Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Sin embargo, puesto que conocía bien a Ira, ¿cómo podía publicar el libro y no esperar que él hiciera algo? Aquello no era una carta de tres páginas dirigida a Zinc Town, sino un gran best seller nacional que tuvo mucha resonancia. Tenía todos los ingredientes para ser uno de los libros más vendidos: Eve era famosa, lo mismo que Grant, y el comunismo era el peligro internacional. En cuanto a Ira, no era tan famoso como ellos y, aunque el libro garantizaba que nunca volvería a trabajar en la radio y que la carrera que iniciara fortuitamente había terminado, durante los cinco o seis meses que el libro estuvo en las listas de los más vendidos, Ira llamó la atención como jamás lo había hecho. De un solo golpe, Eve lograba despersonalizar su vida al tiempo que dotaba al espectro del comunismo de un rostro humano, el de su marido. Me casé con un comunista, me acosté con un comunista, un comunista atormentó a mi hija, los Estados Unidos escucharon a un comunista sin sospecharlo, a un hombre disfrazado de patriota que hablaba por la radio. Un perverso traidor de dos caras, los nombres auténticos de auténticas estrellas, un gran telón de fondo para la Guerra Fría… claro que se convirtió en un best seller. La acusación de Eve contra Ira podía conseguir un gran público en los años cincuenta.

Y no estaba de más que nombrara a todos los demás judíos bolcheviques que intervenían en el programa de Ira. La paranoia de la Guerra Fría tenía el antisemitismo latente como una de sus fuentes, y así, bajo la guía moral de los Grant (a quienes el judío izquierdista ubicuo y perturbador les gustaba casi tanto como a Richard Nixon), Eve pudo transformar un prejuicio personal en un arma política al confirmar a la Norteamérica gentil que, tanto en Nueva York como en Hollywood, tanto en la radio como en el cine, cada vez que te topabas con un comunista, en nueve de cada diez casos era, por añadidura, judío.

¿Pero imaginaba ella que aquel hombre abiertamente agresivo e impetuoso no reaccionaría de alguna manera? ¿Creía que aquella persona que sostenía violentas discusiones a la mesa, que la emprendía a gritos en la sala de estar, que, al fin y al cabo, era comunista, que sabía lo que era llevar a cabo una acción política, que se había hecho tenazmente con el dominio de su sindicato, que se las había ingeniado para redactar de nuevo los guiones de Sokolow, para intimidar a un pendenciero como Artie Sokolow… creía que no iba a hacer absolutamente nada? ¿Le conocía de veras? ¿Y el retrato de él que hacía en su libro? Si Ira era Maquiavelo, era un pájaro de cuidado. Todo el mundo debería ponerse a cubierto.

Eve piensa que está enojada de veras: enfadada por lo de Pamela, lo de Helgi, la renovación de la cabana y todas las demás fechorías contra Sylphid, y piensa que va a llamar la atención de ese cabrón maquiavélico, lascivo y cruel. Pues bien, ya lo creo que llamó su atención. Pero sin duda lo más evidente al llamar la atención de Ira metiéndole por el culo un atizador al rojo vivo en público es que lograría enfadarle. Nadie cede jovialmente a esa clase de trastadas. A nadie le gusta verse expuesto en best sellers que le denuncian falsamente, y uno ni siquiera tendría que ser Ira Ringold para ofenderse. Y para emprender alguna acción. Pero eso no se le pasa a ella por la cabeza. El justo rencor que alimenta su proyecto, la ausencia de culpabilidad que alimenta su proyecto no puede imaginar que nadie se desquite. Ella sólo ha querido ajustar cuentas. Fue Ira quien tuvo un comportamiento horrible, y ella se limita a presentar su versión de la historia. Ha conseguido sus últimas satisfacciones, y las únicas consecuencias que imagina son consecuencias que se merece. Tiene que ser así… ¿qué ha hecho ella?

La misma ceguera que le hizo sufrir tanto con Pennington, Freedman, Sylphid, Pamela, los Grant, incluso con Helgi Párn… al final, esa misma ceguera fue el gusano que la destruyó. Fue lo que el profesor que enseña a Shakespeare en la escuela llama el defecto trágico.

Eve estaba poseída por una gran causa: la suya propia. Su causa, presentada en la forma ampulosa de una batalla abnegada para salvar a Estados Unidos de la marea roja. Todo el mundo tiene un matrimonio fracasado, ella misma ha tenido cuatro. Pero también ha necesitado ser especial, una estrella. Quiere mostrar que también ella es importante, que tiene cerebro y la capacidad para luchar. ¿Quién es ese actor, Iron Rinn? ¡Soy yo quien actúa! ¡Soy yo quien tengo el nombre y el poder del nombre! No soy esa débil mujer a la que puedes hacer lo que se te antoje. ¡Soy una estrella, maldita sea! El mío no es un matrimonio corriente fracasado. No perdí a mi marido debido a la horrible trampa en la que estoy metida con mi hija.

No perdí a mi marido debido a esas escenas en las que le imploraba de rodillas. No perdí a mi marido debido a esa puta borracha con un diente de oro. Tiene que ser más imponente que todo eso, y yo debo ser intachable. El rechazo a confesar sinceramente la verdad en sus dimensiones humanas la convierte en algo melodramático, falso y vendible. Perdí a mi marido a causa del comunismo.

Y Eve ni siquiera tenía la más ligera idea del verdadero tema de aquel libro, de lo que lograba realmente. ¿Por qué presentaban a Iron Rinn al público como un espía soviético peligroso? Para lograr la elección de otro republicano en el Congreso. Para lograr que Bryden Grant llegara al Congreso y que Joe Martin ocupara el puesto de presidente de la Cámara.

Finalmente, Grant fue elegido en once ocasiones. Un considerable personaje en el Congreso. Y Katrina se convirtió en la anfitriona republicana de Washington, la soberana de la autoridad social en la época de Eisenhower. Para una persona llena de envidia y vanidad, ninguna posición en el mundo habría sido más gratificante que la que permitía decidir quién se sentaba frente a Roy Cohn. En las cenas ofrecidas en Washington, donde el respeto a las jerarquías era motivo de preocupación, la capacidad de Katrina para rivalizar, el puro vigor caníbal de su gusto por la supremacía, por premiar y desairar a la clase dirigente, ejercía su… soberanía, creo que ésa sería la palabra. Aquella mujer preparaba una lista de invitados con el sadismo autocrátíco de Calígula. Experimentaba el goce de humillar a los poderosos. Producía uno o dos temblores en la capital. En la época de Eisenhower y, más adelante, en la del mentor de Bryden, Nixon, Katrina tenía atenazada a la sociedad washingtoniana como si fuese la encarnación del miedo.

En 1969, cuando se especuló con que Nixon le daría a Grant un cargo en la Casa Blanca, el marido congresista y la esposa novelista y anfitriona aparecieron en la portada de Life… No, Grant nunca llegó a ser Haldeman, pero al final, el caso Watergate también le hizo naufragar. Compartió la suerte de Nixon y, a pesar de las pruebas contra su jefe, le defendió en la sala del Congreso hasta la misma mañana de la dimisión. Por eso Grant salió derrotado en 1974. Claro que había emulado a Nixon desde el comienzo. Nixon tuvo a Alger Hiss, Grant tuvo a Iron Rinn. Para catapultarlos a la eminencia política, cada uno de ellos tuvo un espía soviético.

Vi a Katrina en la televisión, cuando retransmitieron el funeral de Nixon. Grant había muerto años atrás y ahora también ella está muerta. Tenía mi edad, tal vez uno o dos años más. Pero allí, en el funeral en Yorba Linda, con la bandera ondeando a media asta entre las palmeras y el lugar de nacimiento de Nixon al fondo, era aún nuestra Katrina, canosa y apergaminada, pero todavía capaz de estimular con su fortaleza a las buenas gentes, charlando con Bárbara Bush, Betty Ford y Nancy Reagan. La vida no parecía haberle obligado a reconocer la inconveniencia de una sola de sus pretensiones, y no digamos a renunciar a ellas. Todavía sinceramente decidida a ser la autoridad nacional en probidad, rigurosa en extremo en cuanto a que se hiciera lo correcto. La vi hablar con el senador Dole, nuestro gran faro moral, y me pareció que seguía totalmente convencida de que cada palabra que pronunciaba era de la máxima importancia. Seguía ajena a la introspección en silencio. Seguía siendo la vigilante virtuosa de la integridad ajena. Y no se arrepentía. Mostraba una divina falta de arrepentimiento y blandía esa ridicula imagen de sí misma. La estupidez no tiene cura, ¿sabes? Esa mujer era la encarnación de la ambición moral, con el carácter pernicioso y la locura de ésta.

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