Mas para Johnny O'Day yo no era el hijo de alguien ni tenía que protegerme. Para él era un joven al que reclutar.
– No te relaciones frivolamente con los trotskistas en la universidad -me dijo O'Day durante la comida, como si los trotskistas fueran el problema que me había llevado a Chicago Este para hablar con él.
Juntos, nuestras cabezas casi tocándose, comimos hamburguesas en una oscura taberna cuyo propietario polaco todavía le fiaba y donde un muchacho como yo, incapaz de resistirse a los encantos de la intimidad viril, encontraba la situación muy de su agrado. La callecita, no lejos de la acería, estaba ocupada casi en su totalidad por tabernas, con excepción de una tienda de comestibles en una esquina, una iglesia en la otra y, enfrente, un solar dedicado en su mitad a amontonar chatarra y en la otra a vertedero de basura. El viento del este era fuerte y olía a dióxido de azufre. El interior del local olía a humo y cerveza.
– Soy lo bastante heterodoxo para sostener que está bien relacionarse con trotskistas -me dijo O'Day-, siempre que luego te laves las manos. Hay personas que manejan reptiles venenosos a diario, que llegan a extraerles el veneno a fin de buscarle un antídoto, y son pocas las que reciben mordeduras letales, precisamente porque saben que los reptiles son venenosos.
– ¿Qué es eso de trotskista? -le pregunté.
– ¿No conoces la divergencia fundamental de comunistas y trotskistas?
– No.
O'Day dedicó varias horas a instruirme. Su explicación estaba llena de términos como socialismo científico, neofascismo, democracia burguesa, de nombres que no me decían nada, como, para empezar, León Trotsky, nombres como Eastman, Lovestone, Zinoviev, Bujarin; acontecimientos que desconocía, como la Revolución de Octubre y los juicios de 1937; formulaciones que empezaban diciendo: «El precepto marxista de que las contradicciones inherentes a una sociedad capitalista…» y «Obedientes a su falaz razonamiento, los trotskistas conspiran para impedir que se consigan los objetivos…». Pero al margen de lo abstrusos o complicados que eran los meandros del relato, cada palabra de O'Day me parecía precisa y en absoluto ajena, no un tema del que estaba hablando por hablar de algo, no un tema del que estaba hablando para que yo hiciera un trabajo escolar, sino una lucha cuya ferocidad él había sufrido en sus carnes.
Eran casi las tres cuando dejó de exigirme una atención absoluta. La manera en que te hacía escucharle era extraordinaria, y tenía mucho que ver con su promesa tácita de no hacerte peligrar mientras te concentraras sin fisuras en sus palabras. Yo me sentía exhausto, la taberna estaba casi vacía y, no obstante, tenía la sensación de que todas las posibilidades seguían girando a mi alrededor. Recordé aquella noche, cuando era alumno de secundaria, en que desafié a mi padre e, invitado por Ira, me fui con éste al mitin de Wallace en Newark, y una vez más me sentí partícipe en la disputa sobre la vida que realmente importaba, la gloriosa batalla que había buscado desde que cumplí los catorce años.
– Vamos -me dijo O'Day, tras consultar su reloj-. Voy a enseñarte la cara del futuro.
Y allí estábamos, allí estaba yo, allí estaba aquello; el mundo donde, desde hacía tanto tiempo, había soñado en secreto con ser un hombre. Sonó el silbato, las puertas se abrieron de par en par, y allí estaban ellos, ¡los trabajadores! Los hombres corrientes de Corwin, nada espectaculares pero libres. ¡El hombrecito! ¡El hombre medio! ¡Los polacos! ¡Los suecos! ¡Los irlandeses! ¡Los croatas! ¡Los italianos! ¡Los eslovenos! Los hombres que ponían en peligro la vida para fabricar acero, se arriesgaban a sufrir quemaduras, a ser aplastados o volar en pedazos, y todo en beneficio de la clase dirigente.
Estaba tan emocionado que no podía verles las caras, no veía a los individuos sino sólo la masa amorfa que cruzaba las puertas para ir a casa. ¡La masa de las masas norteamericanas! Pasaban rozándome, chocando conmigo… ¡la cara, la fuerza del futuro! El impulso de gritar (de tristeza, ira, protesta, triunfo) era abrumador, como lo era el impulso de unirme a la masa que no era del todo amenazante ni del todo una masa, de unirme a la cadena, al torrente de hombres calzados con botas de gruesas suelas y seguirlos a casa. El ruido que producían era como el del público alrededor del cuadrilátero antes del combate. ¿Y el combate? El combate por la igualdad norteamericana.
De una bolsa que le pendía del hombro sobre la cadera, O'Day sacó un fajo de octavillas y me lo dio. Y allí, a la vista de la acería, aquella basílica humeante que debía de tener más de un kilómetro y medio de longitud, los dos permanecimos uno al lado del otro, dando una octavilla a cada hombre que salía del turno de siete a tres y que alargaba la mano para tomarlo. Sus dedos tocaban los míos y mi vida entera estaba vuelta del revés. ¡Todo cuanto en Estados Unidos estaba en contra de aquellos hombres también estaba en mi contra! Hice el voto del repartidor de octavillas: no sería más que el instrumento de la voluntad de aquellos hombres. En mí no habría más que probidad.
Con un hombre como O'Day notas el tirón, claro que sí. O'Day no te hace recorrer la mitad del camino y entonces te abandona. No, te acompaña durante todo el camino. La revolución va a eliminar esto y sustituirlo por eso… la claridad en modo alguno irónica del Casanova político. Cuando tienes diecisiete años y conoces a un individuo con una postura agresiva, que, tanto desde el ángulo idealista como desde el ideológico, lo ha comprendido todo, que carece de familia, no tiene parientes ni casa, que no tiene todo aquello que tiraba de Ira en veinte direcciones distintas, no tiene todas esas emociones que tiraban de Ira en veinte direcciones diferentes, desconoce las convulsiones que sufre un hombre como Ira debido a su temperamento, la turbulencia que supone el deseo de hacer una revolución que cambie el mundo mientras al mismo tiempo vive con una hermosa actriz, tiene una amante joven, juguetea con una puta entrada en años, anhela una familia, se debate con una hijastra y vive en una casa imponente en la ciudad de la industria del espectáculo, así como en una cabana proletaria en el quinto infierno, decidido a hacer valer incansablemente una manera de ser en secreto, otra en público y una tercera en los intersticios entre ambas, a ser Abraham Lincoln, Iron Rinn y Ira Ringold, todos ellos hechos un ovillo en un frenético y sobreexcitable yo grupal, y a quien en cambio aclaman tan sólo por su idea, quien no es responsable de nada más que su idea y comprende casi matemáticamente lo que necesita para llevar una vida honorable, entonces te dices, como yo me lo dije: «¡Sí, esto es lo mío!».
Eso fue, con toda probabilidad, lo que Ira se dijo al conocer a O'Day en Irán. O'Day le influyó visceralmente de la misma manera. Se apodera de ti y te liga a la revolución mundial. Sólo que Ira había acabado por tener aquella serie de componentes accidentales, involuntarios, impremeditados, haciendo rebotar las demás pelotas con el mismo esfuerzo enorme por imponerse, mientras que todo cuanto O'Day tenía, era y quería ser era tan sólo el artículo genuino. ¿Porque él no era judío? ¿Porque era gentil? ¿Porque, como Ira me había dicho, se educó en un orfanato católico? ¿Era ésa la razón de que pudiera vivir con una modestia tan despiadada, tan completa y tan visible, sin tener donde caerse muerto?
O'Day no tenía ni un ápice de la blandura que, como yo bien sabía, anidaba en mi interior. ¿Veía él mi blandura? No se lo permitiría". ¡Mi vida con su blandura exprimida, aquí, en Chicago, con Johnny O'Day! Aquí, en la entrada de la acería, a las siete de la mañana, las tres de la tarde y las once de la noche, distribuyendo octavillas después de cada turno. El me enseñará a redactarlas, me enseñará qué decir y la mejor manera de decirlo a fin de incitar al trabajador a que actúe y convierta a Estados Unidos en una sociedad equitativa. Me lo enseñará todo. Soy alguien que sale de la cómoda prisión de su insignificancia humana y aquí, al lado de Johnny O'Day, accede al medio hipercargado que es la historia. Un trabajo humilde, una existencia empobrecida, sí, pero aquí, al lado de Johnny O'Day, no una vida carente de significado. ¡Por el contrario, todo con significado, todo profundo e importante!
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