Péter Nádas - Libro del recuerdo

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“Una de las novelas más importantes de nuestro tiempo” – The Times Literary Supplement
“El libro que usted estaba esperando desde que leyó ‘En busca del tiempo perdido’ o ‘La montaña mágica’ – The New Republic

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Yo no había comprendido, o no quería comprender, que lo que yo vivía no era real; aunque las señales estaban ante mis ojos, en cada gesto de Thea, y también dentro de mí, no era capaz de reconocerlas, pero tampoco me atrevía a llamar realidad a aquella experiencia.

Yo era producto de mi tiempo, estaba contagiado de las ideas de la época, al igual que todos, ansiaba descubrir al fin la realidad verdadera, no falseada, en la que está todo lo que es único y personal pero no es en sí única ni personal; había teorías, artículos de prensa y discursos de personajes públicos que se referían a una realidad que había que conquistar, por la que había que luchar, y yo tenía vivos remordimientos porque hacia dondequiera que mirara sólo veía mi propia verdad; la verdad ideal, absoluta y perfecta no aparecía por ninguna parte, y yo tenía la sensación de que mi verdad, por fastidiosa, cruel o placentera y, por lo tanto, sólida y completa que pudiera parecerme, era un espejismo.

Curiosamente, yo sentía y sabía exactamente qué era lo que debía sentir y saber, y no obstante me preguntaba dónde estaba la verdad, si mi verdad no es tal verdad, qué hago yo con esta falsa verdad, se preguntaba mi razón, pero todas mis preguntas eran inútiles, ya que a la postre yo creía que lo irreal no era verdad, creía que yo era una curiosa transición entre realidad y verdad, y que el ideal, inalcanzable, planeaba sobre mi cabeza y disponía de mí contra mi voluntad, ejemplarizante y déspota, porque yo no me amoldaba a él, ni él me representaba ni yo podría alcanzarlo, porque era tan superior a mí que yo no era digno de adornarme con su nombre, así que no soy más que un vil gusano, hubiera tenido que pensar de mí, si el ser humano fuera capaz de denigrarse tanto, y el que, a pesar de mis protestas, yo pensara esto de mí significa que la violación ideológica de la época, sin que yo me diera cuenta, me había alcanzado de pleno; yo renunciaba voluntariamente al derecho de disponer libremente de mí.

Thea no tenía ideales, mejor dicho, sus ideales nacían de sus instintos, ni creo que le preocuparan los ideales, y precisamente por ello era tan refractaria al estilo teatral que exige vivir el papel, tratar de convertirse en el personaje; ella no quería contaminar la vivencia de su propia realidad, desvirtuar todo lo que hace a una persona vital y apasionada y que es también la célula germinal de todos los ideales, reduciéndola a simple herramienta al servicio de una forma estética, rigurosamente limitada, estrecha e incómoda, que otros presentaran como realidad o, en virtud de determinados convencionalismos, aceptaran como realidad; esta actuación le hubiera parecido vergonzosa, falsa y ridícula, porque ella no se preguntaba quién era, ella tenía que realizarse a través de sus gestos, lo que era tarea mucho más arriesgada que la de identificarse con sólo una frase del diálogo; sirviéndose de sí misma como ser humano lilbre, exento de las dudas de la época, representaba aquello que nos es común a todos, porque ella sabía que no había ni podía haber en su cara ni en su cuerpo un solo rasgo, expresión o inclinación que no pudiéramos reconocer y compartir inmediatamente.

Aquellas tardes que pasábamos juntos, con su presencia, con los gestos instintivos que traducían su libertad interior…; me ayudaba a salir, me sacaba casi a rastras, del caos de mis extraviadas ideas.

Al fin y al cabo, Thea y yo éramos muy parecidos en más de un aspecto.

A diferencia de frau Kühnert y del mismo Melchior, que, con su propio cuerpo, con su vida, se bloqueaban el camino que conducía a profundidades ocultas y sorprendentes, nosotros creíamos que sólo allí, en las raíces que se hundían en los lodos de los sentimientos, en los orígenes, podíamos encontrar la razón de nuestra existencia.

Yo estaba convencido de que -a pesar de ser necio y torpe, ruin, feo, cruel, adulador e intrigante, todo lo que, estética, moral y espiritualmente se considera deleznable- compensaba mi inferioridad estética, espiritual y moral y mis dudosas inclinaciones con un instinto falible e insobornable: yo primero siento y después pienso, porque no soy tan cobarde como los que primero piensan y sólo después se permiten sentir, de acuerdo con las normas vigentes; por ello, yo sé, en última instancia, y de modo irrevocable lo que está bien y lo que está mal, lo que es lícito y lo que no lo es, porque en mí el sentido moral no es una doctrina rígida desligada del sentimiento; por lo tanto, yo luchaba tan esforzadamente como Thea para defender la primacía de los sentimientos, también yo quería servirme de ella, como ella se servía de mí, también yo deseaba, contra todo convencionalismo cobarde y todo banal tabú moral, cuando menos explorar las corrientes profundas de nuestro triángulo, y también yo creía que nuestra situación no era desesperada, porque en tal caso mi intuición no hubiera sido infalible como creía yo y hubiera tenido que reconocer mi fracaso moral.

Y no es cómico que el ser humano prefiera dejarse cortar la cabeza antes que reconocer tan penosa derrota.

Ella siempre tenía dificultades con el motor de arranque, y solía refunfuñar a ver si iba a tener que batallar con esta mierda hasta que se muriera de vieja.

Y qué extraño también que yo me creyera libre estando con Melchior, cuando el deseo que experimentaba mi cuerpo me hacía el efecto de una prisión.

Desde el momento en que, del revoltijo de la guantera o, a veces, de algún roto de la tapicería, Thea sacaba sus gafas cojas y se las colocaba en la nariz, irguiendo la cabeza con tiento en busca del equilibrio y porfiando con el motor de arranque, hasta que por fin ponía el coche en marcha, caracterizaba todos sus movimientos una mezcla curiosa, que yo encontraba muy atractiva, de diletantismo meticuloso, y arrogante negligencia y hasta atolondramiento; por un lado, se ensimismaba, se desentendía de lo que ocurría en la calle y de los procesos internos del motor que debía comprobar desde el cuadro y, por otro, cuando se daba cuenta de alguna de aquellas distracciones que hacían peligrar nuestra integridad física, se esforzaba por rectificar su error con diligencia, como una niña buena, intento dificultado por las gafas que, con el movimiento, se habían torcido o resbalado de su sitio.

A pesar de todo, yo me sentía seguro a su lado; cuando observaba, por ejemplo, que no veía que nos acercábamos a una curva, no prestaba atención a la línea divisoria o venían muchos coches en sentido contrario como para seguir en el carril de adelantamiento, bastaba con que yo comentara tranquilamente qué helada, o qué mojada, estaba la carretera, o qué tramo más recto, o cuántas curvas, para que ella subsanara el error; cierto que mi seguridad era de una índole especial, mi confianza descansaba en una base más sólida que las normas de tráfico, en el momento en que subía al coche, me despedía de la vida con un: Dios mío, si ha llegado mi hora, paciencia, asimilando con ello aquel elemento humorístico que parecía regir su comportamiento al volante, según el cual su confianza en su ciclo vital era muy grande como para preocuparse por las minucias de unas normas de seguridad inmediatas; ella tenía otras cosas en qué pensar, no podía morir tontamente, por casualidad y, sin que hubiera involucrado en nuestro desplazamiento a los dioses ni a la Providencia, sus movimientos daban a entender que el ser humano nunca muere por uo descuido, que la muerte tiene otra causa, incluso cuando parece deberse a una imprudencia, no hay más que leer los periódicos, de los pequeños percances no hay prudencia ni Providencia que te salve, si te haces un corte en un dedo, o pisas un trozo de vidrio, una concha o un clavo siempre es por casualidad, pero morirse, nadie se muere por casualidad, ni pensarlo; yo estaba totalmente de acuerdo con esta teoría de que la vida debe completar su ciclo, aunque apoyaba los pies en el suelo con más fuerza de la necesaria, demostración de la ridícula ambivalencia de mi actitud frente a la muerte, que no dejaba de tener gracia.

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