Pero después de eso no sucedió nada. Ira regresó al programa radiofónico mientras seguía alojado en nuestra casa, y no volvió a mencionar su regreso a la calle West Eleventh. Helgi venía a masajearle tres veces por semana, y no ocurrió nada más. Muy al principio Eve llamó por teléfono, pero me puse yo y le dije que Ira no podía hablar con ella. ¿Hablaría yo con ella? ¿La escucharía por lo menos? Le dije que sí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
Dijo saber en qué se había equivocado, saber por qué Ira se escondía en Newark: porque ella le había hablado del recital de Sylphid. Ira ya estaba bastante celoso de la joven, y no pudo avenirse al inminente recital. Pero cuando Eve decidió hablarle de ello, se creyó en el deber de hacerle saber de antemano lo que suponía un recital. Porque, me dijo, no se reduce a alquüar una sala, no basta con presentarse allí y llevar a cabo el concierto, sino que es una producción. Es como una boda, un acontecimiento enorme que absorbe a la familia del músico durante meses antes del día señalado. Sylphid se prepararía durante todo el año siguiente. Para que una representación pudiera calificarse como recital, hay que tocar por lo menos durante una hora, lo cual es una tarea enorme. La mera elección de la música sería una tarea enorme, y no sólo para Sylphid. Habría interminables discusiones sobre las piezas iniciales y las finales, y cuál debería ser la partitura de cámara, y Eve había querido que Ira estuviera preparado para que no perdiera los estribos cada vez que ella le dejara a solas con Sylphid para hablar del programa. Eve había querido que él supiera de antemano que, como miembro de la familia, tendría que aguantarlo: iba a haber publicidad, frustración, crisis. Como todos los demás músicos jóvenes, Sylphid se acobardaría y querría retirarse. Pero Eve también quería que Ira supiera que al final habría valido la pena, y quería que yo se lo dijera. Porque un recital era lo que Sylphid necesitaba para abrirse paso. Me dijo que la gente es estúpida. Le gusta ver arpistas altas, rubias y cimbreantes, y Sylphid no tenía ninguna de esas características, pero era una artista extraordinaria y el recital iba a demostrarlo de una vez por todas. Tendría lugar en el ayuntamiento, Eve lo aseguraría, y Sylphid sería aconsejada por su antigua profesora de Juilliard, quien había accedido a ayudarla en su preparación, y Eve invitaría a todos sus amigos, los Grant le habían prometido ocuparse de que salieran críticas en todos los periódicos y ella no tenía la menor duda de que Sylphid lo haría estupendamente y obtendría unas críticas magníficas, y entonces la misma Eve podría utilizarlas para interesar a Sol Hurok [13]. ¿Qué iba a decirle? ¿De qué habría servido que le hubiera recordado esto, aquello o lo de más allá? El punto fuerte de Eve, afectada por una amnesia selectiva, consistía en reducir a la insignificancia los hechos inconvenientes. Lo había imaginado todo: el motivo de que Ira se alojara en nuestra casa era que ella se había creído en el deber de hablarle sinceramente sobre el recital en el ayuntamiento y todo lo que comportaría.
Pues bien, la verdad es que Ira nunca nos había mencionado el recital de Sylphid. Tenía la cabeza demasiado ocupada con el problema de la lista negra como para preocuparse por el recital de Sylphid. Dudo incluso de que cuando Eve le hablaba de eso, él hubiera reaccionado de alguna manera. Después de aquella llamada telefónica de Eve, me pregunté si sería cierto que se lo había planteado.
Entonces Eve envió una carta. Anoté en el sobre «destinatario desconocido» y, con el consentimiento de Ira, la devolví. Hice lo mismo con la segunda carta. A partir de entonces cesaron las llamadas y las cartas. Durante cierto tiempo pareció como si el desastre hubiera terminado. Eve y Sylphid pasaban los fines de semana en Staatsburg con los Grant. Debió de darles la tabarra sobre Ira, y tal vez sobre mí, y ellos, a su vez, le darían la tabarra sobre la conspiración comunista. Pero aun así no ocurrió nada, y empecé a creer que nada ocurriría mientras él siguiera oficialmente casado y los Grant supusieran que la esposa correría algún peligro, aunque fuese remoto, si acusaban al marido en Red Channels y era despedido.
Un sábado por la mañana, ¿quién aparece en el programa Van Tassel y Grant sino Sylphid Pennington y su arpa? Yo diría que la aprobación concedida a Sylphid invitándola al programa era un favor que le hacían a Eve, a fin de aislar a la hijastra de toda posible mancha por su relación con el padrastro. Bryden Grant entrevistó a Sylphid, y ésta les contó anécdotas divertidas de un músico en la orquesta del music hall y luego tocó una breve selección musical para los radioyentes, tras lo cual Katrina se embarcó en su monólogo semanal sobre el estado de las artes, una extensa fantasía, aquel sábado, acerca de las expectativas que el mundo de la música cifraba en el futuro de Sylphid Pennington, la ilusión ya creciente ante su debut, el recital en el ayuntamiento. Katrina explicó que, tras haber arreglado las cosas para que Sylphid tocara delante de Toscanini, éste dijo tales y cuales cosas sobre la joven arpista y, tras haber conseguido que Sylphid tocara para Phil Spitalny, éste había dicho esto y lo otro, y no había ningún nombre musical famoso del que ella no hiciera uso, y Sylphid nunca había tocado para ninguno de ellos.
Aquello fue audaz, espectacular y absolutamente característico. Si se sentía acorralada, Eve podía decir cualquier cosa, mientras que Katrina podía decir lo que quisiera en cualquier momento. Su talento y habilidad radicaban en la exageración, la tergiversación, la pura y simple invención, lo mismo que su marido, lo mismo que Joe Mc-Carthy. Los Grant no eran más que Joe McCarthy con pedigrí y convicción. Resultaba difícil creer que a McCarthy le sorprendieran mintiendo como ocurría con aquel par. El «Artillero de cola Joe» nunca podía suprimir del todo su cinismo. En el caso de McCarthy, la vileza me parecía una capa que lo cubría holgadamente, mientras que los Grant y su vileza eran una y la misma cosa.
Así pues, no ocurrió nada, y Ira empezó a buscar un piso para vivir solo en Nueva York… y fue entonces cuando sucedió algo, pero con Helgi.
Lorraine se lo pasaba en grande con aquella mujer corpulenta que tenía un diente de oro, el cabello teñido y recogido precipitadamente en un moño rubio, que entraba como un huracán en nuestro piso con la mesa plegable y hablaba en voz aguda y con acento estonio. En el dormitorio de Lorraine, donde masajeaba a Ira, Helgi siempre reía. Recuerdo que cierta vez le dije: «Te llevas bien con esta gente, ¿verdad?». Y él me respondió: «¿Por qué no habría de hacerlo? No hay nada malo en ellos». Fue entonces cuando me pregunté si el mayor de los errores que habíamos cometido fue no haberle dejado en paz para que se casara con Donna Jones, no haberle dejado en paz para que se ganara la vida en el centro de Estados Unidos, desprovisto de rebeldía, fabricando helados y creando una familia con aquella ex bailarina de strip-tease.
Pues bien, una mañana de octubre, Eve está fuera de sí, desesperada y asustada, y le pasa por la cabeza la idea de que Helgi entregue una carta a Ira. La telefonea al Bronx y le dice: «Venga aquí en taxi. Le daré el dinero. Quiero que le lleve una carta cuando vaya a Newark».
Helgi se presenta muy bien vestida, con abrigo de piel, su sombrero más bonito y su mejor vestido, con la mesa de masaje bajo el brazo. Eve está arriba, escribiendo la carta, y le dice a Helgi que espere en la sala de estar. La mujer inicia una larga espera. Hay un bar y una vitrina con vasos delicados, así que busca la llave de la vitrina, toma un vaso, localiza el vodka y se sirve. Y Eve sigue en el dormitorio, en bata, escribiendo una carta tras otra, rompiendo cada una y empezando de nuevo. Cada carta que escribe está mal y, con cada una de ellas, Helgi se sirve otro trago y se fuma otro cigarrillo, y pronto Helgi va de un lado a otro de la sala, mirando las fotos de Eve cuando era una espléndida y joven actriz de cine, las fotos de Ira y Eve con Bill O'Dwyer, el ex alcalde de Nueva York, y con Impellitteri, el alcalde actual, y se sirve otro trago, enciende otro cigarrillo y piensa en esta mujer con todo su dinero, su fama y su privilegio, piensa en sí misma y la dureza de su vida, y cada vez siente más lástima de sí misma y está más bebida. A pesar de lo corpulenta y fuerte que es, incluso empieza a llorar.
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