Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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– La política es la gran generalizadora -me dijo Leo-, y la literatura la gran particularizadora, y no sólo están en relación inversa entre ellas, sino en relación antagónica. Para la política, la literatura es decadente, blanda, irrelevante, aburrida, terca, insípida, algo que no tiene sentido y que realmente no debería existir. ¿Por qué? Debido al impulso particularizador en que consiste la literatura. ¿Cómo puedes ser un artista y renunciar al matiz? Pero ¿cómo puedes ser un político y permitir el matiz? En tanto que artista, el matiz es tu tarea. Tu tarea no consiste en simplificar. Aun cuando decidieras escribir de la manera más sencilla, a lo Hemingway, la tarea sigue siendo la de aportar el matiz, elucidar la complicación, denotar la contradicción. No se trata de eliminar la contradicción, de negarla, sino de ver dónde, dentro de la contradicción, se encuentra el ser humano atormentado. Permitir el caos, dejarlo entrar. Tienes que dejarlo entrar o, de lo contrario, produces propaganda, si no para un partido político (un movimiento político, estúpida propaganda para la misma vida), sí para la vida como ella preferiría ser divulgada. Durante los cinco o seis primeros años de la Revolución rusa, los revolucionarios gritaban: «¡El amor libre, existirá el amor libre!». Pero, una vez estuvieron en el poder, no pudieron permitirlo, porque ¿qué es el amor libre? Es caos, y ellos no querían el caos. No es para eso para lo que habían hecho su gloriosa revolución. Querían algo disciplinado, organizado, contenido, científicamente predecible, a ser posible. El amor libre inquieta a la organización. La literatura inquieta a la organización. No porque esté flagrantemente a favor o en contra, o incluso lo esté de una manera sutil. Inquieta a la organización porque no es general. La naturaleza intrínseca de lo particular consiste en ser particular, y la naturaleza intrínseca de la particularidad estriba en no amoldarse. La generalización del sufrimiento: eso es el comunismo. La particularización del sufrimiento: he aquí la literatura. En esa polaridad se da el antagonismo. Uno participa en la batalla al mantener vivo lo particular en un mundo simplificador y generalizador. No tienes necesidad de escribir para legitimar el comunismo o el capitalismo; estás al margen de ambos. Si eres escritor, no te alias con uno ni con otro. Ves diferencias, sí, y, por supuesto, ves que esta mierda es un poco mejor que aquella mierda, o que aquella mierda es mejor que ésta. Tal vez mucho mejor. Pero ves la mierda. No eres un empleado del gobierno. No eres un militante. No eres un creyente. Eres una persona que se enfrenta de una manera muy diferente al mundo y a lo que sucede en el mundo. El militante presenta la fe, una gran creencia que cambiará el mundo, y el artista presenta un producto que no tiene cabida en ese mundo, que es inútil. El artista, el escritor serio, introduce en el mundo algo que ni siquiera estaba ahí al comienzo. Cuando Dios hizo todas las cosas en siete días, las aves, los ríos, los seres humanos, no dedicó ni diez minutos a la literatura. «Y entonces existirá la literatura. A algunos les gustará, a algunos les obsesionará y querrán hacerla…» No, no. El no dijo eso. Sí entonces le hubieras preguntado a Dios: «¿Habrá lampistas?», te habría respondido: «Sí, los habrá, porque habrá casas y serán necesarios los lampistas». «¿Habrá médicos?» «Sí, porque la gente enfermará y necesitará médicos que le receten medicinas.» «¿Y literatura?» «¿Literatura? ¿De qué me estás hablando? ¿Para qué sirve eso? ¿Dónde encaja? Por favor, estoy creando un universo, no una universidad. Nada de literatura.»

Intransigente. El irresistible atributo de Tom Paine, de Ira, Leo y Johnny O'Day. Si hubiera ido al encuentro de O'Day a mi llegada a Chicago, que era lo que Ira había dispuesto para mí, mi vida estudiantil, tal vez toda mi vida a partir de entonces, podría haber quedado a merced de distintas tentaciones y presiones, y tal vez habría prescindido de aquellas limitaciones que había tenido hasta entonces y que aportaban seguridad, bajo la tutela apasionada de un monolito muy diferente al de la Universidad de Chicago. Pero mi abrumadora tarea universitaria, por no mencionar las exigencias del programa complementario del señor Glucksman para eliminar mis convencionalismos, explica que hasta primeros de diciembre no me fuese posible tomarme libre una mañana de sábado y viajar en tren para reunirme con quien fuese el mentor de Ira Ringold en el ejército, el obrero metalúrgico a quien Ira me describió cierta vez como «un marxista de la cabeza a los pies».

Las vías de la Línea de la Ribera Sur estaban en Sixty-third y Stony Island, a sólo quince minutos a pie de mi residencia de estudiantes. Subí al vagón pintado de color naranja, tomé asiento y, a medida que pasábamos por las sucias poblaciones a lo largo de la línea y el cobrador iba diciendo los nombres: «Hegewisch… Hammond…

Chicago Este… Gary… Michigan City… South Bend», volvía a sentirme emocionado, como si escuchara Con una nota de triunfo. Como venía de la New Jersey norteña e industrial, aquel paisaje no me resultaba desconocido. Mirando hacia el sur desde Elizabeth, Linden y Rahway desde el aeropuerto, también nosotros teníamos la compleja superestructura de las refinerías a lo lejos, los malsanos olores de la refinería y las llamaradas en lo alto de las torres producidas por el gas resultante de la destilación del petróleo al arder. En Newark teníamos las grandes fábricas y los talleres minúsculos, teníamos la suciedad, los olores, las vías de ferrocarril que se cruzaban en todas direcciones, los montones de barriles de acero, las colinas de fragmentos metálicos y los horrendos vertederos. Teníamos por todas partes altas chimeneas que vertían humo negro, el hedor a productos químicos, el hedor a malta y el hedor de la granja porcina Secaucus que se expandía por nuestro barrio cuando el viento soplaba con fuerza. Y teníamos ferrocarriles como aquel que corría sobre terraplenes entre las marismas, a través de los juncos, las plantas de pantano y las extensiones de agua. Teníamos la suciedad y el hedor, pero lo que no teníamos ni podíamos tener era Hegewisch, donde construían los tanques para la guerra. No teníamos Hammond, una localidad especializada en la fabricación de vigas maestras para puentes. No teníamos los montacargas de grano a lo largo del canal de embarque que bajaba desde Chicago. No teníamos los hornos con hogar abierto que iluminaban el cielo cuando vertían el acero fundido, un cielo rojizo que podía ver en las noches claras desde una gran distancia, desde la ventana de mi dormitorio, allá en Gary. No teníamos U.S. Steel, Inland Steel, Jones Laughlin, Standard Bridge, Union Carbide y Standard Oil de Indiana. Teníamos lo que tenía New Jersey, mientras que aquí estaba concentrada la potencia del Middle West. Lo que tenían aquí era una inmensa producción de acero, acerías que se extendían muchos kilómetros a lo largo del lago, a través de dos estados, un complejo fabril más vasto que cualquier otro en el mundo, hornos de coque y de oxígeno que transformaban el hierro en acero, grandes cucharones elevados que transportaban toneladas de acero fundido, metal caliente que se vertía como lava en los moldes y, en medio del resplandor, el polvo, el peligro y el ruido, trabajando a una temperatura ambiental de 38°, aspirando vapores que podían destruir su salud, había hombres afanándose las veinticuatro horas del día, hombres que realizaban un trabajo interminable. Yo no era natural de aquella América, nunca lo sería y, sin embargo, la poseía como norteamericano. Mientras miraba desde la ventanilla del vagón, abarcaba lo que me parecía tan reciente, tan moderno, el mismo emblema del industrial siglo XX y, no obstante, un inmenso solar arqueológico; ningún hecho de la vida me parecía más serio que ése.

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