El verano siguiente vendí revistas por las casas en Jersey, lo cual no era lo mismo que distribuir octavillas en una acería de Indiana al alba, en el crepúsculo y en la oscuridad de la noche. Aunque hablé con Ira un par de veces por teléfono, e hicimos un plan para ir a visitarle a la cabana en agosto, me alivió que tuviera que cancelarlo en el último momento, y entonces regresé a la universidad. Al cabo de unas semanas, a fines de octubre de 1951, me enteré de que él, Artie Sokolow, así como el director, el compositor, los otros dos actores principales del programa y el famoso locutor Michael J. Michaels, habían sido despedidos de Los libres y los valientes. Mi padre me dio la noticia por teléfono. Yo no leía los periódicos con regularidad, y me dijo que la noticia había aparecido el día anterior en los dos diarios de Newark, así como en todos los de Nueva York. «Hierro al rojo vivo», le habían llamado en el titular del New York Journal-American, donde colaboraba Bryden Grant como columnista. Los detalles habían salido en «El runrún de Grant».
Por el tono de mi padre, comprendí que su mayor preocupación era yo, las repercusiones que podría tener mi amistad con Ira.
– Porque le llaman comunista -repliqué indignado-, porque mienten y llaman a todo el mundo comunista.
– Sí, también pueden mentir y llamártelo a ti.
– ¡Que lo hagan! ¡Déjales que lo hagan!
Pero por mucho que gritara a mi padre, un podólogo y liberal, como si él fuese el ejecutivo de la emisora que había despedido a Ira y sus compañeros, por mucho que alzara la voz para afirmar que las acusaciones eran tan inaplicables a Ira como lo serían a mí, sabía, por haber pasado una sola tarde con Johnny O'Day, lo equivocado que podía estar. Ira había estado más de dos años con O'Day en la base militar de Irán. O'Day había sido su mejor amigo. Cuando le conocí, aún recibía largas cartas de O'Day y le contestaba. Luego estaba Goldstine y lo que había dicho en su cocina. «No dejes que te llene de ideas comunistas, chico. Los comunistas se hacen con un títere como Ira y lo utilizan. Vete de mi casa, estúpido y gilipollas comunista…»
Me había negado obstinadamente a reunir todo esto. Esto y el álbum de discos y más cosas.
– ¿Recuerdas, Nathan, la tarde en mi consultorio, cuando él vino desde Nueva York? Los dos le preguntamos, ¿y qué dijo él?
– ¡La verdad! ¡Dijo la verdad!
– «¿Es usted comunista, señor Ringold?», le pregunté, y tú le hiciste la misma pregunta -en un tono alarmante, que nunca le había oído hasta entonces, mi padre gritó-: ¡Si mintió, si ese hombre mintió a mi hijo…!
Lo que había percibido en su voz era la disposición a matar.
– ¿Cómo puedes relacionarte con alguien que te miente sobre algo tan fundamental? -inquirió él-. ¿Quieres decirme cómo? No era una mentira infantil, sino de adulto, una mentira motivada, una mentira absoluta.
Mi padre siguió hablando, mientras yo me preguntaba por qué se molestó Ira, por qué no me dijo la verdad. Yo habría ido a Zinc Town de todas maneras, o lo habría intentado. Claro que no sólo me mintió a mí. Ésa no era la cuestión. Mintió a todo el mundo. Si mientes a todo el mundo, de una manera automática y constante, lo estás haciendo a propósito para cambiar tu relación con la verdad. Porque nadie puede improvisar una cosa así. Dices la verdad a esta persona, mientas a esa otra persona… eso no puede salir bien. Así pues, mentir forma parte de lo que sucede cuando te pones ese uniforme. Mentir formaba parte de la naturaleza de su compromiso. Nunca se le ocurrió decir la verdad, en particular a mí, pues eso no sólo habría puesto en peligro nuestra amistad, sino que también me habría puesto en peligro a mí. Había muchas razones por las que mintió, pero ninguna que yo pudiera explicarle a mi padre, aun cuando la hubiera comprendido en su momento.
Después de hablar con mi padre, y con mi madre, que me dijo: «Le he rogado a papá que no te llamara, que no te apurase», traté de telefonear a Ira a la calle West Eleventh. El teléfono comunicó durante toda la tarde, y cuando volví a marcar a la mañana siguiente y por fin pude hablar, Wondrous, la mujer negra a quien Eve llamaba con la campanilla, algo que Ira detestaba, me dijo: «Ya no vive aquí», y colgó. Como todavía consideraba al hermano de Ira en gran medida «mi profesor», me abstuve de telefonear a Murray Ringold, pero escribí a Ira, a la avenida Lehigh de Newark, para que el señor Ringold le entregara la carta, y también al apartado de correos de Zinc Town. No obtuve respuesta. Leí los recortes de periódico que me envió mi padre, gritando: «¡Mentiras! ¡Mentiras! ¡Sucias mentiras!», pero entonces recordé a Johnny O'Day y Erwin Goldstine y no supe qué pensar.
Menos de seis meses después apareció en las librerías de Estados Unidos, precipitadamente publicada, la obra Me casé con un comunista, las confesiones de Eve Frame relatadas a Bryden Grant. La sobrecubierta, por delante y detrás, era una réplica de la bandera norteamericana. En la portada, la bandera estaba desgarrada, y dentro del óvalo irregular había una foto reciente en blanco y negro de Ira y Eve, ella encantadora, con uno de sus sombreritos y el velo a topos que la hiciera famosa, enfundada en una chaqueta de piel y con un bolso circular en la mano, sonriendo a la cámara mientras camina del brazo de su marido por la calle West Eleventh. Pero Ira no parecía en absoluto feliz; por debajo del ala ancha de su sombrero de fieltro y a través de las gafas miraba a la cámara con una expresión seria y preocupada. Casi en el centro de la diana que era aquel óvalo en la cubierta del libro «Me casé con un comunista, confesiones de Eve Frame relatadas a Bryden Grant», la cabeza de Ira estaba audazmente rodeada por un círculo rojo.
En el libro Eve afirmaba que Iron Rinn, alias Ira Ringold, era «un loco comunista» que la había «atacado e intimidado» con sus ideas comunistas, que las sermoneaba, a ella y a Sylphid, cada noche durante la cena, hacía todo lo posible para «lavarles el cerebro» a las dos y las obligaba a trabajar por la causa comunista. «No creo haber conocido en toda mi vida a nadie con el heroísmo de mi joven hija, a quien nada le gustaba más que pasarse el día entero tocando el arpa, cuando discutía vigorosamente en defensa de la democracia norteamericana contra las mentiras totalitarias de ese loco comunista y estalinista. No creo haber visto nada tan cruel en toda mi vida como las tácticas de campo de concentración soviético que empleaba ese loco comunista para poner de rodillas a mi valiente hija.»
En la contraportada había una foto de Sylphid, pero no la que yo conocía, no la joven de veintitrés años, corpulenta y sardónica vestida de gitana que me ayudó con sus divertidas ocurrencias durante la cena y luego me encantó al criticar mordazmente uno tras otro a los amigos de su madre, sino una Sylphid minúscula, de cara redondeada y grandes ojos negros, con coletas y un vestido de fiesta, sonriendo a su hermosa mamá por encima de un pastel de cumpleaños en Beverly Hills. Sylphid con un vestido de algodón blanco que lucía pequeñas fresas bordadas, la falda abombada, debido a las enaguas, y sujeta por un ceñidor atado a la espalda con un lazo. Sylphid con veintiún kilos y seis años de edad, con calcetines cortos blancos y zapatos de charol de tacón bajo. Sylphid no como la hija de Pennington, ni siquiera de Eve, sino de Dios. La imagen lograba lo que Eve se había propuesto al principio con la brumosa ensoñación de un nombre: elevar a Sylphid de la profanidad, volverla etérea, haciéndola pasar de lo sólido a lo atmosférico. Sylphid como una santa, perfectamente desconocedora de todos los vicios, sin instalarse para nada en este bajo mundo. Sylphid como todo aquello que no es la hostilidad.
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