Philip Roth
Me Casé Con Un Comunista
A mi amiga y editora Verónica Geng
1941-1997
Muchas canciones he oído en mi tierra natal,
Canciones de alegría y de pesar.
Pero una de ellas se grabó profundamente en mi memoria:
Es la canción del trabajador corriente.
¡Vamos, echad todos una mano!
¡Aupad!
¡Juntos, con más espíritu de equipo!
¡Aupad!
Dubinushka, canción folklórica rusa.
(Cantada y grabada en los cuarenta, en ruso, por el Coro y la Orquesta del Ejército Soviético.)
Murray, el hermano mayor de Ira Ringold, fue mi primer profesor de Lengua y Literatura inglesa en la escuela media, y gracias a él me relacioné con Ira. En 1946 Murray acababa de licenciarse, tras haber servido en la XVII División Aerotransportada e intervenido en el contraataque que frustró el avance de los alemanes en las Ardenas. Fue uno de los soldados que, en marzo de 1945, efectuaron el famoso salto al otro lado del Rin que señaló el principio del fin de la guerra en Europa. En aquel entonces era un joven calvo, rudo e insolente, no tan alto como Ira pero esbelto y atlético, que sobresalía por encima de nuestras cabezas, siempre atento a su entorno. Sus ademanes y posturas eran del todo naturales, tendía a la verbosidad y era casi amenazante al expresar sus ideas. Le apasionaba dar explicaciones, clarificar, hacernos comprender, y por ello descomponía en sus principales elementos cualquier cosa de la que habláramos, con la misma meticulosidad con que efectuaba el análisis gramatical de una frase en la pizarra. Tenía un talento especial para dramatizar los interrogantes que suscitaban los temas, para darnos la intensa sensación de que estábamos escuchando un relato incluso cuando realizaba una tarea estrictamente analítica, y para examinar con toda claridad, a fondo y en voz alta, lo que leíamos y escribíamos.
Junto con la fuerza muscular y la evidente inteligencia, el señor Ringold aportaba a la clase una espontaneidad visceral que era reveladora para los chicos amansados y adecentados incapaces de comprender todavía que obedecer las reglas del decoro impuestas por un profesor no tenía nada que ver con el desarrollo mental. Su simpática predilección por arrojarte un borrador de pizarra cuando le dabas una respuesta errónea tenía más importancia de la que quizás él mismo imaginaba. O tal vez no, tal vez el señor Ringold sabía muy bien que aquello que los chicos como yo necesitábamos aprender no era sólo la manera de expresarnos con precisión y reaccionar con más discernimiento a ló que nos decían, sino a ser revoltosos sin ser estúpidos, a no disimular demasiado ni comportarnos demasiado bien, a iniciar la liberación del ardimiento masculino, encerrado en la corrección institucional que tanto intimidaba a los muchachos más brillantes.
Uno percibía, en el sentido sexual, la autoridad de un profesor de escuela de enseñanza media como Murray Ringold, una autoridad masculina en absoluto corregida por la piedad, mientras que, en el sentido religioso, percibía la vocación de un profesor como Murray Ringold, que no se diluía en la amorfa aspiración norteamericana a tener un gran éxito, un hombre que, al contrario que las profesoras, podría haber elegido cualquier otra profesión, pero prefirió dedicarnos su vida. No deseaba más que tratar con jóvenes en los que pudiera influir, y lo que más le satisfacía era la respuesta que obtenía de ellos.
Desde luego, en ese momento no se evidenció la impresión que su audaz estilo docente producía en mi sentido de la libertad; ningún chico pensaba así con respecto a la escuela o a los profesores. No obstante, el anhelo incipiente de independencia social tuvo que ser alimentado en cierta manera por el ejemplo de Murray, y así se lo dije cuando, en julio de 1997, y por primera vez desde que me gradué en la escuela de enseñanza media, en 1950, me encontré con Murray, ya con noventa años, pero, en todos los aspectos visibles, todavía el profesor cuya tarea consiste, de forma realista y sin parodiarse a sí mismo ni exagerar de un modo teatral, en personificar para sus alumnos la rebelde expresión «me importa un comino», en enseñarles que no es necesario que seas un Al Capone para transgredir las reglas, sino que basta con que pienses.
– En la sociedad humana -nos enseñaba el señor Ringold-, el pensar es la mayor transgresión de todas. El pensamiento crítico -añadía, golpeando con los nudillos la mesa para subrayar cada una de las sílabas- es la subversión definitiva.
Le dije a Murray que oír estas cosas en la adolescencia, expresadas por un hombre tan viril como él, verlas demostradas por él, me aportó la información más valiosa para mi desarrollo a la que me aferré, aunque comprendiéndola a medias, como es propio de un alumno de enseñanza media provinciano, protegido y noble, que aspira a ser racional, importante y libre.
Murray, a su vez, me contó todo cuanto en mi adolescencia desconocía, y no podía haber sabido, de la vida privada de su hermano, una seria desventura rebosante de farsa sobre la que Murray reflexionaba en ocasiones a pesar de que Ira había muerto más de treinta años atrás.
– Miles y miles de norteamericanos destruidos en aquellos años -dijo Murray-, víctimas políticas, víctimas de la historia, debido a sus creencias. Pero no recuerdo a nadie a quien derribaran de la misma manera que lo hicieron con Ira. No fue en el gran campo de batalla norteamericano que él mismo habría elegido para su destrucción. Tal vez, a pesar de la ideología, la política y la historia, una catástrofe auténtica siempre es, en el fondo, un desengaño personal, el paso de lo sublime a lo ridículo. No hay ocasión de llevar la contraria a la vida porque ha fracasado en el intento de trivializar a la gente. No, tienes que quitarte el sombrero ante las técnicas de que la vida dispone para despojar a un hombre de su importancia y vaciarlo por completo de su orgullo.
Cuando le pregunté, Murray me contó de qué manera también él había sido despojado de su importancia. Yo tenía una idea general de lo ocurrido, pero apenas conocía los detalles, debido a que por entonces tuve que incorporarme a filas, tras mi graduación universitaria, en 1954; no regresé a Newark hasta varios años después, y la odisea política de Murray comenzó en mayo de 1955. Empezamos por la historia de Murray, y sólo al caer la tarde, cuando le pregunté si le gustaría quedarse a cenar conmigo, él pareció tener la misma sensación que yo, la de que nuestra relación había pasado a un plano más íntimo y no sería incorrecto que siguiéramos hablando abiertamente acerca de su hermano.
Cerca de donde vivo, al oeste de Nueva Inglaterra, hay una pequeña universidad llamada Athena que organiza una serie de programas veraniegos de una semana de duración para personas mayores, y Murray, a sus noventa años, se había matriculado en el curso titulado pomposamente «Shakespeare y el milenio». Esta circunstancia explica que tropezara con él en el pueblo el domingo de su llegada (no lo había reconocido, pero tuve la suerte de que él me reconociera) y que pasáramos nuestras seis noches juntos. Así apareció el pasado, esta vez en forma de un hombre muy anciano que tenía el talento necesario para no pensar en sus problemas un instante más de lo que merecían y que aún no podía perder su tiempo hablando con otra persona más que de cosas serias. Una obstinación palpable prestaba a su personalidad una plenitud sin fisuras, y ello a pesar de la reducción radical efectuada por el tiempo de su viejo y atlético físico. Al mirar a Murray mientras me hablaba de aquella manera familiarmente abierta y meticulosa, me dije: «He aquí la vida humana. Esto es resistencia».
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