Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Veía a mi derecha un bloque tras otro de bungalows cubiertos de hollín, las casas de los obreros metalúrgicos, con glorietas y baños para pájaros en la parte posterior, y más allá de las casas las calles en las que se alineaban unas tiendas bajas y de aspecto degradado donde sus familias compraban, y tan potente era el impacto que ejercía sobre mí la visión del mundo cotidiano de un metalúrgico, su crudeza, su austeridad, el duro mundo de la gente con el agua hasta el cuello, siempre endeudada, siempre pagando algo, tanto me inspiraba pensar: «Por el trabajo más duro, el jornal mínimo, por deslomarse, las recompensas más humildes», que, ni qué decir tiene, ninguno de mis pensamientos le habría parecido extraño a Ira Ringold, mientras que todos ellos habrían consternado a Leo Glucksman.

– ¿Qué me dices de la esposa del Hombre de Hierro? -fue casi lo primero que quiso saber O'Day-. Tal vez me gustaría si la conociera, pero eso es un imponderable. Algunas personas a las que valoro tienen amigos íntimos que me resultan indiferentes. La holgada burguesía, el círculo en el que ahora vive con ella… No estoy seguro. En general, existe un problema con las esposas. La mayoría de los hombres que se casan son demasiado vulnerables. Se convierten en rehenes de la reacción en las personas de su mujer y sus hijos. Así pues, corresponde a una pequeña camarilla de personajes endurecidos por sí mismos ocuparse de aquello de lo que es preciso ocuparse. Todo esto es una pesadez, desde luego, y sería bonito tener un hogar, una mujer dulce esperándote al final de la jornada, tal vez un par de hijos. Incluso los hombres que disfrutan de todo eso se hartan de vez en cuando. Pero mi responsabilidad inmediata es hacia el obrero que cobra por horas, y por él no estoy haciendo la décima parte del trabajo que debería. Sea cual fuere el sacrificio, lo que se debe recordar es que esta clase de movimientos son siempre hacia arriba, al margen de cuál sea el resultado del problema inmediato.

El problema inmediato era que Johnny O'Day había sido expulsado del sindicato y perdido su empleo. Le visité en una casa de huéspedes cuyo alquiler no pagaba desde hacía dos meses. Disponía de una semana más para cumplir con su obligación o le echarían. Su pequeña habitación tenía una ventana por la que se veía el cielo y estaba bien ordenada. El colchón de la estrecha cama descansaba sobre un somier metálico y era compacto, incluso bello, y la pintura verde oscuro de la armadura de hierro de la cama no estaba picada ni se descascaraba, como le ocurría a la del ruidoso radiador, pero de todos modos la imagen era desalentadora. En conjunto, los muebles no eran más escasos que los que Leo tenía en su habitación de la Casa Internacional y, no obstante, el aura de desolación me sorprendió y (hasta que la voz reposada, imperturbable de O'Day y su enunciación de nitidez tan peculiar empezaron a eliminar de mi atención cuanto no era su presencia) me hizo pensar que debería levantarme e irme. Era como si lo que faltaba en aquella habitación, fuera lo que fuese, se hubiera evaporado. En el instante en que abrió la puerta, me hizo pasar y me invitó cortésmente a sentarme en una de las dos sillas, ante una mesa en la que no cabía mucho más que la máquina de escribir, tuve la sensación de que no sólo se lo habían arrebatado todo a O'Day excepto la existencia, sino, peor todavía, que de una manera casi siniestra O'Day se había desprendido de todo cuanto no era su existencia.

Entonces comprendí qué estaba haciendo Ira en la cabana. Entonces comprendí el deterioro de la cabana y el acto de volver a prescindir de todo, la estética de la fealdad que sería tan insoportable para Eve Frame, que conllevaba la soledad y la vida ermitaña, pero que también le dejaba a uno desembarazado, libre para ser audaz, resuelto e intrépido. Lo que la habitación de O'Day representaba era disciplina, esa disciplina según la cual por muchos deseos que tenga, puedo circunscribirlos a este pequeño espacio. Puedes arriesgar lo que sea si al final te sabes capaz de tolerar el castigo, y aquella habitación formaba parte del castigo. De aquella estancia sacaría una firme impresión: la relación existente entre la libertad y la disciplina, entre la libertad y la soledad, entre la libertad y el castigo. La habitación de O'Day, su celda, era la esencia espiritual de la cabana de Ira. ¿Y cuál era la esencia espiritual de la habitación de O'Day? Lo descubriría al cabo de unos años, cuando, durante una visita a Zurich, localizara la casa con la placa conmemorativa que contiene el nombre de Lenin y, tras sobornar al portero con un puñado de francos suizos, me permitiera ver la habitación del anacoreta donde el revolucionario fundador del bolchevismo vivió exiliado durante año y medio.

El aspecto de O'Day no debería haberme sorprendido. Ira lo había descrito exactamente tal como era todavía, un hombre con la forma de una garza: metro ochenta de altura, flaco, tieso, cabello gris muy corto, rostro afilado, ojos que también parecían haberse vuelto grises, nariz muy larga y delgada y la piel, o mejor el pellejo, arrugado como si tuviera muchos más de sus cuarenta años. Pero lo que Ira no me había dicho era que el fanatismo había dado a su cuerpo el aspecto de una prisión en cuyo interior un hombre cumplía la severa sentencia en que consistía su vida. Era el aspecto de un ser que no tiene elección? cuya historia había sido trazada de antemano. No tenía ninguna posibilidad de elegir. Separarse de las cosas por el bien de su causa: eso era lo único que podía hacer. Y nadie podía influir en él. No sólo su físico era un filamento de acero, envidiablemente estrecho; también su ideología era parecida a una herramienta, contorneada como la silueta del fuselaje de la garza vista de lado.

Recordé algo que Ira me había dicho acerca de O'Day: que éste lleva un saco de arena ligero, para practicar el boxeo, entre sus pertrechos, y que en el ejército era tan rápido y fuerte que, «si se veía obligado», podía golpear a dos o tres hombres al mismo tiempo. Durante el viaje me había preguntado si O'Day tendría un saco de arena en su habitación. Y, en efecto, allí estaba, pero no colgado en un rincón, a la altura de la cabeza, como yo había imaginado que estaría si aquello fuese un gimnasio, sino tendido en el suelo, contra la puerta de un armario, un grueso saco de arena en forma de lágrima tan viejo y deteriorado que parecía una parte descolorida del cuerpo de algún animal sacrificado, como si para mantenerse en forma O'Day se ejercitara con el testículo de un hipopótamo muerto. La idea no era racional pero, debido al temor inicial que me causaba el hombre, no podía alejarla de mi mente.

Recordé las palabras de O'Day la noche que le confesó a Ira su frustración porque no había podido dedicarse por entero a «construir el partido aquí en el puerto»: «No soy muy hábil para organizar, eso es cierto. Tienes que ofrecer la mano a los bolcheviques tímidos, y yo tiendo más a darles coscorrones». Lo recordé porque, al regresar a casa, introduje esas palabras en el guión de radio que escribía por entonces, acerca de una huelga en una acería, y en el que hasta la última palabra de la jerga de Johnny O'Day aparecía intacta en la de un tal Jimmy O'Shea. Cierta vez O'Day escribió a Ira, diciéndole: «Voy a ser el hijo de puta oficial de Chicago Este y sus alrededores, y eso significa que acabaré en la Ciudad de los Puños», ha Ciudad de los Puños sería el título de mi guión siguiente. No podía evitarlo. Quería escribir acerca de cosas que parecían importantes, y eran cosas de las que yo no sabía nada. Y con el vocabulario de que disponía entonces, lo transformaba todo al instante en agitación y propaganda, perdiendo así en pocos segundos aquello que era importante acerca de lo importante e inmediato acerca de lo inmediato.

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