Coral aguardó un poco, como asegurándose de que había acabado, luego agachó la cabeza y estuvo mirando el suelo unos segundos, antes de volver a encañonarme con aquellos ojos que parecían como removidos, desarreglados.
– Has hecho el amor con un ángel -dijo por fin, casi con indiferencia.
– Un serafín -corregí.
– Ah, ya; un serafín… -Volvió de nuevo sus ojos hacia el suelo.
– Sí. Luego se presentó aquí su tutor, ¿sabes? Un arcángel impresionante, dos metros de puro músculo. Se cabreó un poco con nuestra movida y…
– Esto es ya demasiado -dijo Coral, como hablando con sigo misma-. En fin, no importa. Mejor así.
Alzó la cabeza y me dedicó una mirada afligida. Sonrió con.enorme tristeza.
– Hacer el amor con un ángel no cuenta -expliqué-. Es más o menos como ir a misa.
– Me voy -dijo colgándose el bolso-. Esta vez para siempre.
Y se dirigió a la puerta. La seguí, tratando de no dañarla con los alambres desprendidos.
– Espera, por favor -supliqué-. Lo que yo siento por ti es muy especial. El día de la nevada quise decírtelo, ¿sabes? Sin embargo… te dejé coger el tren sin una sola palabra, no sé por qué.
Cerró con un portazo que hizo temblar todo el edificio. Me quedé de pie ante la puerta, tratando de decidir si ir o no tras ella, cuando oí cómo la golpeaban con rabia desde el otro lado. Me encogí de hombros, favoreciendo que la trabazón de mis hombreras se descompusiera y entre un rápido coloquio de twinks y twonks rindieran un modesto homenaje al erizo, y abrí. Coral entró sin mirarme, plantándose en el salón con zancadas casi de desfile, donde se cruzó de brazos ante el sofá. Cerré la puerta y me acerqué lentamente a ella, desconcertado.
– Siéntate -ordenó.
– ¿Qué?
– He dicho que te sientes.
Lo hice, notando cómo los alambres de mi desbaratada armadura se trenzaban con los que sobresalían por entre los rotos del sofá, formando un inoportuno matrimonio del que me sería muy difícil divorciarme. Coral se sentó sobre la mesita, sus rodillas a un paso de las mías, y al hacerlo, sus pechos parecieron hincharse en una especie de ofrecimiento súbito e inadecuado. Tuve que subir la mirada unos centímetros para evitar la tentación de tender mis manos hacia ellos y empalarla en los alambres. La contemplé sacar un cigarrillo y encenderlo con parsimonia, luchando por insensibilizarme ante los efluvios de su carnalidad. ¡Dios, cómo amaba aquella concreción, aquella obstinación indecente con que se aferraba su alma a la vida, aquella ordalía de curvas con la que había tenido la desfachatez de nacer…!
– Coral, créeme, no ha tenido la mayor importancia. Los ángeles…
– Cállate.
Sobrevino entonces un silencio terriblemente largo, exasperante, en el que ella se limitó a fumar como abstraída. Yo no podía hacer más que esperar a que saliera de aquel trance de humo paseando la mirada, en la medida que me lo permitía la rigidez de la armadura en la que estaba enjaulado, por el apartamento, evitando volver a incurrir en la muelle redondez de sus senos, pues no confiaba en que mis Calvin Klein resistieran la afilada amenaza de los alambres que pendían sobre mi estómago.
Pasaban los minutos. Pasaba la vida. Gateábamos por el infinito. Nos íbamos muriendo.
– Lo peor de todo -dijo de pronto Coral- es que tú te lo crees. Te lo crees de verdad.
– Claro, maldita sea -rugí, señalándome la nariz, todavía amoratada-. ¿Crees que voy por ahí estrellándome con las puertas o qué? Fue el maldito Uriel, aunque no le culpo.
– Ya… -comentó ella, aplastando el cigarrillo en el cenicero-. No le culpas. Fantástico.
– En el fondo le comprendo. Fuimos imprudentes.
– Mira, Álex, ya está bien… -dijo, bruscamente airada-. Merezco algo más que esto.
Debido a mi inmovilización, alcé las cejas, dándole a entender que no entendía.
– Lo sé todo. He hablado con Sara, hará apenas una hora. La telefoneé en cuanto encontré su pendiente en el dormitorio. -Señaló la pluma, que seguía sobre la mesita.
Tras decir aquello guardó silencio y me miró con más intensidad, buscando en mi rostro alguna reacción a sus palabras. ¿Sara? ¿Qué diablos tenía que ver Sara en esto? Iba a preguntárselo cuando ella continuó:
– No quería saber nada de ti. Entonces llamé a Ricardo, que me lo contó todo. Todo. Ya no salen juntos, ¿sabes? Dice que no puedo ni imaginar qué clase de pervertidos sois.
Cada vez entendía menos. Coral estaba en otra órbita.
– Me dijo que no debió pegarte, pero no se arrepiente de haberlo hecho -añadió a la vez que encendía un nuevo cigarrillo-. Le dije que estabas bien, de todas formas. Aunque quién sabe…
La inclusión en su soliloquio de Ricardo, aquel energúmeno con el que Sara estaba enrollada, acabó de transportarme al delirio mas irritante. La miré, atónito. Intenté orientarme a través de tanto disparate sin conseguirlo. Rehusé hacer preguntas, ni siquiera atinaba a plantearlas. Me sentía apabullado, fuera de juego. Guardé un estoico silencio, esperando que ella pusiera fin con una carcajada a la maldita broma. Si no lo hacía pronto, sería yo el que estallase en una risa histérica.
– Nada de lo que estoy diciendo tiene sentido para ti, ¿verdad? -dijo en un repulsivo tono maternal. Negué con la cabeza, por no echarme a llorar-. Ya veo… Entonces será mejor que empiece por el principio.
Me encogí de hombros. ¿Tenía principio aquel despropósito? Ella volvió a dedicarme una nueva mirada evaluadora y se removió sobre la mesita, cambiando ligeramente de postura. Sus pechos ondearon con una gracia líquida, hipnotizadora, mientras su mente parecía tomar una terrible decisión.
– A mí tampoco me gusta esta mierda de realidad, pero no huyo de ella. Eso es todavía peor que asumirla -dijo por fin, la voz más sosegada ahora, las palabras fluyendo lentas, repensadas-. Tú has construido a tu alrededor una Disneylandia a escala, un mundo caprichoso e indolente donde todo es reciclado; cada cosa que no te gusta es transformada en algo más manejable, en algo mágico que te exime a ti de responsabilidades. Entre la realidad y tú has interpuesto el filtro de tu imaginación. Eso se llama inmadurez, Alex.
Inmadurez. Ya salió la palabreja… Yo había desembarcado en la capital huyendo de esa maldita palabra que con tantos momentos desagradables había atormentado mi existencia. Desde el fatídico instante de dejar atrás definitivamente la imprecisa frontera de la infancia, a los catorce o quizá quince años, la palabra inmadurez, que hasta entonces me era inaplicable, se convirtió en la favorita de mis padres; se diría que estaban ansiosos por estrenarla: la repetían a la menor oportunidad, como un mantra, tanto es así que tan compulsiva declamación no tardó en tergiversar su significado. Todo acto desafortunado en que yo pudiera incurrir a partir de entonces era causado invariablemente por mi inmadurez. Nunca fue usado sobre mí aquel vocablo con intención de disculpa, sino con todo su infinito desdén. Yo crecía, a juicio de mis padres y de esos espectadores fortuitos que le ven a uno crecer, más hacia atrás que hacia delante, al amparo siempre de aquella palabra maldita con que justificaban la estela de errores que iba dejando a mis espaldas. Y llegó un momento, a eso de los dieciocho o así, en que empezó a hacérseme insoportable, sobre todo porque puse todo mi empeño en deshacerme de ella y fracasé. Mi encomiable intento ni siquiera fue percibido en el mundo de los adultos. Para ellos yo seguía insistiendo obcecadamente en reírme de todo. Así, observaba con cierta impavidez cómo el menor desliz, lo que en cualquier otro hubiese sido alegremente perdonado, en mí sacaba a flote un largo expediente de desaciertos similares. No tardé en verme envuelto en una especie de circulo vicioso: sólo podría liberarme de la película de inmadurez que me había sido adjudicada en un tiempo ya remoto y que reavivaba al menor descuido demostrando madurez, y para demostrarla tenía que enfrentarme y vencer alguna situación que exigiera responsabilidad, situaciones que mis padres me escamoteaban a causa de mi inmadurez. Vine a Sevilla para romper la maldición, para demostrarles y demostrarme que podía sobrevivir por mi cuenta, para librarme del estigma de la inmadurez asumiendo responsabilidades.
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