– Sólo tendrá que ser astuto e ir a su bola -argumentó Doris.
– No puede ser astuto e ir a su bola -repliqué-. Jamás será astuto, porque ese ambiente le enloquece.
– Pues perder todo aquello por lo que ha trabajado, ser castigado en Norteamérica por sus creencias, que sus enemigos lleven la voz cantante… eso le enloquecerá aún más.
– No me gusta -insistí.
– Pero no te ha gustado desde el principio, Murray -dijo Doris-. Ahora utilizas esto para conseguir que Ira haga lo que siempre has querido que hiciera. Al diablo con la explotación de esa mujer. Que la explote, para eso está ella ahí. ¿Qué es el matrimonio sin explotación? La explotación en los matrimonios es constante. Uno explota la posición del otro, uno explota el dinero del otro, uno explota el aspecto del otro. Creo que debería volver. Creo que necesita toda la protección que pueda conseguir, precisamente porque es impulsivo, porque es impetuoso. Está en guerra, Murray. Está bajo el fuego. Necesita un camuflaje y ella lo es. ¿No fue ella el camuflaje de Pennington porque éste era homosexual? Pues que ahora sea el de Ira porque él es comunista. Que sea útil para algo. No, de veras, no veo la objeción. Cargó con el arpa, ¿no es cierto? Impidió que la chica se rompiera la crisma, ¿no? Hizo lo que pudo por ella. Pues ahora que ella haga lo que pueda por él. Ahora, por azar, porque así son las circunstancias, ahora esas dos pueden hacer algo más que quejarse y despotricar de Ira y guerrear entre ellas. Ni siquiera han de ser conscientes de lo que hacen. Sin ningún esfuerzo por su parte, pueden serle útiles a Ira. ¿Qué tiene eso de malo?
– Está en juego su honor, eso es todo -respondí-. Está en juego su integridad. Todo esto es demasiado humillante. Discutí contigo sobre la afiliación al Partido Comunista, Ira. Discutí contigo sobre Stalin y la Unión Soviética. Discutí contigo y no sirvió de nada: estabas comprometido con el Partido Comunista. Pues bien, esta penosa experiencia forma parte de ese compromiso. Te imagino humillándote y no me hace ninguna gracia. Tal vez ha llegado el momento de prescindir de todas las mentiras humillantes. El matrimonio que es una mentira y el partido político que es otra. Ambos te están degradando.
El debate prosiguió durante cinco noches consecutivas. Y durante cinco noches él permaneció en silencio. Nunca le había visto tan silencioso, tan sereno. Finalmente, Doris se volvió hacia Ira y le dijo:
– Esto es todo lo que podemos decir, Ira. Lo hemos comentado todo. Se trata de tu vida, tu carrera, tu esposa, tu matrimonio. De tu programa radiofónico. Ahora la decisión es tuya. De ti depende.
– Si consigo mantener mi puesto -dijo él-, si logro que no lo tiren al cubo de la basura, hago más por el partido que si me quedo sentado y preocupándome por mi integridad. No es la humillación lo que me preocupa, sino ser eficaz. Quiero ser eficaz. Voy a volver con ella.
– Será inútil -le advertí.
– No, saldrá bien. Si tengo claro por qué estoy ahí, me aseguraré de que las cosas vayan bien.
Esa misma noche, media hora o tres cuartos después, sonó el timbre de la entrada. Eve había venido en taxi a Newark. Estaba pálida y ojerosa. Subió a toda prisa la escalera, y cuando nos vio a Doris y a mí en el rellano sonrió al instante, como saben hacerlo las actrices, como si Doris fuese una admiradora esperando a la entrada de los estudios para hacerle una foto con su cámara de cajón. Entonces pasó por nuestro lado, encontró a Ira y se arrodilló. El mismo número que aquella noche en la cabana. La Suplicante de nuevo. Repetida y promiscuamente la Suplicante. La pretensión aristocrática de señorío y aquella conducta perversa y desconocedora de la vergüenza. «Te lo imploro… ¡no me abandones! ¡Haré lo que sea!»
Nuestra pequeña y lista Lorraine había estado en su habitación haciendo los deberes. Había ido a la sala de estar en pijama, para desearnos las buenas noches, y, allí, aquella estrella famosa a la que escuchaba cada semana en El radioteatro americano, aquel personaje alabado dejándose atropellar por la vida. El caos y la crudeza de la más profunda intimidad de un ser humano expuestos en el suelo de nuestra sala de estar. Ira le pidió a Eve que se levantara, pero, cuando intentó alzarla, ella le rodeó las piernas con los brazos y el aullido que lanzó dejó boquiabierta a Lorraine. La habíamos llevado a ver el espectáculo del Roxy y al planetario Hayden, habíamos ido en coche a las cataratas del Niágara, pero, en cuanto a espectáculos, aquél constituía el pináculo de su infancia.
Me arrodillé al lado de Eve. «De acuerdo», pensé, «si lo que él desea es volver, si quiere más de esto, lo va a conseguir, y a espuertas».
– Vamos -le dije a Eve-, ya está bien, levántate. Vamos a la cocina y te haré café.
Y entonces Eve volvió la cabeza y vio a Doris, todavía con la revista que había estado leyendo en las manos. La buena y sencilla Doris, en zapatillas y bata. Recuerdo que la expresión de su semblante era de desconcierto; estaba aturdida, sin duda, pero desde luego no se burlaba. Sin embargo, el mero hecho de estar allí era un desafío suficiente al intenso drama que era la vida de Eve Frame para que ésta apuntara y disparase.
– ¡Y tú qué estás mirando, asquerosa y retorcida judía!
Debo decirte que lo había visto venir, o más bien que percibía la inminencia de algo que no fomentaría precisamente la causa de Eve, por lo que no me quedé tan pasmado como mi pequeña. Lorraine se echó a llorar, Doris le dijo: «Vete de mi casa», y Ira y yo la alzamos del suelo, la llevamos abajo, salimos de casa y la acompañamos en el coche a la estación de Pennsylvania. Ira se sentó a mi lado, y ella ocupó el asiento trasero, como si no recordara lo que había pasado. Durante todo el trayecto hasta la estación mostró aquella sonrisa, la destinada a las cámaras. Por debajo de la sonrisa no había nada en absoluto, ni su carácter ni su historia, ni siquiera su desdicha. No era más que aquel gesto en su cara. Ni siquiera estaba sola. No era consciente de sí misma para poder sentirse sola. Fueran cuales fuesen los orígenes vergonzantes de los que trató de alejarse durante toda su vida, el resultado estaba a la vista: era una persona de la que había huido la vida misma.
Frené delante de la estación de Pennsylvania, bajamos del coche y fría, muy fríamente, Ira le dijo:
– Vuelve a Nueva York.
– ¿Pero no vienes conmigo? -le preguntó ella.
– Claro que no.
– ¿Entonces por qué has venido en el coche? ¿Por qué vienes a la estación conmigo?
¿Sería ése el motivo de su sonrisa? ¿La creencia de que había triunfado y Ira regresaba con ella a Manhattan?
Esta vez no representaba la escena para mi reducida familia. Esta vez un público de unas cincuenta personas que se encaminaban a la estación se detuvieron al ver aquello. Sin el menor escrúpulo, aquella mujer majestuosa, que daba una importancia tan enorme a la idea del decoro, alzó ambas manos y, en el centro de Newark, reveló la magnitud de su aflicción. Una mujer totalmente inhibida y que mantiene en secreto su manera de ser… hasta que se muestra totalmente desinhibida. O bien inhibida y constreñida por la vergüenza, o bien desinhibida y desvergonzada. Nunca nada entre una cosa y otra.
– ¡Me has engañado! ¡Te odio! ¡Te desprecio! ¡ A los dos! ¡Sois la peor gente que he conocido jamás!
Recuerdo que entonces oí a alguien entre la multitud, un individuo que se acercaba a toda prisa, preguntando: «¿Qué están haciendo, una película? ¿No es ésa… cómo se llama? ¿Mary Astor?». Y recuerdo haber pensado que nunca estaría acabada. El cine, la escena, la radio y ahora aquello. La última gran carrera de la actriz entrada en años: expresar a gritos su odio en la calle.
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