Félix Palma - La hormiga que quiso ser astronauta

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La hormiga que quiso ser astronauta: краткое содержание, описание и аннотация

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Cuando las preocupaciones podían extirparse con anguilas modificadas con Quimicefa, y tus amantes incluían a una pintora que era, literalmente, tu alma gemela, y a un ángel (bueno, un serafín) exiliado del Cielo. Cuando los repartidores de pizzas conspiraban para escribir tu biografía no autorizada, y una vieja grabadora trucada podía servir para recuperar y extraer sentido de las palabras dichas en una ruptura. Cuando La Muerte recorría la ciudad con una lista de víctimas que, si eras lo suficientemente rápido, podías alterar. Cuando las hormigas aspiraban a alcanzar las estrellas. ¿Lo recuerdas? ¿Sí? Ahora, ¡despierta!

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– ¿Alejandro…?

Caí en la cuenta de que para ella yo aún no era más que una sombra difícil de distinguir. Me repasé de arriba abajo con la linterna, velozmente, escamoteándole en todo lo posible los detalles de mi físico y ofreciéndole más bien una idea general de lo que era el Hombre. Mas tarde profundizaríamos. Luego, sin saber qué hacer, dejé caer el haz de la linterna entre los dos como un escupitajo de luz, de manera que sus delicados pies y mis gastadas zapatillas se miraron en silencio.

– Vamos dentro -dije por fin-. Aquí no se ve una mierda.

4

Durante el descenso de la escalera y posteriormente en el apartamento, fui incapaz de quitarle los ojos de encima. Las alas la desequilibraban, dotándola de un gracioso balanceo. Y estaba claro que el Hombre consideraba muy remota la posibilidad del próximo advenimiento de algún ángel: Sariel tuvo problemas para maniobrar en el hueco de la escalera y tuvo que atravesar de lado la puerta del piso; pero esos contratiempos, en vez de desanimarla, la hacían sonreír con excitación, pues no cesaban de advertirle que se encontraba en un mundo que no era el suyo. La contemplé deambular por el apartamento durante unos minutos, tocándolo todo con esa curiosidad infantil donde convergen la más absoluta reverencia con la más atrevida experimentación. Si uno pasaba por alto la comicidad de las alas, podía dejarse embrujar por sus gestos, porque Sariel tenía ese don especial que sólo algunas mujeres siguen conservando tras la pubertad como un souvenir, esa capacidad exhibicionista de la inocencia que dispensa del ridículo y la trivialidad cualquier cosa que hacen y obliga al espectador de su comportamiento a rebozarlo de una malevolencia incierta, de una intención oculta y quizá perversa.

La dejé absorta en alguna insignificancia y fui por unas cervezas. Estaba sirviendo la segunda de ellas en un vaso cuando me sobresaltó el roce de sus dedos en mi espalda. Al parecer, Sariel también podía ser sigilosa. Detuve el botellín, que quedó horizontalmente apoyado contra el vaso medio lleno, y, sin volverme, seguí las evoluciones de sus dedos por mi espalda. Parecía desconcertada por poder recorrerla en su totalidad, sin tener que luchar contra nada. Su mano ejecutaba largas pasadas por toda ella y yo sentía la dulzura de aquellos dedos, deseando como nunca que perdieran velocidad, que se hicieran caricia. Pero sus manos no rebajaron en ningún momento su obsesivo ritmo de inspección, aunque no tardé en descubrir que producía efectos similares a lo largo de mi persona, especialmente en cierta parte, que no dudó en trazar una especie de paralela desmañada con el botellín que sostenía mi mano. Cuando quedó satisfecha, soltó una risita, y me fue imposible determinar si mi orfandad alada le resultaba atractiva o ridícula.

Le ofrecí una cerveza, todavía azorado por el cacheo. Ella alzó el vaso, examinando su contenido con curiosidad. Probablemente le llamaba la atención su color dorado, tan evocador y bien mirado tan divino.

– Se llama cerveza -informé-. Y no te engañes, es puñeteramente humana.

Se la bebió de un trago y me miró sonriente, buscando mi aprobación. De pronto, se puso seria, como reconcentrada, y estaba empezando a preocuparme cuando me lanzó un eructo a la cara. Si lo que Sariel pretendía era realizar una especie de estudio de campo sobre los humanos, aquél era, indudablemente, un principio inmejorable.

Volvió a merodear por el salón y sólo cuando mi escaso mobiliario dejó de engatusarla se examinó a sí misma en busca de las secuelas de su malogrado aterrizaje. Deduje, ya que no se tomó la molestia de reconocer su parte humana y se dedicó exclusivamente a repasar sus alas, que se había envuelto en éstas para protegerse del golpe. Tal vez, como les ocurría a los avestruces, los ángeles se acrisalaban por instinto ante la adversidad. Parecía lógico, ya que las inmensas alas oponían a la fragilidad del cuerpo una resistencia incuestionable; estaban constituidas de un esqueleto robusto, y eran anchas y fuertes como las de las águilas, con remeras flexibles, ideales para la navegación de las corrientes. No obstante, una de ellas, la izquierda, parecía haber acusado el trompazo. Sariel acarició con sumo afecto la parte magullada, aunque no parecía alarmada. Un par de plumas coberteras se desprendieron de sus acolchadas profundidades y cayeron al suelo con ese balanceo de cuchillo rabioso que tan incongruente resulta en objetos tan delicados.

– Siento haber apagado la señal en el último momento -me excusé-. No fue adrede.

– No tiene importancia -sonrió-. Sólo es un rasguño.

Y como para corroborárselo ella misma, se afirmó en el centro de la habitación y las batió en un aleteo seco y breve, originando una especie de vendaval privado que deshojó con facilidad el temario que se encontraba en la mesita, me echó el pelo hacia atrás en una dolorosa tirantez de motorista e hizo que mi cerveza, en un curiosísimo efecto, saltara del vaso como un salmón acuoso o una tortilla voladora y reventase contra mi rostro, empapándolo por completo. Sin reparar en las consecuencias de ejercitar sus alas en un espacio tan mínimo, se acercó entonces a la ventana, tras la cual la esperaba el legendario mundo de los Hombres. La oí deshacerse en ahes y ohes ante lo que, a juzgar por el refinado aroma que abordó el salón, debía ser el camión de la basura en plena recogida. Me sequé el rostro con un pañuelo, mientras a mi alrededor las fotocopias de las oposiciones buscaban el suelo en un logrado simulacro otoñal. Recé por que estuviesen numeradas. Al rato, Sariel se apartó de la ventana y se acercó a mí corriendo como una colegiala.

– Enséñamelo todo, Alejandro -me pidió, cogiéndome de las manos-. Enséñame tu mundo. Vamos.

– No tan deprisa. Dime primero cómo ha ido la cosa allí arriba. ¿Has tenido algún problema? ¿Sospechan de tu fuga?

– Claro que no -dijo sin mirarme, restándole importancia a mi preocupación con un gesto de cabeza.

Descubrí entonces que los ángeles mienten bastante mal, aún peor que los niños o los maridos infieles. Allí arriba lo sabían todo… Me pregunté, mientras Sariel tiraba de mí hacia la puerta, si aquel acto desataría la tan cacareada Ira de Dios, si la ciudad sería fulminada en breve por una orgía de rayos y truenos o si el Todopoderoso, como un francotirador minucioso, sólo me apuntaría a mí.

Acerté a alcanzar, en mi entusiasta arrastrada hacia las escaleras, las llaves del carro de César, que había tenido el detalle de cederme al irse a Torremolinos y que yo, desde el momento de recibirlas, aún no había juzgado útiles. Volteé las llaves con chulería, tratando de impresionarla. Estuve a punto de perderlas en una alcantarilla. Las recogí y frustré toda ambición circense que pudieran tener condenándolas al bolsillo. Lo cierto era que ahora el coche me venía de perlas. Las alitas de Sariel convertirían en algo más que engorroso tomar un transporte público, siempre tan desahogados y cómodos. Sariel insistía en conocer nuestra doble naturaleza, esa armonía interior donde se conjugan los acordes de las arpas con los exabruptos de una guitarra maldita, quería ver nuestras grandezas y bajezas, la gloria de la civilización y sus trapos sucios; pero aún así, hacerla subir a un autobús me pareció inhumano.

Me llevó algo más de lo esperado dar con el maldito coche, pues ya no recordaba, si es que alguna vez había retenido el dato, dónde lo había aparcado César. Una vez en él, nervioso como un adolescente en su primera cita, sonreí a Sariel y le pregunté dónde quería ir. Me contestó lo que ya esperaba: quería ver de qué éramos capaces. La llevé al Insomnio. Allí se da cita, nadie puede negarlo, lo mejor y lo peor de nosotros mismos, y no gastaríamos tanta gasolina. Durante el trayecto la enseñé a chapurrear tres o cuatro tacos y la invité a que ensayara con algún conductor dominguero.

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