mi servicial deferencia, que en realidad nacían de una curiosidad apasionada, a mí me halagaba que también Thea demostrara interés por mí, pero, de querer ayudar a alguien, sería a Melchior, y por ello tenía la sensación de ser yo el que estaba utilizando a Thea y no a la inversa; frau Kühnert no podía desanimarme ni ofenderme, porque yo, con la sangre fría del delincuente profesional que prepara un gran golpe, no esperaba sino el momento más propicio para realizar mis fines, contando con que su carácter contribuyera a crear las circunstancias más favorables.
A pesar de todo, tuvo que transcurrir algún tiempo hasta que empecé a adivinar cuándo llevaríamos a frau Kühnert a la salida y cuándo la dejaríamos abandonada en la puerta del teatro; Thea nunca decía adonde íbamos, como si no lo supiera o como si fuera tan evidente que no tenía por qué molestarse en dar explicaciones, lo importante era marcharse de allí, a cualquier sitio, sola, mejor dicho, conmigo, lo que para ella venía a ser otra forma de soledad, y cuando, por ejemplo, tomábamos la dirección de la fosa de Müggelheim, el castillo de Köpenick, el parque natural situado al sur de Grünau o Rahnsdorf, siempre dejábamos a frau Kühnert en la Steffelbauerstrasse, que nos pillaba de camino, pero también era posible que Thea eligiera estos puntos de destino a fin de acompañar a casa a su amiga, por lo que el motivo de la elección sería el deseo de hacerle un favor; pero cuando salíamos de la ciudad hacia el norte, en dirección a Potsdam, por la carretera que seguía el apacible curso del Havel, o por el este hacia Strausberg o Seefeld, la dejábamos en tierra, y Thea se despedía con un simple ademán, y a veces ni eso, y frau Kühnert, ocultando los celos y la mortificación bajo una aparente indiferencia, no se daba por enterada y Thea hacía como si aquello fuera lo más natural del mundo.
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