– Coral… -dije, estúpidamente sorprendido, iniciando hacia ella una carrerita que, debido a que consideré obligado por la situación uno de esos abrazos ansiosos y al mismo tiempo recordé que ella podía quizá haber venido a darme su adiós definitivo, cobró tal inseguridad que resultó ridícula.
Cuando llegué a su lado, a sus ojos, a su mirada, no supe si abrazarla y besarla, o acaso ya no compartíamos nada que justificase esa bienvenida, acaso mis besos ya estorbasen en una boca que algún otro había dado de sí en una playa de Barcelona. Todo eso, aquel torbellino de recelos y deseos, me hizo tender los brazos hacia ella y bajarlos a un paso de envolverla. Coral, por alguna razón que yo desconocía y pronto iba a conocer, tampoco se aventuró a abrazarme. En realidad, yo ya me resignaba a que el glamour de los encuentros quedase reservado al cine, pero, de haber recibido buenas vibraciones por su parte, habría tratado de competir con la industria. Déjame acariciarte lentamente, me habría gustado decirle, déjame lentamente comprobarte, ver que eres de verdad, un continuarte de ti misma a ti misma extensamente, fluida y sucesiva, agua furtiva. Sin embargo, la apatía que ella sentía ante nuestro reencuentro era palpable.
Aparte de su cabello, rizado ahora, Coral lucía también un aire novedoso en la mirada, un filo de melancolía que me resultaba alarmante. Se distrajo con la ristra de abalorios que condecoraba mi pecho. Sentí una piedad conmovedora al observar cómo su rostro se mostraba incapaz de escoger una expresión adecuada al descubrir todas aquellas intimidades suyas expuestas en el escaparate de mi empapelado torso, aquel collage absurdo de tampax, postales, medias, sostenes y malolientes restos de pizza. Fue un vistazo breve, enseguida volvió a mirarme con aquellos ojos enlodados que presagiaban lo peor.
– ¿Qué tal por Barcelona? -pregunté.
– Bien -comentó, escueta, y continuó mirándome con una fijeza sobrecogedora, como si tratara de leerme la mente o de hipnotizarme.
Era obvio que no quería perder el tiempo: aquella gravedad en la mirada era su forma de pedirme que pasáramos de inmediato al asunto que nos había congregado allí, pero para mí era todavía demasiado pronto. Traté de eludir aquellos ojos acusadores sin que se me notara demasiado. Me quité las gafas y el casco y los dejé sobre la mesita. Al hacerlo, encontré un paquete de Fortuna junto al cenicero. Aquel descubrimiento inesperado me aflojó el corazón. Recordé un tiempo más feliz en el que por el piso solía corretear un paquete de Fortuna medio empezado cuya búsqueda era siempre un divertido desafío que a veces nos llevaba, cómplices, hasta el lecho. Ah, los viejos tiempos…
Tal vez decepcionada de que yo hubiese declinado su propuesta de afrontar de inmediato los hechos, Coral me dio la espalda y volvió a la ventana. Aproveché para deshacerme de los abalorios a manotazos, amontonándolos sobre el tramo más sombrío del sofá.
– Y tus tíos, ¿bien? -me interesé.
– Sí. Todos bien -respondió sin volverse.
Traté de sacarme el peto por la cabeza, pero los tirones anteriores habían trastocado los alambres, algunos se habían soltado y enredado con los vecinos.
– Me gusta tu peinado. -Tiré de nuevo y uno de los alambres saltó como la cuerda de una guitarra. Lo siguió otro.
– Gracias.
– Te favorece bastante -aseguré, esquivando un nuevo alambre, que al desertar del entramado general estuvo a punto de herirme el rostro.
– Bueno -se encogió de hombros.
– ¿Y qué tiempo…?
– Sol.
Aquello empezaba a parecerse a una partida de ajedrez, un intercambio de piezas irrelevantes para desbrozar el tablero, para dejar en su cuadriculado centro únicamente las decisivas. Coral me seguía el juego sin entusiasmo, y yo empezaba a sentirme del todo ridículo sometiéndola a aquel interrogatorio banal cuyo único fin era retrasar lo inevitable. Cuando me quedé sin preguntas nos sobrevino un silencio amargo y desagradable, roto de vez en cuando por el twink de un nuevo tramo de alambre al soltarse. Comprendí que ella, tras su frustrado intento de abordar el tema, había desistido; aguardaba ahora a que yo reuniera el valor necesario para plantear al fin la pregunta del millón. Sentí el miedo arañándome las entrañas como un diamante. El resultado de su balance estival no parecía que fuese demasiado favorable.
– Has tardado tanto en volver… -comenté, y dejé la frase sin acabar, para que colgara un rato del aire en un efecto trágico. Si Coral pretendía darme puerta, no se lo iba a poner fácil. Estaba dispuesto a asumir el papel de mártir sin disimulos; estaba en mi derecho. Miré mi sombra en la pared. Parecía una navaja multiusos abierta. Cogí dos de los cabos sueltos y traté de volver a anudarlos a la altura del estómago.
– Llevo aquí casi un mes -dijo ella.
Tuve que morderme la lengua para no proferir un grito de indignación. Un mes. Llevaba un mes en la ciudad… Me cago en… Respiré hondo, recordándome que yo era la víctima de esta historia. Me forcé a pasarlo por alto.
– Te he echado de menos -continué-. No sabes cuánto.
– Seguro que sí -respondió ella, dejando que su voz sonase incrédula, terriblemente cansada-. Has debido echarme mucho, muchísimo de menos.
Dos nuevos alambres se desprendieron. Los atrapé de un manotazo y volví a trenzármelos sobre el pecho.
– ¿Por qué dices eso? -pregunte.
– Dímelo tú -respondió con repentina acritud.
– ¿Qué tengo que decirte? -Los dedos de la mano derecha se me quedaron atrapados entre el enrejado de la armadura, a la altura del pecho. Traté inútilmente de liberarlos.
– La verdad -sentenció ella, volviéndose hacia mí-. Sólo la verdad.
Dejé de forcejear con la puñetera armadura e hice frente a su mirada, luchando por enderezarme, la mano derecha napoleónicamente colocada sobre el pecho. Coral me miró de arriba abajo, meneó la cabeza y resopló.
– Coral, no te sigo; yo…
– He encontrado esto en el dormitorio -me interrumpió con frialdad, mostrándome una pluma de Sariel-. Debajo de la cama.
Miré la pluma tontamente, mientras sentía cómo el rubor prendía mis mejillas. Era una remera, fuerte, puntiaguda. Recordaba haber barrido minuciosamente el apartamento el día después de que Sariel se marchara, recogiendo todas sus plumas en una bolsa de basura que, sin decidirme a tirar a un contenedor, acabé introduciendo anónimamente por el torno de un convento. Pero como siempre ocurría en estos casos, uno nunca logra borrar todas las huellas. No existe el coito perfecto.
– ¿Me lo vas a contar ahora? -me retó.
En realidad, yo no me sentía culpable de nada. Ni siquiera había dudado en contárselo o no a Coral, entre otras cosas porque casi había dado por sentado que no regresaría. Sentí una terrible alegría interior al comprender que el descubrimiento de la pluma entre mis sábanas era la causa de aquel velo de pesadumbre que transformaba su mirada, que la volvía gélida. Al menos, una vez salvado aquel incómodo imprevisto, podía existir alguna esperanza. Asentí a su pregunta sin poder evitar una sonrisa de alivio y carraspeé, aclarándome la garganta. Se trataba tan sólo de explicarle lo ocurrido de la forma más clara posible y con las palabras más inocuas.
– Bueno; es un poco complicado… -empecé-. Verás, he conocido a un ángel. Bueno, un serafín, para ser exactos. Se produjo un cruce de líneas, ¿sabes? -Decidí pasar por alto mi pasatiempo telefónico-. Ella tenía un teléfono como de adorno, que nunca había usado y… -Vacilé. Aquello resultaba más complicado de lo que suponía. Coral me miraba con fijeza, sin molestarse en asentir, los labios apretados, con una atención tan esmerada que se antojaba grotesca-. Bueno, ella quería bajar a conocernos y me pidió que la ayudara. Tuve que hacer un poco el imbécil en la azotea, si me hubieses visto… -Solté una risita y meneé la cabeza. La expresión de Coral no varió un ápice-. En fin, le enseñé la ciudad, pero no le bastaba con nuestras obras, ¿entiendes? Quería sabernos por dentro. El alma, quería ver nuestra alma. Así que… -me mordí los labios y abrí las manos, intentando parecer consternado- tuve que hacerle el amor.
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