Lan Chang - Herencia
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– No sé por qué la he aguantado tantos años.
Su voz sonaba ahogada y trémula.
– Hwa -dije, procurando consolarla-. Ya sé que mamá puede parecer cruel, pero…
– No es que lo parezca, lo es.
Se echó a llorar. Sollozaba toda encogida, y, cuando le puse la mano en el hombro, lo noté resistente, como un caparazón.
– No es culpa tuya, Hwa. Aquí la culpable soy yo, y ella lo sabe. No ha sido su intención tratarte con frialdad.
Sus sollozos subieron de tono.
– Meimei, sabes que te quiere. Te has portado de maravilla con ella todos estos años. Ya verás como, cuando descanse, querrá hablar contigo para arreglarlo todo.
Hwa alzó la cara y me miró. Se le había corrido el maquillaje y tenía los labios descoloridos.
– No. No es eso lo que va a pasar. ¿Sabes lo que va a pasar? Pues que iré a verla y perderé el control y me echaré a llorar. Entonces le suplicaré que me perdone. Eso es lo que hago siempre.
Esperó a que le contestase, pero yo no sabía qué decir.
– Sigue enfadada porque no le avisé de que iba a venir papá.
– Fue porque querías protegerla -dije-. ¿No se lo puedes explicar?
– No, ésa eres tú. Tú eres la única que tiene derecho a explicarse.
Las palabras de Hwa salieron disparadas hacia mí, como si buscasen un lugar donde hacer impacto, y me preparé para resistirlo.
– En el fondo -dijo Hwa-, mamá sabe cómo es. Sabe que cualquiera que permanezca a su lado va menguando hasta desaparecer. Por eso ha perdido a todos a quienes verdaderamente amó. Perdió a nuestro padre y a Yinan. A ti te amaba y te dejó marchar. Sabía lo que andabas haciendo en Shanghai, hace todos esos años. Yo le decía que estabas con Pu Li, o jugando al baloncesto, o cualquiera de esas excusas tontas que te inventabas, pero no creo que se las creyese jamás. Dejó que siguieses tu camino, aunque eso casi acaba contigo. -Giró la cara, húmeda y descompuesta, y me miró-. Ayer preguntó por ti.
– Lo que te pasa, Hwa, es que estás enfadada.
– Nunca tuviste que casarte con quien ella te dijese. Nunca tuviste que vivir con ella. ¿Qué te crees, que yo no sabía con quién quería casarse Pu Li realmente? ¿Te crees que yo no sabía lo que hacía?
Le brillaban los ojos, rotundos y categóricos.
– Mira, no te culpo de nada, pero ¿sabes cómo me «propusieron» matrimonio? Su madre le escribió una carta desde Taiwán. Yo no tenía ni idea. Entonces su madre le preguntó a mamá si le parecía bien. Yo seguía destrozada por lo de Willy. No tuve fuerzas para decir que no. Cuando Pu Li volvió a Taiwán, sabía que ya estaba todo decidido. Nunca me lo pidió. Ni siquiera mencionó jamás el tema.
– Hwa.
– A ti te daba igual. Estabas muy por encima. Muy ocupada en huir de nosotras.
– Yo no quería abandonarte, meimei.
Hwa miró a otra parte.
– Aunque bien mirado, Pu Li no te amaba lo bastante como para insistir en casarse contigo. Hizo lo que le mandó su madre.
– Meimei -dije-. Después de tanto tiempo, eso ya no importa.
– Claro que importa.
– Pero, después de todos estos años, está clarísimo que os queréis.
– Sí -dijo. De nuevo estaba llorando-. Ahora nos queremos. Pero sí que importa.
Por unos momentos, pareció quedarse satisfecha con mi silencio. Lavó la taza y el platillo y lo recogió todo. Pero al cabo de un rato, empezó a ponerse nerviosa. Miró la hora. Entonces se levantó, se pasó la mano por el pelo, y salió de la cocina. La oí cruzar el jardín; supe que mi madre también la habría oído. Hwa iría hasta ella y cerraría la puerta, y, de alguna forma, en aquel dormitorio vacío, las dos celebrarían el oscuro y necesario ritual del perdón.
El día siguiente a la muerte de mi madre, su abogado, Gary Liu, fue a casa de Hwa con un sobre de seda salvaje de color marrón con el sello más grande y rebuscado de mi madre estampado en la solapa. Dentro del sobre estaban el testamento y las instrucciones para los funerales. Sería incinerada y se observarían los tradicionales cuarenta y nueve días de luto. Dejó todo lo que tenía a sus cuatro nietos, excepto la casa, que se la legó al templo, junto con una donación para su mantenimiento.
No habría sido realista esperar que mi madre abandonase este mundo sin dejar asimismo una serie de órdenes precisas. Pero ni siquiera Hwa se había imaginado que fuesen a ser tan prolijas. Había incluido el nombre y la dirección del sastre que había confeccionado el vestido con el que había que incinerarla, así como los retoques definitivos que habría que hacerle una vez muerta. Su florista compondría los ramos de sus flores predilectas según los bocetos que había dejado. Especificó los nombres de las dos empresas de catering encargadas de suministrar las ofrendas, una para la fruta y la otra para preparar las diversas miniaturas de tofu. Dejó dibujado un croquis de la mesa con los nombres de las cosas que quería que colocásemos encima: frutas y papel moneda, incienso y adornos. Advertía de que las ofrendas serían considerables y que, por tanto, su retrato en blanco y negro debería colgarse a una cierta altura por encima de la mesa para que las pilas de fruta y comida no predominasen sobre su efigie. Tras la ceremonia, todo el mundo disfrutaría de un fastuoso banquete. Ya se había hablado con el restaurante y se había decidido el menú, que sería carísimo; para el personal del templo, que no comía carne, habría un menú diferente pero igual de elaborado. Unas limusinas trasladarían a todo el cortejo fúnebre al restaurante. La distribución en los vehículos ya estaba decidida.
Todo se desarrolló según había previsto mi madre, sin incidentes reseñables.
Los asistentes desbordaban el aparcamiento del templo. Además de nuestra familia y de Pu Taitai, creo que los más afectados por la muerte de mi madre eran aquellos que la habían ayudado con la casa y atendido durante su enfermedad. El hombre que le había restaurado los muebles llegó con su esposa italiana desde San Francisco. La joven enfermera que le preparaba las medicinas acudió con su marido. La mujer de la limpieza y los jardineros llegaron juntos, con aire lúgubre. Luego estaban sus viejas amigas y rivales, acompañadas de sus familias. Asistió incluso gente que Hwa no veía desde hacía años, pero que habían respondido a la llamada. Varias de sus viejas compañeras de mahjong, de la época de Chongking, llegaron tambaleándose al templo, del brazo de sus hijos. De los barrios residenciales de Los Ángeles llegó una flota de coches. Por último, una flamante limusina privada aparcó en la puerta y quien se apeó, para sorpresa de todos los presentes, fue Hsiao Meiyu, una vieja dama, minúscula y elegante, vestida con un austero chipao negro y tocada con un sombrero cuyo pequeño velo ondeaba con la brisa.
Había dos asistentes con quienes mi madre no había contado. Marcus, el hijo de Hwa, fue con su novia, una joven con el pelo de punta y una educada expresión de curiosidad en sus ojos azules. La otra era Hu Mudan, que vino de Nueva York con Tom y mis hijas. Tom la ayudó a bajar del coche. Hu Mudan me vio al instante y se soltó de mi marido; parecía encogida y cansada por el vuelo, pero alerta. Mi madre no habría querido que estuviese allí, pero ahora no podía impedírselo, y Hu Mudan ya era lo bastante vieja como para hacer lo que le diese la gana.
Yo había metido el poema de Yinan bajo el vestido de mi madre. Ella no lo habría consentido, pero consideré apropiado que mi padre y Yinan estuviesen presentes de algún modo en la ceremonia. Dentro de poco el poema quedaría reducido a cenizas, y la vieja rabia y la prolongada pena de mi madre saldrían, por fin, de su cuerpo.
Ni siquiera Hwa conocía toda la historia de mi madre.
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