– No irás a creer a esa puta, ¿verdad?
Miré hacia la ventana. Javi se encontraba apoyado contra ella, fumando un cigarrillo. A su espalda, la noche empezaba a cuartearse en grietas anaranjadas bajo el empuje del alba.
– Pero Javi, todo encaja… -dije, algo inseguro-. A ti nunca te pedían el carnet cuando íbamos a las sex shops. Y nunca tenías problemas para entrar en las discotecas, ¿recuerdas? Los porteros ni siquiera te miraban.
– Casualidades.
– Puede, pero son muchas. A ti nadie parece verte más que yo. Desde que nos conocemos nunca te he visto hablar con nadie. Nunca.
Javi se encogió de hombros.
– En realidad, me cuesta más demostrar tu existencia ante los demás que tu inexistencia ante mí mismo.
– ¿De veras?
– Sí.
– Genial -susurró para sus adentros.
Aceptar aquello iba a hacernos un daño terrible a los dos. Miré a Javi con ternura. Parecía abatido. Meneaba la cabeza de un lado a otro, acelerando el balanceo cada vez más, a medida que la irritación le ganaba. Finalmente, estalló:
– ¿Cómo puedes hacerme esto, Álex? ¿Cómo puedes creer que yo no existo?
Se apartó repentinamente de la ventana y se acercó hasta mí. Me palmeó la mejilla. Una, dos, tres veces. Yo me dejé llevar por los golpes como un tentetieso, incapacitado como estaba para oponer alguna resistencia.
– ¿Podría hacer esto alguien que no existe? -me preguntó, ahora tirándome de los cabellos con fuerza, ahora pellizcándome la nariz y las orejas.
– Ya vale, Javi… -protesté-. Estate quieto, joder.
Se retiró, dándome la espalda. Le oí respirar profundamente varias veces, luchando por serenarse.
– Así que soy un producto de tu mente, ¿no? -comentó, ya más calmado.
– Eso creo.
– ¡Entonces me verías siempre! -replicó, volviéndose de nuevo hacia mí-. ¡Y yo entro y salgo! ¡Tengo mi vida!
– Apareces cuando te necesito -dije, tratando de que mis palabras sonasen tranquilas y meditadas-. Cuando estoy hecho polvo o necesito aclarar mis ideas. ¿Recuerdas el día en que nos conocimos? Apareciste de la nada justo cuando necesitaba un amigo. Es como si te hubiese invocado.
– Desvarías, tío.
– Fíjate ahora -razoné-. Esta vez ni siquiera te has molestado en entrar por la puerta. Apareces de repente junto a la ventana, como la cosa más normal del mundo.
Me dedicó una mirada llena de rabia, pero no pudo rebatirme eso. Se cruzó de brazos y se acercó de nuevo a la ventana. Aproveché que se había calmado un poco para seguir con unas digresiones que no por salir de mi boca me resultaban menos aterradoras. Las piezas encajaban con una facilidad alarmante.
– Por eso no llegaste a conocer a Blanca, ¿sabes? Porque con ella yo era feliz y no te necesitaba. Luego, cuando la abandoné, preferí irme de juerga a afrontar mis actos, es decir, a esperar a que tú aparecieras. Cuando volví, sin embargo, estaba tan arrepentido que encontré una nota tuya. Fue algo así como un reproche de mi subconsciente.
Javi dejó de observar la calle y me lanzó una breve mirada llena de ironía.
– En realidad -apostillé-, en este momento no estoy haciendo otra cosa que hablar solo.
– Estupendo. Estás hablando solo -dijo Javi desde la ventana-. ¿Qué mierda hago yo aquí entonces?
Era imposible razonar con él. Agaché la cabeza y solté uno de esos suspiros que comunican la vida con la muerte.
– Joder, tío -le oí decir-, estás hablando conmigo. Soy yo quien se está tragando todas estas estupideces…
– Acéptalo, Javi -rogué-. Para mí también es horrible.
– ¿Y si tú fueras un producto de mi mente? -sugirió-. Cuando las cosas me van mal vengo aquí a desahogarme contigo. Tú, por supuesto, no existes. Me he dado cuenta hoy y…
– Demuéstrame que tienes vida fuera de estas cuatro paredes -le corté-. ¿Qué haces cuando yo no estoy delante?
– ¿Que?
– Dime dónde vives, dime dónde curras y cuánto cobras, dime con quién follas -reté.
– Llevo tres meses currando en el Burger de la calle Promesas con un sueldo de ochenta mil pesetas más incentivos, y vivo en un apartamento con terraza y aire acondicionado con Patricia Salas Hidalgo, con la que también suelo follar cuando no llego muy cansado del trabajo.
Le miré, atónito. El tiro me había salido por la culata. Javi trazó una amplia sonrisa de triunfo.
– ¿Y bien?
– No vale -dije.
– ¿Por qué? -me espetó.
Era difícil de explicar. Realmente difícil.
– De alguna manera es cosa mía. Yo soy quien te ha inventado y puedo darte la vida que quiera. Soy yo quien lo decide. Yo soy quien te hace responderme así. Eres, siempre has sido, una parte de mi mente proyectada en carne para escenificar mis dudas existenciales. Por un lado, trato de destruirte y por otro, hago que te defiendas desesperadamente porque en el fondo no quiero perderte.
Javi lanzó un suspiro y se mesó los cabellos convulsamente.
– Me lo pones realmente difícil, tío -dijo, visiblemente decepcionado.
Nos quedamos un rato sin decir nada.
– Está bien, de acuerdo -dijo Javi con aterradora tranquilidad-. Deja que te siga el juego: yo no existo. Soy un producto de tu mente «perturbada» -recalcó esa última palabra con placer-. Haz que me las pire entonces. Échame de tu apartamento, haz que abandone tu enfermo cerebro. Vamos.
– No puedo -respondí agachando la cabeza-. Tienes que irte tu.
Durante un tiempo estuve contemplándome las rodillas. A través de la ventana nos llegaban los primeros sonidos de la ciudad, todavía esporádicos y desafinados, como una orquesta preparando sus instrumentos. Javi guardaba silencio. Mi respuesta debía de haberle desarmado. Le imaginé plantado ante mí, estudiándome mientras mis palabras daban vueltas en su cabeza. Sí, yo nunca podría echarle. Tenía que irse por su propia voluntad. Debía comprender que su presencia allí era perniciosa para mí, y una vez comprendido eso, si yo realmente le importaba, actuaría en consecuencia, completaría el sacrificio que sin saber cómo mis últimas palabras le habían pedido.
Yo aguardé su decisión durante lo que me parecieron siglos. Creo incluso que en cierto momento cerré los ojos y me sumergí en una oscuridad agradable y en cierto modo protectora. Una negrura mansa donde los sonidos provenientes de la calle trazaban pasajeros bosquejos de algo que existía fuera de mi, tratando de llamar irritantemente mi atención. Todos, sin embargo, me llegaban amortiguados por la distancia y resultaba fácil ignorarlos. Dentro de la habitación sólo lograba situar la respiración de Javi, profunda, acogedora.
No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que se produjo un nuevo sonido en el interior de la habitación, justo en el centro del radar que habían desplegado mis oídos. Ocurrió tan deprisa y fue tan breve que apenas pude aprehenderlo: un rebotar metálico sobre una superficie de madera. Luego, volvió el silencio, un silencio en el que faltaba la respiración del único amigo que tenía en el mundo. Abrí los ojos. Javi había desaparecido. Ante mí, sobre la mesita, junto a un cenicero lleno de colillas manchadas de carmín, se encontraba una copia de la llave del apartamento.
Javi se había marchado. Y si, como aseguraba Coral, era un producto de mi mente, nunca mas volvería a verlo.
Tres eran tres los magistrados del tribunal de las Oposiciones a la Madurez: el del centro, que se ocupaba al parecer de plantear las preguntas, era un anciano con aspecto de senador, enjuto y canoso, dueño de una de esas miradas que parecen capacitadas para atravesar el blanco elegido, en este caso un servidor que ya empezaba a sentirse bastante molesto. El que se encontraba a su derecha era totalmente calvo y padecía de sobrealimentación; se encargaba de tomar breves notas de mis respuestas con gesto desapasionado. El que ocupaba el lugar izquierdo de la mesa era sin duda el más viejo de todos y se limitaba a sobrevivir; dejaba escapar cada dos o tres minutos una ristra de toses desagradables, tuberculosas, que amenazaban con desbaratar la fragilidad de su percha y desarmarle allí mismo, sobre la mesa. El tipo del centro aguardó unos segundos a que el silencio volviera a restablecerse, mirando de soslayo y con cierto fastidio a su ruinoso compañero, y anunció el último tema, sobre el cual yo debía disertar los siguientes diez minutos:
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