Sergio Pitol - El viaje
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En un italiano macarrónico me siguió contando las persecuciones de que había sido objeto en los veranos; dentro de poco se retiraría a la montaña, en una aldea de difícil acceso, allí estaría más tranquilo, se iría con otros viejos a descansar, aunque ya el año pasado tuvo que vivir encerrado en un granero donde sus nietos le llevaban clandestinamente los alimentos, "porque las alemanas y las finlandesas suben como cabras, se lo juro, estoy seguro de que treparían al Hi-malaya sí supieran que allí había un georgiano extraviado, y aunque estuviera agonizando ellas se lo cepillarían, imagínese usted lo que harán aquí en nuestros lugares que no son tan inaccesibles; las guía el olfato dicen que el semen de los georgianos es dorado; no, no es cierto, pero eso es lo que dicen, y también que es el más aromático del mundo, de manera que andan como los cerdos husmeando el suelo, en busca de trufas, sólo por el aroma, así son ellas". Se ofreció a acompañarme y a devolverme después al restaurante. Me es imposible escribir más. La experiencia fue casi traumática, me perturbó más de la cuenta, los olores excrementicios me descomponen físicamente, y yo había bebido una bestialidad. Salí del mingitorio solo y llegué al restaurante como pude a buscar a mi guía para que me condujera al hotel, creo que ni siquiera me despedí de nadie. Tendré que disculparme. Una joven bellísima me detuvo para decirme que el hombre que salió conmigo a la calle era su padre, y que no había vuelto. Me preguntó si no me dijo que se iría directamente a la casa. Le dije que no sabía, sólo que sí, que ya se había marchado, lo vi salir a la calle. "¿Hacia la derecha o hacia la izquierda?", quiso saber. Respondí que no me había fijado, que más bien me parecía que se había ido hacia el río. De haber sido veraz habría tenido que decirle que el último lugar donde lo dejé fue en el mingitorio, y que se estaba bajando los pantalones mientras hablaba con algunos muchachos que lo recibieron con regocijo.
30 de mayo
Vuelta al día de ayer. Llegué al hotel muy achispado por los hectolitros de vino tinto ingerido. El espectáculo me dejó bastante perturbado. Fue, sobre todo, un golpe al pudor. Desde niño he tenido horror a contemplar ese tipo de actividades corporales. Las he seguido evadiendo toda la vida. Enfrentarme a esa sorprendente verbena excrementicia me desquició. Más que el hedor, lo que en verdad me alteró fue la naturalidad con que eran realizadas esas funciones. Me imagino que aquel escritor asediado por la insaciable brama de las damas de Occidente se propuso acompañarme a los mingitorios para disminuir el efecto si hubiese entrado solo al lugar. Salimos del restaurante, bajamos por una calle-escalera que iba a dar al río, y antes de llegar al malecón entramos en una pequeña puerta. Me parece que ni siquiera había una señal aclaratoria en el exterior, aunque no estoy seguro. Lo cierto es que no era un lugar clandestino, para nada. Apenas cruzado el umbral, sentí un fuerte golpe en el estómago, un mareo, una repelente racha de aire pútrido. Bajamos aún un tramo de escalera hasta llegar a un espacio amplísimo. Por el bullicio que se oía, el local debía ser un lugar muy concurrido. Tal vez, la letrina central de la ciudad. La luz era pésima. En un momento empecé a vislumbrar tras la fétida neblina una larga hilera de hombres de todas las edades, sentados en una banca interminable. Era un mingitorio colectivo, lo que jamás habría imaginado que existiera, fuera de las instalaciones penales, si acaso. Unos cuantos leían el periódico, todos hablaban y discutían. Mi acompañante dijo que ese día había sido de fútbol, por eso tanta gente, y tanta bulla. Me dio la espalda para saludar a alguien. En la otra parte de la sala gigantesca corría de pared a pared un canal metálico: el urinario, hacia donde me dirigí. El pudor colectivo era inexistente. Se oían carcajadas al mismo tiempo que ruidos de vientre. La pestilencia del antro era intolerable. Temí desmayarme. Busqué a aquel loco Virgilio que me había conducido a ese círculo fecal del infierno para pedirle que me sacara inmediatamente de allí, y lo vi feliz, como si hubiera llegado al agora en el momento cenital, conversando alegremente con unos muchachos y saludando a otros, mientras se desabrochaba los pantalones y se dirigía a uno de los agujeros para defecar. Salí como pude, llegué al restaurante, pedí a la guía que me llevara en un taxi al hotel y caí como una piedra en la cama. Desperté, ya lo he dicho, creo, con pesadez, me bañé y cambié de ropa, y las escenas que había vislumbrado bailaban en mi cabeza como algo lejano, vago, trozos sueltos de una pesadilla. Decidí no hacer de aquello un drama. Las aspirinas habían hecho ya su efecto. Tomé un par de expresos en el hotel y me eché a caminar por la avenida Rushtaveli, la más importante de la ciudad. Llegué al teatro del mismo nombre, y recordé la fabulosa representación del Ricardo III de Shakespeare que la compañía de este teatro había presentado en el Festival Cervantino unos tres o cuatro años atrás. Una representación que tenía algo del expresionismo alemán más radical y también de las marionetas populares, muy coloridas, muy marcados los rasgos, los gestos, todos los movimientos. El teatro está rodeado por un parque muy arbolado. Caminé por un sendero. La primavera estaba en su mejor momento. Los árboles comenzaban a florecer y el aroma era maravilloso, un perfume de… iba yo a decir durazno, creo, pero de pronto, ante mi estupefacción, abro la boca y pronuncio en voz alta: "Sal mojón /de tu rincón / hazme el milagro / niño cagón". Y repetí ese estribillo dos o tres veces, y vislumbro un patio, al lado de una escalera, o en el descanso de ella, con macetas grandes de hortensias blancas, sentado en una baciniquita, con mis pantalones bajados hasta los tobillos, y una sirvienta muyjoven, casi una niña todavía, que repetía estos versos, una y otra y otra vez, enseñándome a defecar en ese lugar determinado y no en la ropa. Debe ser el recuerdo más antiguo, o uno de los dos más lejanos que haya rescatado de mi memoria. ¿Qué edad podría yo tener? Tres años, cuando mucho cuatro. Lo volví a recitar. Estaba yo en Puebla, en casa de unos tíos, donde pasábamos una temporada. Todo era nítido, transparente, una dicha me rodeaba. En alguna de las habitaciones arriba de la escalera estaría mi madre, y mi tía Querubina y mis primas Lilia y Olga, que eran casi de la edad de mi madre) y seguramente vivía aún mi padre; todo era felicidad, sí, pero sobre todo vaciar el vientre en aquel momento y repetir las palabras que la jovencita me enseña, y golpearme los muslos con los puños al ritmo de las palabras, y mi mamá seguramente me espera y me abrazaría tan pronto me viera en el vano de la puerta, me sentaría en su regazo, me besaría porque la joven le decía que ya había yo hecho en la bacinica. "No puedo soportar tanta realidad. / El tiempo pasado y el tiempo futuro, / lo que pudo haber sido y lo que ha sido / tienden a un solo fin, presente siempre." Una felicidad me abrazó en el parque que rodeaba al teatro Rushtaveli y salí del hechizo y advertí que tal recuerdo no se hubiera revelado de no ser por ese shock sufrido horas atrás. Salí del parque, me detuve frente al teatro a ver los programas del mes y las fotos de las nvievas producciones, y luego llegué al hotel y tomé otro café y una tostada y volví a mi cuarto y recordé a la señora que asistió a mi conferencia sobre El Periquillo Sarniento de Fernández de Lizardi en la Biblioteca de Lenguas Extranjeras de Moscú, quien me habló de los estudios antropológicos de su marido, de las festividades de primavera donde se reverenciaba a un niño cagón, o algo así, si no deliro, y luego establecí un parecido entre esa mujer con otra que vi hace muchos años en un restaurante de Estambul, que de pronto comenzó a cantar "Ramona", aquella canción de los años veinte interpretada por Dolores del Río, y los rostros se sobreponían, y supe entonces que estoy a punto de escribir una novela que recogerá todo esto cuando llegue a Praga.
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