Las mentiras… un río de mentiras. La traducción de la verdad a mentira, la traducción de una mentira a otra mentira, la competencia que la gente muestra al mentir, la habilidad. Juzgar meticulosamente la situación y entonces, con la voz serena y el semblante serio, decir la mentira más productiva. Aun cuando digan la verdad parcial, nueve de cada diez veces en pro de una mentira. Nunca había tenido que contar estas cosas a nadie como lo estoy haciendo, Nathan, con tanto detalle. No lo había contado hasta ahora y no lo volveré a contar. Me gustaría hacerlo bien, hasta el final.
– ¿Por qué?
– Soy la única persona aún viva que conoce la historia de Ira, y tú eres la única persona aún viva a quien le interesa. Ésa es la razón, que todos los demás han muerto -se rió antes de añadir-: Mi última tarea. Confiar la historia de Ira a Nathan Zuckerman.
– No sé qué puedo hacer con ella -le dije.
– Esa no es mi responsabilidad. Tengo la responsabilidad de contártela. Ira y tú os teníais mucho afecto.
– Entonces adelante. ¿Cómo terminó?
– Pamela -respondió-. Pamela Solomon. Pamela sintió pánico cuando supo por Sylphid que Eve había desvalijado el escritorio de Ira. Pensó lo que suele pensar la gente cuando se entera de la catástrofe que ha sufrido alguien: ¿cómo me afecta esto? ¿Fulano, de mi oficina, tiene un tumor cerebral? Eso significa que he de hacer yo solo el inventario. ¿Mi vecino Fulano iba en ese avión que se estrelló? ¿Murió en el accidente? No, no puede ser. Iba a venir el sábado para arreglar el triturador de basuras.
Existía una foto de Pamela que Ira le había hecho en la cabana y en la que aparecía en traje de baño, junto al estanque. Pamela temía, infundadamente, que esa foto estuviera en el escritorio, junto con el material comunista, y que Eve la hubiera visto o que, si no estaba allí, Ira se la mostrara a Eve, se la pusiera ante las narices y le dijera: «¡Mira!». ¿Qué ocurriría entonces? Eve se enfurecería con ella, la llamaría desvergonzada y la echaría de casa. ¿Y qué pensaría Sylphid de Pamela? ¿Qué haría Sylphid? ¿Y si deportaban a Pamela? Esa era la peor posibilidad de todas. Pamela era extranjera en Estados Unidos… ¿y si su nombre afloraba en el lío comunista de Ira, acababa por salir en los periódicos y la deportaban? ¿Y si Eve se ocupaba de asegurar que la deportaran, por tratar de robarle a su marido? Adiós bohemia. De regreso a todo aquel sofocante decoro británico.
Pamela no se equivocaba del todo en su evaluación del peligro que encerraba para ella el lío comunista de Ira y del estado de ánimo del país. La atmósfera de acusación, amenaza y castigo era omnipresente. A una extranjera, en particular, le parecía un pogromo democrático lleno de terror. Había suficiente peligro para justificar el temor de Pamela. En aquel clima político, sus temores eran razonables. Y así, como reacción a sus temores, Pamela aplicó a la situación apurada toda su considerable inteligencia y su sentido común realista. Ira acertó al reconocer en ella a una joven perspicaz y lúcida, de mente clara y que sabía lo que quería.
Pamela le dijo a Eve que un verano, dos o tres años antes, se encontró con Ira en Village. El conducía la rubia, se iba al campo, le dijo que Eve ya se encontraba allí y le preguntó sí quería subir e ir a pasar el día con ellos. Era un día tan bochornoso que ella no se detuvo a pensar las cosas bien. «De acuerdo», le dijo, «voy a buscar el bañador», y él la esperó y partieron hacia Zinc Town, donde, al llegar, ella descubrió que Eve no estaba. Intentó ser afable y creer la excusa que él le daba, e incluso se puso el bañador y fue al estanque con él. Fue entonces cuando Ira le hizo la fotografía e intentó seducirla. Ella se echó a llorar, lo rechazó, le dijo lo que pensaba de él y lo que le estaba haciendo a Eve, y entonces tomó el siguiente tren a Nueva York. Como no quería tener problemas, había mantenido en secreto los requerimientos de Ira. Temía que, de lo contrario, todo el mundo la culpara y la considerase una furcia por haber subido en el coche con él. Le llamarían toda clase de cosas por haberle dejado hacer aquella foto. Nadie prestaría oídos a su versión de lo ocurrido. El la habría agobiado con todas las mentiras concebibles si ella se hubiera atrevido a exponer su traición diciendo la verdad. Pero ahora que conocía el alcance de su traición, no podía, en conciencia, seguir guardando silencio.
Una tarde, al terminar las clases, fui a mi despacho y encontré a mi hermano, esperándome. Estaba en el pasillo, firmando su autógrafo para un par de profesores que le habían visto. Abrí la puerta, entramos y él echó sobre la mesa un sobre en el que estaba escrito «Ira». El remitente era el Daily Worker, y dentro había un segundo sobre, éste dirigido a «Iron Rinn», con la caligrafía de Eve y el papel avitelado azul que ella usaba. El jefe de redacción del Worker era amigo de Ira, y había ido personalmente en su coche a Zinc Town para darle el sobre.
Parece ser que un día después de que Pamela hubiera ido a Eve con la historia, Eve actuó con lo que ella consideraba la mayor firmeza, dio el golpe más fuerte del que era capaz. Vestida con su chaqueta de lince, un carísimo vestido de terciopelo negro con adornos de encaje blanco, calzada con unos zapatos negros de puntera abierta y tocada con uno de sus elegantes sombreros de fieltro con velo, se encaminó, no al 21 para almorzar con Katrina, sino a la redacción del Daily Worker. Este periódico tenía su sede en University Place, a pocas manzanas de la calle West Eleventh. Eve toma el ascensor hasta el quinto piso y pide ver al director. La hacen pasar al despacho, donde saca la carta del manguito de lince y la deposita sobre la mesa del director. «Para el héroe martirizado de la revolución bolchevique», le dice, «para la última y mejor esperanza del artista del pueblo y de la humanidad», y dicho esto, se da la vuelta y se marcha. A pesar del tormento y el temor que experimentaba ante cualquier oposición, su arrogancia podía ser impresionante cuando se sentía justamente agraviada y tenía uno de sus engañosos días de gran señora. Era capaz de tales transformaciones, y tampoco adoptaba medidas a medias. En cualquier extremo del arco iris sentimental los excesos podían ser persuasivos.
El jefe de redacción recibió la carta, subió a su coche y se la llevó a Ira, el cual vivía solo en Zinc Town desde que lo despidieron. Cada semana iba a Nueva York para hablar con los abogados: iba a demandar a la emisora, al patrocinador y a Red Channels. En la ciudad hacía un alto para visitar a Artie Sokolow, quien había sufrido su primer ataque cardiaco y estaba encamado en su casa del Upper West Side. Luego venía a Newark para vernos. Pero en general Ira estaba en la cabana, enfurecido, meditativo, hundido en la tristeza, obsesionado, preparando la cena para el vecino que sufrió el accidente en la mina, Ray Svecz, comiendo con él y quejándose de su caso a aquel individuo que sólo era consciente a medias de lo que le estaba diciendo.
A última hora del día Ira tuvo la carta de Eve en su poder, y entonces vino a mi despacho y la leí. Está en mi archivo, con los demás papeles de Ira. No le haría justicia si la parafraseara. Tenía tres páginas y estaba escrita con mordacidad. Era evidente que había sido redactada de corrido, y el resultado era perfecto. Tenía garra, era un documento feroz y, sin embargo, muy competente. Estimulada por la cólera, Eve se mostraba neoclásica en el papel azul con monograma. No me habría sorprendido que el texto, en el que ponía a Ira como un trapo, finalizara con una fanfarria de pareados heroicos.
¿Recuerdas a Hamlet cuando maldice a Claudio? ¿El pasaje del segundo acto, después de que el actor que hace de rey hable sobre la muerte de Príamo? Está en medio del monólogo que empieza con: «¡Oh, qué miserable soy, qué parecido a un siervo de la gleba!». «¡Sanguinario y lascivo granuja!», dice Hamlet. «¡Inhumano, traidor, impúdico y desnaturalizado asesino! ¡Oh, venganza!» Pues bien, el meollo de la carta de Eve va más o menos por ahí: sabes lo que Pamela significa para mí, una noche te confié, sólo a ti, todo lo que Pamela significa para mí. "Complejo de inferioridad", ése era, según Eve, el problema de Pamela. Una chica con complejo de inferioridad, lejos de su hogar, su país y su familia. Era una pupila de Eve, ésta tenía la responsabilidad de cuidarla y protegerla y, sin embargo, de la misma manera que él afeaba todo aquello en lo que había puesto las manos, se dispuso astutamente a convertir a una muchacha de la clase de Pamela Solomon en una artista de strip-tease como la señorita Donna Jones. Atraer a Pamela a aquel antro con apariencia engañosa, salivar como un pervertido mirando su foto en traje de baño, tomar con sus manazas de gorila aquel cuerpo indefenso, por el mero placer de hacerlo, para convertir a Pamela en una puta corriente y humillar a Sylphid y a ella misma de la manera más sádica que era capaz de maquinar. Pero esta vez había ido demasiado lejos. Cierta vez le dijo, ella lo recordaba bien, que, a los pies del gran O'Day, se había maravillado de El príncipe de Maquiavelo. Ahora ella comprendía lo que había aprendido de ese libro. «Comprendo por qué mis amigos han tratado de convencerme durante años de que en todo cuanto dices o haces eres un implacable y depravado maquiavélico al pie de la letra, a quien no le importa el bien y el mal y sólo rinde culto al éxito. Intentaste forzar a esta joven encantadora y llena de talento para que tuviera relaciones contigo, una chica que se debate con su complejo de inferioridad. ¿Por qué no intentaste hacer el amor conmigo como un medio, tal vez, de expresar amor? Cuando nos conocimos vivías solo en el Lower East Side, en el sórdido ambiente de tu querido proletariado. Yo te di una hermosa casa llena de libros, música y arte. Te proporcioné un estudio propio y te ayudé a formar tu biblioteca. Te presenté a la gente más interesante, inteligente y con más talento de Manhattan, te ofrecí el acceso a un mundo social como el que jamás habías soñado para ti. Hice cuanto pude por darte una familia. Sí, tengo una hija exigente. Tengo una hija problemática. Lo sé. Pero la vida está llena de exigencias. Para un adulto responsable, la vida es un conjunto de exigencias…» Y continuaba así por el estilo, siempre cuesta arriba, filosófica, madura, juiciosa, absolutamente racional, hasta que finalizaba con la amenaza: «Puesto que, como recordarás, tu ejemplar hermano no me permitió hablar contigo ni escribirte cuando estabas escondido en su casa, he recurrido a tus camaradas para buscarte. Parece ser que el Partido Comunista tiene más acceso a ti (e incluso a tu corazón) que cualquiera. Eres, en efecto, Maquiavelo, el acrisolado artista del control. Bueno, mi querido Maquiavelo, como no pareces haber entendido todavía las consecuencias de nada de lo que has hecho a otro ser humano para salirte con la tuya, puede que haya llegado la hora de que te enseñen».
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