Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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– Sariel, ¿qué te ocurre, Sariel? -exclamé, corriendo hacia ella.

Sariel se abrazó a mí con fuerza, como un náufrago a un madero.

– No puedo volar, Alejandro -gimió, llorando contra mi pecho-. Ya no puedo volar.

No supe cómo reaccionar ante la noticia.

– Uriel me lo advirtió -dijo, secándose las lágrimas, sin poder dejar de sollozar.

– ¿Uriel? ¿Qué te advirtió?

– Me dijo que bajar ahora era peligroso, que con el tiempo cada vez éramos menos inmunes… -Me miró, los ojos anegados de lágrimas, que se desplegaban en abanico por sus mejillas sin color-. Estoy envenenada. No puedo volar, no puedo volar…

¿Menos inmune? ¿Envenenada? Como un traductor esforzado, conseguí extraer de la enrevesada madeja de plañidos que, entre temblores y sacudidas de cabeza, desgranaba Sariel la siguiente información: las alas de los ángeles, a pesar de lo que pudiera parecer, no eran más que un adorno inútil, una especie de placebo. Era la inocencia, la radiante pureza de sus almas lo que, como gas de helio, conseguía eximirles del suelo y entregarles a los vientos. Y ahora, como la heroína de una novela cualquiera, Sariel había perdido la inocencia. Había mirado hacia el abismo, y el abismo le había devuelto la mirada. La ponzoña de la sociedad la había pervertido, contaminándole el alma. Todo cuanto yo le había enseñado, todo cuanto le había hecho, había acabado por socavarla por dentro, por inutilizarla, condenándola de por vida a la tierra, a pasar sus días entre nosotros, los alegres pecadores.

La tomé en brazos y la llevé de nuevo al lecho, donde sus gemidos derivaron hacia una especie de letanía de arrepentimiento que me agolpó lágrimas en los ojos. Empecé a dar vueltas a su alrededor, impotente. Todo aquello era culpa mía. ¿Qué podía hacer? Recurrí a un exorcismo desesperado: hice una meticulosa inspección por el apartamento y regresé a su lado dispuesto a paliar la oscuridad intrusa que yo mismo había contribuido a inocularle utilizando el procedimiento inverso. Me senté a la orilla de la cama y me tiré el resto de la noche recitando incansable los poemas de Bécquer. Luego pinché una y otra vez los escasos discos de ópera de que disponía, hasta que el vecino amenazó con llamar a la policía. Mas tarde, sin arriesgarme con la tele, traje el vídeo al dormitorio y le puse el mítico España-Malta. Rematé aquella improvisada muestra de logros humanos contra la carcoma de su alma con el vídeo de Star Wars , que ilustraba mejor que cualquier otra cosa la victoria de la Luz sobre la Oscuridad.

En vano. Sariel se limitaba a atender a mis propuestas en una especie de catatonia. Y yo me derrumbaba, sintiéndome cada vez más verdugo y menos samaritano. Las noches en vela se amontonaban en mis pupilas, rebozándome de cansancio y abatimiento, exiliándome del calendario. Sariel no mejoraba y yo sobrevivía a base de pizzas sin anchoa. Ya ni siquiera me importaba la indiscreción del pizzero; le arrebataba la pizza y me dedicaba a deglutirla en el sofá, abstraído, sin cerrar la puerta, enseñándole mis trapos sucios en una especie de exhibición enfermiza, esperando tal vez que se apiadara de mí e hiciera algo. Nunca se atrevió, por lo que sé, a atravesar el portal, desconfiado como un zorro ante un tramo de hojarasca sospechosamente removida, aunque sí le oí hacer fotos desde el descansillo. Click. Click. Click. Muchas fotos.

Por eso, cuando aquella vez sonó el timbre de la puerta, me limité a abrir sin mirar por la mirilla, esperando encontrarme con la pizza que acababa de pedir. Me encontré, sin embargo, con un tórax descomunal, incómodo de músculos y tendones, con un cuello poderoso, con una mandíbula cuadrada, granítica, y con un par de alas enormes, amenazantes y hermosas a un tiempo.

– ¿Uriel…? -balbucí, retrocediendo un paso.

Uriel atravesó el umbral como un bisonte rabioso, se plantó con un par de zancadas marciales en el centro del salón y estudió sus angostas dimensiones con una mirada hosca. Yo, recordando lo que Sariel me había dicho sobre que el aspecto de los ángeles era responsabilidad exclusiva de quien les miraba, aproveche para desconjurar aquella mole de músculos, aquellas facciones helénicas, sombrías y resueltas, y transformarlo quizá en un tipo enclenque y debilucho que facilitara el inminente intercambio de palabras entre los dos, pero fue inútil. Uriel seguía plantado ante mí, impresionante y sobrecogedor, tal y como me lo había imaginado en el momento en que Sariel lo sacó a colación. El primer diseño era el que contaba. Mierda.

– ¿Dónde la tienes? -preguntó Uriel, sin ni siquiera mirarme.

– No sé de qué me hablas -mentí, sin saber por qué aquel afán de dificultarle las cosas a la única persona que podía ayudarnos. Tal vez por orgullo; probablemente por egoísmo: no quería perderla, no quería quedarme solo. Puede que la culpa fuera de la tele, después de todo, que nos horada el cerebro con sus thrillers baratos.

Ante aquella réplica tan desacertada, Uriel cerró los ojos y agachó la cabeza lentamente, como presa de una jaqueca repentina. El Hombre le decepcionaba una vez más. Quisiera pensar que su siguiente gesto fue el resultado de muchos siglos de paciencia, de muchos momentos de frustración, de mucho odio almacenado, y que el hecho de que me escogiera a mí para descargarlo fue algo del todo casual. Sucedió tan rápido que ni siquiera supe qué era lo que había ocurrido hasta que acabó de suceder. Antes de poder retractarme de aquellas palabras tan desafortunadas, una de sus alas, la izquierda, creo, se me echó encima como una ola inesperada e insalvable. Recibí su impacto y salí despedido por los aires con una facilidad humillante, hasta aterrizar en el sofá, sentado justo en el tramo medio, que siempre había sido mi favorito. Sentí la dura acogida de sus muelles contra mi espalda y parte del rostro entumecido. Me lo ausculte con los dedos, en busca sobre todo de las causas del sabor metálico que humedecía mis labios; la sangre fluía alegremente de mi nariz, probablemente rota. Fue entonces cuando pude reconstruir los hechos: Uriel se había desecho de mí de un furioso y emplumado manotazo y yo había ido a dar con mis huesos en el sofá, en una especie de freudiana regresión al útero. Desde allí, atontado por el golpe, lo contemplé entrar en el dormitorio y emerger casi al instante con una gimoteante Sariel en sus brazos abultados. Cruzó por delante de mí sin ni siquiera mirarme y abandonó el apartamento.

Me incorporé a duras penas e inicié una deshonrosa persecución: sabía de sobra dónde se dirigían. Subí las escaleras hacia la azotea apoyándome en la pared, tambaleante y dolorido, pero llegué demasiado tarde. Sólo alcancé a ver la impresionante silueta de Uriel alzando el vuelo con Sariel adormilada en la acorazada cuna de sus brazos; los contemplé empequeñecer hasta quedar reducidos a un punto confundido entre las estrellas. Luché contra el mareo y la náusea durante unos segundos, envuelto en una lluvia de plumas desprendidas, y luego me desplomé sobre el suelo. Cerré los ojos casi con alivio. La brisa nocturna removía sobre mí las plumas caídas, endulzando mi parsimonioso tránsito hacia la inconsciencia con la ilusión de que Sariel se encontraba todavía a mi lado, sana y hermosa, acariciándome con sus alas.

3

– Maldito marica mamón hijo de puta capullo gilipollas cabrón de mierda…

Cuando Richi se enfurecía, su sintaxis peligraba, la estudiada displicencia de su rostro se crispaba, sufría un corrimiento de facciones y quedaba reducido a una maraña de pliegues rojizos y sudorosos, y, al no disponer de licencia de armas, debía resignarse a traducir su ira en rítmicos golpes contra la barra mientras escupía esos vocablos bífidos. Parecía un maniaco defendiendo una ponencia en favor de la inclusión en los diccionarios de aquellos sustantivos innobles que a pesar de ser utilizados con alevosía a la menor oportunidad todavía carecían de la restricción minuciosa de un significado. Al cuarto de hora o así, pareció haber expulsado toda su furia y no disponer de otra cosa en su interior, con lo cual quedó reducido a un espantapájaros torcido tras el mostrador, repitiendo una y otra vez: maldito cabrón, maldito cabrón, como una consigna que suplía la falta de música que él mismo había provocado minutos antes, al descargar un airado puñetazo contra el compacto.

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