Un poco antes de la hora acordada, lo guardé todo en una bolsa y subí a la azotea. Aunque con las llaves del piso me habían entregado también una de la azotea, era la primera vez que subía hasta allí, demasiados escalones y pocas coladas. Y, a juzgar por el estado de abandono en que se encontraba, el resto de los vecinos tampoco debía considerarla un lugar lo suficientemente interesante como para rentabilizar la remontada de la escalera. Era un inmenso rectángulo que, como todas las grandes azoteas, no podía evitar desorientar a sus visitantes con esa sensación chocante producida por el descubrimiento inesperado de tanto espacio libre entre la apretada configuración de la ciudad. A excepción de las antenas de televisión, que se apretaban a un lado, como una bandada de asustadizas aves zancudas, y los mástiles para la ropa, en cuyos cordeles anoréxicos persistía alguna pinza olvidada como un recuerdo de tiempos mejores, antes de la irrupción en el mercado de esos tenderetes portátiles que cabían en cualquier rincón, la civilización parecía estar representada únicamente por una serie de objetos inextricables, de ésos que no deben faltar en ninguna azotea y que uno nunca sabría enumerar con exactitud, amontonados junto a la puerta como embajadores aburridos de su cargo.
Sus excesivas e impúdicas dimensiones, sumadas a la brisa nocturna que me desordenaba el pelo y la falta de edificios que rivalizaran con su altura, me hicieron sentir como el único sobreviviente de un apocalipsis fulminante, y necesité acercarme al borde de la azotea para constatar que Sevilla seguía allí. La panorámica era sobrecogedora. Desde aquella altura la ciudad, con su acupuntura de luces, adquiría una engañosa sensación de movilidad, como si la trabazón de sus calles y edificios se meciera como un paso de Semana Santa colosal. El río, al fondo, presidía con su engreído brillo de charol el paisaje abrupto de los tejados. Muy cerca yacía la catedral, cetácea y oscura, y a su lado se alzaba la Giralda, como un rebuscado falo embadurnado en la vaselina naranja de los focos.
Tal y como esperaba, de entre los trastos apilados junto a la puerta pude rescatar un par de cosas que me resultarían útiles. Arrastré un derrengado bidón hasta lo que consideré el centro de la azotea, y lo rellené con todos los rozos de madera que pude encontrar. Fui haciendo bolas con las páginas de mi carta nunca mandada a Coral, sin segundas intenciones, sencillamente porque, a excepción de mi primorosa colección de revistas pornográficas y el temario de las oposiciones, no disponía de más papel, y procedí a esponjar el conjunto, que rematé con un par de pastillas incendiarias. Luego, con el artificioso desdén de los pirómanos de las películas, dejé caer un fósforo en su interior. Necesité agregar un par de ellos más, hasta que las llamas lograron sobreponerse a la brisa y arraigar con fuerza en la madera. Tomé las dos linternas que había adquirido esa tarde y me situé a un costado de la hoguera. Constaté la hora en el reloj, alcé los brazos, las encendí y empecé a cruzar y descruzar sus haces, esperando que desde arriba ella pudiera interpretar tan burdo despliegue como las señales de guía requeridas. Si todo había salido bien, Sariel ya debía haber comenzado su descenso y estaría atravesando estratos, tratando de orientarse por las masas continentales hasta alcanzar la escala necesaria para escrutar los tejados en busca de mi marca. Seguí moviendo los brazos con brío, atento a cualquier anomalía en el minifundio de noche estrellada que pendía sobre mi cabeza, esperando divisar de un momento a otro un bulto oscuro, una sombra extraña que avanzara trabajosamente hacia mí, pero el cielo se mantenía impasible, las estrellas brillando con esa vana indolencia de haber visto los duelos de todas las edades. Bien mirado, dado que uno de los requisitos de nuestro plan era la discreción, toda aquella fanfarria luminosa resultaba cuanto menos paradójica. Por fortuna, ningún edificio colindante disponía de la altura suficiente para atraer a los fisgones.
Desde la calle me llegaba una difusa algarabía de bocinazos y gritos que se iban espaciando lentamente, en esa pérdida de cohesión que sufren las noches laborales. Al no poder consultar el reloj, la única forma de medir el tiempo era atendiendo al progresivo agarrotamiento de mis brazos, que iba restando convicción a la señal. Debido a la fatiga que me iba ganando, las estrellas comenzaron a titilar ante mis ojos. Acabé por inclinar la cabeza hacia abajo, reuniendo fuerzas de vez en cuando para echar una ojeada a la cercana fogata, que parecía contagiarse de mi cansancio. Empecé a sentirme estúpido, e imaginé alguna cámara oculta filmándome desde una terraza vecina. Seguí un rato más, sin que nada alterase la paz del cielo. Me han plantado, reconocí por fin. Bajé los brazos, exhausto, y apagué las linternas.
Escuché entonces un levísimo estremecimiento en la distancia; agucé el oído y creí captar una especie de aleteo que iba cobrando paulatinamente intensidad. Alcé la cabeza y traté de enfocar los ojos, pero no tuve tiempo. El aleteo se transformó en cuestión de segundos en un batir sobrecogedor y una tromba de aire me impactó de lleno, desequilibrándome. Caí desgarbadamente hacia atrás, perdiendo las linternas. Alcancé a ver cómo el mismo golpe de aire fustigaba la hoguera, reduciéndola a un hilacho de humo blancuzco, y en la redoblada oscuridad siguiente una complicada silueta se estrellaba violentamente contra los trastos amontonados junto a la puerta. La contemplé erguirse con más fastidio que dolor, un corrimiento de oscuridad apenas percibido en la negrura, y manoteé en busca de alguna de las linternas. Encontré una, la encendí y traté de enfocarla.
Observé con vergüenza cómo el globo de luz, a causa de mi encabritado pulso, se acercaba a la silueta zigzagueando por la oscuridad como un ratón asustado, hasta iluminar unos pies extremadamente níveos y delgados, visiblemente intimidados por el suelo.
– Sariel… -susurré.
Sí, ahí la tenía. Alcé la linterna con parsimonia, liberándola de la oscuridad como un esquilador minucioso, recreándome en cada tramo de su piel con una devoción rayana en la insolencia. Podría culpar, si más tarde necesitaba una excusa, al anquilosamiento de mi brazo, pero lo cierto es que me negaba a averiguarla con un rápido barrido de muñeca, pues aquella indagación casi ceremoniosa me emborrachaba de una excitación oscura y poderosa. Así que la fui sabiendo poco a poco, de abajo a arriba, haciendo que el redondel de luz trepase por sus piernas con la lentitud de una caricia, obligándome a demorar el paso a medida que rebasaba sus muslos de nácar hasta detenerme al borde de su sexo, tragar saliva y proceder a iluminarlo temerosamente, con un nudo en el estómago, y suspirar aliviado al no tropezar con ningún relieve, encontrando tan sólo esa leve hendidura que sugiere el barroco ojal de la feminidad, tapizada por un vello liso y rubicundo, y aventurarme luego en esa tierra baldía, insoportablemente austera, que precede al ombligo y sus marismas de carne acogedora y elástica, subir entonces a la angostura casi dolorosa de la cintura, dejar atrás el costillar y hacer un nuevo alto en sus senos, unos senos frescos, consagrados, atareados aún en la burocracia de la adolescencia, unos senos en estado salvaje, con un gracejo inusitado proveniente de la falta de sostén y con cierta burlona indisposición para otras caricias que no fuesen las de las corrientes, donde el doblón de la linterna se adhirió como una ventosa antes de proseguir la escalada, de alcanzar el trazo elegante de la clavícula, las almenas nevadas de los hombros y detenerse a mitad del cuello como una soga amenazante en la ternura, para asaltar de golpe el rostro. Y ella se mantuvo expectante en todo momento, dejándose desvelar de aquella manera tan caprichosa, trastabillando únicamente cuando el haz de luz le tiznó la cara de amarillo. La linterna reveló su rostro y yo sentí un vértigo exquisito, un mandoble de emoción que me sesgó el corazón. No podía ser de otra forma, la perfección en crescendo del cuerpo tenía su estallido final en un rostro asfixiado de belleza, donde el salvajismo y la dulzura confabulaban para repartirse las facciones, para decidir qué sonrisa ocultarían sus labios, para hacer tablas en el azul inverosímil de sus ojos, que, al igual que la prolija cabellera de fuego que le caía sobre los hombros en una pirotecnia desmedida de rizos y bucles, supuse monopolio exclusivo de los ángeles. Era la mujer más hermosa que había visto nunca… hasta que con una sacudida tensa y crujiente, dos enormes alas emergieron a su espalda, envolviendo su fragilidad en un chal descomunal, anulando, paradójicamente, su condición ingrávida, volviéndola pesada, tal vez torpe, pero sobre todo desbaratando el hechizo, hurtándome a la mujer y dejándome a solas con el adjetivo.
Читать дальше