Cuando no sólo los periódicos de Nueva York, sino también los de Jersey se ocuparon de él… bueno, eso acabó con Ira. Buscaron a todos los conocidos de Ira en el condado de Sussex y les hicieron hablar. Campesinos, ancianos, gente corriente de la que se había hecho amigo el astro de la radio, y todos ellos contaban lo mismo: que Ira les había abordado para hablarles de los males del capitalismo. Ira tenía aquel amigo, un viejo chiflado de Zinc Town, el taxidermista, y le gustaba ir a verle y hablar con él. Los periodistas visitaron al viejo y éste habló por los codos. Ira no podía creerlo. Pero el taxidermista concede que Ira le había engañado como a un niño hasta que un día se presentó con un muchacho y los dos intentaron ponerles, a él y a su hijo, en contra de la guerra de Corea. Escupieron auténtico veneno contra el general Douglas McArthur y volcaron sobre Estados Unidos toda clase de insultos.
El FBI se lo pasó en grande ese día, tanto con el viejo como con la reputación que Ira tenía en la zona. Ponerte bajo vigilancia, destrozar tu reputación en la comunidad, recurrir a tus vecinos para que acaben contigo… Debo decirte que Ira siempre sospechó que había sido el taxidermista quien te señaló. Estuviste con Ira en el taller de taxidermia, ¿no es cierto?
– Así es -respondí-. Se llamaba Horace Bixton, un hombre menudo y chistoso. Me regaló una pezuña de ciervo. Me pasé allí una mañana, viendo cómo desollaban un zorro.
– Pues pagaste cara esa pezuña de ciervo. Verles desollar el zorro te costó la beca Fulbright.
Me eché a reír.
– ¿Has dicho que también puso a su hijo en contra de la guerra? El hijo era sordo como una tapia. Era sordomudo. No oía absolutamente nada.
– Era la época de McCarthy… no importaba. Ira tenía un vecino que vivía carretera abajo, un minero del cinc que había sufrido un grave accidente y solía trabajar para él. Ira pasaba mucho tiempo escuchando las quejas de esos hombres sobre la empresa New Jersey Zinc y tratando de hacerles cambiar de idea acerca del sistema, y aquel individuo en concreto, que era vecino suyo, al que invitaba a comer continuamente, fue el designado por el taxidermista para que anotara el número de matrícula de todo aquel que acudiera a la cabana de Ira.
– Conocí al hombre que había sufrido el accidente -le dije-. Comimos juntos. Se llamaba Ray. Le cayó una roca encima y sufrió lesiones en el cráneo. Raymond Svecz. Había sido prisionero de guerra. Ray solía hacer trabajos ocasionales para Ira.
– Supongo que Ray hacía trabajos ocasionales para todo el mundo -replicó Murray-. Tomaba nota del número de matrícula de los visitantes de Ira y el taxidermista se los daba al FBI. La matrícula que aparecía con más frecuencia era la mía, y también usaron esa prueba contra mí… que visitaba tanto a mi hermano, espía comunista, y a veces incluso pasaba la noche allí. Sólo hubo un hombre que permaneció fiel a Ira. Tommy Minarek.
– Conocí a Tommy.
– Un viejo encantador, inculto pero inteligente. Era un hombre con firmeza moral. Un día Ira llevó a Lorraine al vertedero de piedras y Tommy le dio una bolsa de minerales gratis. Al volver a casa, la niña sólo hablaba de él. Cuando Tommy leyó la noticia en el periódico, fue a la cabana y le dijo a Ira: «Si tuviera redaños, yo también sería comunista».
Tommy fue quien rehabilitó a Ira. Fue quien le hizo salir de sus cavilaciones, quien lo devolvió al mundo. Le hacía sentarse a su lado en el vertedero de piedras, del que se ocupaba, para que la gente viera a Ira allí. En el pueblo respetaban a Tommy, así que, andando el tiempo, perdonaron a Ira por ser comunista. No todos ellos, pero sí la mayoría. Durante tres o cuatro años, los dos se sentaron en el vertedero de piedras, donde conversaban, y Tommy le enseñaba todo lo que sabía de los minerales. Tommy sufrió una apoplejía y murió, y dejó a Ira su sótano lleno de minerales. Entonces Ira, autorizado por el municipio, ocupó el sitio del viejo. Se sentó allí, con su hiperinflamación, restregándose las articulaciones y los músculos doloridos, y dirigió el vertedero de piedras de Zinc Town hasta que se murió. Bajo el sol, un día de verano, cuando vendía minerales, cayó al suelo muerto.
Me pregunté si Ira había renunciado a ser discutidor, a llevar la contraria y provocar, a actuar ilegalmente cuando era necesario, o si todo eso seguía vivo en él mientras vendía los minerales de Tommy delante del vertedero de piedras, separado por la carretera del taller mecánico donde tenían el lavabo. Probablemente estaba vivo; en Ira todo estaba vivo. Nadie en este mundo tenía menos talento que él para la frustración o era más inhábil en el dominio de sus estados de ánimo. El deseo de actuar… y en cambio vendía a los niños bolsas de minerales a cincuenta centavos. Allí sentado hasta que murió, deseando hacer algo completamente distinto, creyendo que en virtud de sus atributos personales (su estatura, su animosidad, la clase de padre que había tenido que soportar) estaba destinado a ser diferente. Enfurecido por no tener ninguna salida para cambiar el mundo. La amargura de esa servidumbre… Cómo se le debió de atragantar, empleando entonces para destruirse a sí mismo su inagotable capacidad de no desistir jamás.
Ira regresaba del paseo por la calle Bergen, de pasar ante el puesto de periódicos de Schachtman, más desgraciado que cuando salió de casa, y Lorraine no podía soportarlo. Ver a su tío, aquel hombretón, con quien había cantado la canción del obrero («aupad, aupad»), verle humillado de esa manera era demasiado para ella, así que nos vimos obligados a ingresarlo en el hospital de Nueva York.
Se imaginaba el causante de la ruina de O'Day. Estaba seguro de que había sido la perdición de todos aquellos cuyos nombres y direcciones figuraban en las dos agendas que Eve entregó a Katrina, y estaba en lo cierto. Pero O'Day seguía siendo su ídolo, y las cartas de O'Day citadas con detalle en los periódicos después de que aparecieran en el libro… en fin, Ira estaba seguro de que eso había acabado con O'Day, y semejante ignominia era atroz.
Intenté ponerme en contacto con O'Day. Le conocía, sabía lo íntimos que habían sido en el ejército. Recordaba la época en que Ira había sido su compinche en Calumet City. No me gustaba aquel hombre, no me gustaban sus ideas, no me gustaba su mezcla de superioridad y astucia, la ventaja moral que creía tener como comunista, pero no podía creer que considerase a Ira responsable de lo que había ocurrido. Creía que O'Day cuidaría de sí mismo, que era fuerte e implacable en su desinterés por todo lo ajeno a sus principios comunistas, mientras que Ira tenía otro talante. Pero también me equivocaba. En mi desesperación, imaginaba que si alguien podía reanimar a Ira sería O'Day.
Pero no pude conseguir su número de teléfono. Ya no figuraba en los listines de Gary, Hammond, Chicago Este, Calumet City ni Chicago. Cuando escribí a la última dirección suya que tenía Ira, me devolvieron la carta con la indicación «destinatario desconocido en esta dirección». Telefoneé a todas las oficinas sindicales de Chicago, telefoneé a las librerías que vendían material izquierdista, telefoneé a todos los sitios que se me ocurrieron. Cuando ya me había dado por vencido, una noche sonó el teléfono y era O'Day.
Me preguntó qué quería de él y le dije dónde estaba Ira y cuál era su estado. Le dije que si quería viajar al Este el fin de semana para visitar a Ira en el hospital y estar un rato con él, nada más que eso, le enviaría el importe del tren por giro telegráfico, y podría pasar la noche con nosotros en Newark. No me gustaba hacerlo, pero intentaba convencerle, así que le dije: «Usted significa mucho para Ira. Siempre quería ser digno de la admiración de O'Day. Creo que usted podría ayudarle».
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