En el tren, durante el viaje de regreso a Newark, mientras pensaba en Ira lanzando los denuestos de sus apocalípticas profecías gemelas («¡Los Estados Unidos de América están a punto de declarar la guerra atómica a la Unión Soviética! ¡Recordad lo que os digo! ¡Los Estados Unidos de América avanzan por.el camino del fascismo!»), no sabía lo suficiente para comprender por qué, de súbito, con tanta deslealtad, cuando él y las personas como Artie Sokolow estaban siendo más intimidadas y amenazadas, Ira me hastiaba hasta tal extremo, por qué me sentía mucho más inteligente, deseoso y a punto de alejarme de él y de su faceta irritante y opresiva y buscar mi inspiración lejos de Pickax Hill Road.
Si uno se queda huérfano tan pronto como Ira, se encuentra en la situación por la que pasan todos los hombres, sólo que muchísimo antes, lo cual resulta espinoso, porque o bien uno no recibe ninguna educación o bien se vuelve demasiado proclive a entusiasmos y creencias, maduro para el adoctrinamiento. Los años juveniles de Ira fueron una serie de conexiones rotas: una familia cruel, la frustración escolar, la caída de cabeza durante la depresión, una orfandad temprana que cautivaba la imaginación de un muchacho como yo, tan arraigado en una familia, un lugar y sus instituciones, un muchacho que tan sólo empezaba a salir de la incubadora sentimental; una orfandad temprana que liberó a Ira para relacionarse con lo que quisiera, pero que también le dejó las amarras lo bastante sueltas para que se entregara a alguna causa en el acto, se entregara totalmente y para siempre. Por todas las razones que se le pueden ocurrir a uno, Ira era un fácil blanco para la visión utópica. Mas para mí, que estaba amarrado, era diferente. Si no te quedas huérfano pronto, si tienes una relación intensa con tus padres durante trece, catorce, quince años, te crece la polla, pierdes la inocencia, buscas tu independencia y, si no tienes una familia neurótica, te dejan ir, preparado para empezar a ser un hombre, es decir, preparado para buscar nuevas fidelidades y afiliaciones, los padres de la edad adulta, los padres elegidos a los que, como no te piden que les estés agradecido con amor, los quieres o no, según te plazca.
¿Cómo se eligen? Por medio de una serie de accidentes y con mucha voluntad. ¿Cómo llegan a ti y cómo llegas a ellos? ¿Quiénes son? ¿Qué es esta genealogía que no es genética? En mi caso eran hombres de los que aprendía, de Paine a Fast y de Corwin a Murray, Ira y más allá, los hombres que me formaban, los hombres de los que procedía. Para mí todos eran notables, cada uno a su manera, personalidades con las que discutir, mentores que encarnaban o abrazaban ideas poderosas y que fueron los primeros en enseñarme a abrirme paso por el mundo y sus exigencias, los padres adoptados a los que también, cada uno en su momento, tuve que abandonar con su legado, tuvieron que desaparecer, dejando así lugar a la orfandad total, que es la virilidad. Cuando estás ahí afuera, en el mundo, completamente solo.
Leo Glucksman también había sido soldado, pero sirvió después de la guerra y sólo tenía alrededor de veinticinco años. De mejillas rosadas y un poco rollizo, no parecía mayor que sus alumnos universitarios de primer y segundo curso. Aunque Leo aún estaba completando la tesis para obtener el doctorado de letras en la universidad, se presentaba en el aula con un traje de tres piezas y pajarita carmesí, vestido con mucha más formalidad que cualquiera de los miembros veteranos de la facultad. Cuando llegaba el tiempo frío, se le veía cruzar el patio luciendo una capa negra que, incluso en un campus donde existía una tolerancia atípica de la idiosincrasia y la excentricidad y donde se comprendía la originalidad y su rareza, como era la Universidad de Chicago en aquella época, encandilaba a los estudiantes a cuyo alegre (y divertido) «Hola, profesor» Leo respondía golpeando fuertemente el suelo con la contera metálica de su bastón. Una tarde, tras echar un rápido vistazo a El secuaz de Torquemada, que, para incitar la admiración del señor Glucksman, se me había ocurrido entregarle, junto con el trabajo de clase sobre la Poética de Aristóteles, Leo me sorprendió al arrojarlo con repugnancia sobre la mesa.
Su comentario fue rápido, su tono vehemente e implacable. En sus palabras no hubo el menor rastro del genio juvenil vestido con demasiada afectación, la pajarita roja bajo la cara rechoncha, erguido en su sillón acolchado. Su gordura y su personalidad correspondían a dos personas muy distintas, mientras que las ropas eran propias de una tercera persona. Y su polémica a una cuarta, no a un amanerado sino a un crítico adulto auténtico que me revelaba los peligros de mi sometimiento a la tutela de Ira, que me enseñaba a adoptar una postura menos rígida ante la literatura. Era precisamente aquello para lo que estaba preparado en mi nueva fase de reclutamiento de guías. Bajo la orientación de Leo empecé a transformarme no sólo en el descendiente de mi familia sino del pasado, heredero de una cultura incluso más admirable que la de mi vecindario.
– ¿El arte como un arma? -me dijo, la palabra arma llena de desdén y ella misma un arma-. ¿El arte como el reflejo de adoptar la postura correcta en todo? ¿El arte como el abogado de las cosas buenas? ¿Quién te ha enseñado todo esto? ¿Quién te ha enseñado que el arte consiste en eslóganes? ¿Quién te ha enseñado que el arte está al servicio del pueblo? El arte está al servicio del arte y, de lo contrario, no existe arte que merezca la atención de nadie. ¿Cuál es el motivo para escribir literatura seria, señor Zuckerman? ¿Desarmar a los enemigos del control de precios? El motivo para escribir literatura seria es escribir literatura seria. ¿Quieres rebelarte contra la sociedad? Te diré cómo debes hacerlo: escribe bien. ¿Quieres abrazar una causa perdida? Entonces no luches por la clase trabajadora. A ellos les irá bien. Van a llenar alegremente los depósitos de sus Plymouths. El trabajador nos conquistará a todos, de su necedad fluirá la bazofia que es el destino cultural de este país filisteo. Pronto tendremos en este país algo mucho peor que el gobierno de los campesinos y los obreros, tendremos la cultura de los campesinos y los obreros. ¿Quieres una causa perdida por la que luchar? Entonces lucha por la palabra. No la palabra ampulosa, no la palabra inspiradora, no la palabra a favor de esto y en contra de aquello, no la palabra que anuncia al respetable que eres una persona maravillosa, admirable, compasiva, que está al lado de los oprimidos. ¡No, lucha por la palabra que dice a las pocas personas cultas condenadas a vivir en Estados Unidos que estás al lado del mundo! Este guión tuyo es basura. Es horrible. Es exasperante. Es basura vulgar, primitiva, ingenua, propagandista. Empaña el mundo con palabras. Y hiede al alto cielo de tu virtud. Nada tiene un efecto más siniestro en el arte que el deseo de un artista de demostrar lo bueno que es. ¡La terrible tentación del idealismo! Tienes que dominar tu idealismo, tu virtud tanto como tu vicio, has de conseguir un dominio estético de todo lo que te impulsa a escribir en primer lugar: ¡tu indignación, tu política, tu pesadumbre, tu amor! Empieza a predicar y tomar posiciones, empieza a ver tu propia perspectiva como superior, y eres una nulidad como artista, nulo y ridículo. ¿Por qué escribes estas proclamas?
¿Porque miras a tu alrededor y te escandalizas? ¿Porque miras a tu alrededor y te conmueves? La gente cede con demasiada facilidad y finge sus sentimientos. Quieren tener sentimientos enseguida, y los de escandalizado y conmovido son los más fáciles, así como los más estúpidos. Salvo en raras ocasiones, señor Zuckerman, mostrarse escandalizado es siempre una falsedad. Proclamaciones. ¡Al arte no le sirven de nada las proclamaciones! Llévate tu encantadora mierda de este despacho, por favor.
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