Philip Roth - Me Casé Con Un Comunista

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El sueño americano se convierte en pesadilla.
En plena caza de brujas, durante la era McCarthy, Iron Rinn -cavador de zanjas primero, actor radiofónico más tarde- ve cómo tras participar en la Segunda Guerra Mundial, comprometido en la lucha por un mundo mejor, termina en la lista negra, desempleado y perseguido por el fanatismo ideológico.
En este camino tendrá un papel fundamental la exquisita actriz Eve Frame. El matrimonio de ambos se transformará: de idilio fascinante y perfecto pasará a ser un tremendo y cruel culebrón. Y cuando ella revele a la prensa las relaciones de Iron con la URSS, el apogeo de la traición y la venganza se materializarán en el escándalo nacional y la ruina personal. El hermano de Iron, Murray, será quien cuente esta historia años más tarde.
Philip Roth, el autor de Pastoral americana y La mancha humana, vuelve a explorar y a retratar con ironía, sinceridad y vehemencia los conflictos de la sociedad norteamericana del siglo XX.

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Presa de tales emociones, sin duda parece inimaginable que pudiera encontrar alguna vez el camino de regreso a mi situación anterior, pero lo cierto es que a medianoche aún no había telefoneado a mi familia para comunicarles mi decisión. O'Day me había dado dos delgados panfletos para leer en el tren durante el trayecto hasta Chicago. Uno de ellos se titulaba Teoría y práctica del Partido Comunista, el primer curso de la Serie de Estudios Marxistas preparada por el Departamento de Educación Nacional del Partido Comunista, en el que la naturaleza del capitalismo, de la explotación capitalista y de la lucha de clases se exponía de un modo abrumador en menos de cincuenta páginas. O'Day me prometió que la próxima vez que nos viéramos comentaríamos lo que yo hubiera leído, y entonces él me daría el segundo curso que, según dijo, «desarrollaba en un nivel teórico superior los temas del primer curso».

El otro panfleto que me llevé aquel día para leer en el tren, ¿De quién es propiedad Estados Unidos?, escrito por James S. Alien, argumentaba -predecía- que «el capitalismo, incluso en su encarnación más potente en Estados Unidos, amenaza con reproducir el desastre a una escala cada vez mayor». En la portada había una caricatura, en azul y blanco, de un hombre gordo de aspecto porcino, con chistera y chaqué, sentado con arrogancia sobre una hinchada bolsa de dinero con la inscripción «Beneficios» y el vientre, también hinchado, adornado con el signo del dólar. Humeando, en segundo plano, estaban las fábricas de Norteamérica, representantes de la propiedad expropiada injustamente por la rica clase dirigente a «la principal víctima del capitalismo», los trabajadores en lucha.

Leí ambos panfletos en el tren. En la habitación de la residencia volví a leerlos, confiando en que hallaría en sus páginas el ánimo necesario para telefonear a casa y comunicarles mi decisión. Las últimas páginas del panfleto titulado ¿De quién es propiedad Estados Unidos? tenían el epígrafe: «¡Hazte comunista!», y las leí en voz alta, como si el mismo Johnny O'Day me estuviera hablando: «Sí, juntos venceremos con nuestras huelgas. Levantaremos nuestros sindicatos, nos reuniremos para luchar juntos contra las fuerzas de la reacción, del fascismo, del belicismo. Juntos trataremos de construir un gran movimiento político independiente que se enfrentará en las elecciones nacionales a los partidos de los monopolios. Ni por un momento daremos cuartel a los usurpadores, a la oligarquía que está arruinando a la nación. No permitas que nadie ponga en tela de juicio tu patriotismo, tu lealtad a la nación. Únete al Partido Comunista. En tanto que comunista, podrás cumplir, en el sentido más profundo de la palabra, con tu responsabilidad como norteamericano».

«¿Por qué no es esto alcanzable?», me pregunté, y entonces me dije: «Hazlo como aquella vez, cuando subiste al autobús hasta el centro y asististe al mitin de Wallace. ¿Es tu vida o la de ellos? ¿Tienes el valor de tus convicciones o no lo tienes? ¿Es esta América la clase de América en la que quieres vivir o te propones lanzarte a revolucionarla? ¿O acaso, como todos los demás universitarios "idealistas" que conoces, eres otro hipócrita egoísta, privilegiado, absorto en sí mismo? ¿Qué temes, la penuria, el oprobio, el peligro o tal vez a O'Day? ¿De qué tienes miedo si no es de tu debilidad de carácter? No recurras a tus padres para que te saquen de esto. No llames a casa y pidas permiso para afiliarte al Partido Comunista. ¡Recoge la ropa y los libros, vuelve allí y hazlo! Si no te atreves, ¿es posible hacer alguna distinción entre tu capacidad de atreverte a cambiar y la de Lloyd Brown, entre tu audacia y la audacia de Brownie, el ayudante de tendero que quiere heredar el puesto de Tommy Minarek en el vertedero de piedras de Zinc Town? ¿Hasta qué punto la imposibilidad que sufre Nathan de renunciar a las expectativas de su familia y luchar para abrirse camino hacia la auténtica libertad difiere de la imposibilidad que sufre Brownie de enfrentarse a las expectativas de su familia y luchar por su propia libertad? Se queda en Zinc Town vendiendo minerales, yo me quedo en la universidad estudiando a Aristóteles… y acabo siendo Brownie con un título».

A la una de la madrugada crucé el Midway desde mi residencia, bajo una tormenta de nieve, la primera ventisca que experimentaba en Chicago, hacia la Casa Internacional. El estudiante birmano que estaba de guardia en la recepción me reconoció y, cuando abrió la puerta de seguridad y le dije: «El señor Glucksman», asintió y, a pesar de la hora, me dejó pasar. Subí al piso de Leo y llamé a la puerta. Horas después de que un estudiante extranjero hubiera cocinado curry en el hornillo de su habitación, el olor seguía impregnando la atmósfera del pasillo. Pensé: «Un chico indio viene desde Bombay para estudiar en Chicago, y tú temes vivir en Indiana. ¡Levántate y lucha contra la injusticia! Date la vuelta, vete… ¡tienes la oportunidad de hacerlo! ¡Recuerda la entrada de la acería!».

Pero como mis emociones habían estado al rojo vivo durante tantas horas, durante tantos años adolescentes, abrumado por todos aquellos nuevos ideales y visiones de la verdad, cuando Leo, en pijama, abrió la puerta, me eché a llorar y, al hacer eso, le llevé a una lamentable conclusión errónea. Vertí cuanto no tuve el atrevimiento de mostrarle a Johnny O'Day. La blandura, el infantilismo, la frivolidad opuesta a la seriedad de O'Day que estaba en mi naturaleza, todo lo no esencial que me constituía. ¿Por qué no es alcanzable? Carecía de lo que supongo que a Ira también le faltaba: un corazón sin dicotomías, un corazón como el de O'Day, envidiablemente estrecho, inequívoco, dispuesto a renunciar a cualquiera y a todo excepto a la revolución.

– Oh, Nathan -me dijo tiernamente Leo-. Mi querido amigo.

Era la primera vez que no me llamaba «señor Zuckerman». Me hizo sentar ante su mesa y él, en pie a pocos centímetros de mí, me observó mientras, todavía llorando, yo me desabrochaba la zamarra ya mojada y cargada de nieve. Tal vez pensó que me disponía a quitármelo todo, pero, en vez de hacer eso, me puse a hablarle del hombre al que había visto. Le dije que quería trasladarme a Chicago Este y trabajar con O'Day. Tenía que hacerlo, por el bien de mi conciencia. Pero ¿podía hacerlo sin decírselo a mis padres? Le pregunté a Leo si eso era honorable.

– ¡Eres una mierda! ¡Una puta! ¡Vete! ¡Vete de aquí! ¡Putilla calientabraguetas y falsa!

Y, tras decir esto, me hizo salir a empujones de la habitación y cerró de un portazo.

No lo comprendía. No entendía realmente a Beethoven, seguía teniendo problemas con Kierkegaard y lo que Leo gritaba y por qué lo gritaba era también incomprensible para mí. Lo único que había hecho era decirle que contemplaba la posibilidad de vivir con un metalúrgico comunista de cuarenta y ocho años que, como le expliqué, tenía cierto parecido con un Montgomery Clift entrado en años, y Leo reaccionaba echándome de su cuarto con cajas destempladas.

No sólo el estudiante indio cuya habitación estaba en el otro lado del pasillo, sino casi todos los estudiantes indios, orientales y africanos que vivían a lo largo del corredor salieron de sus habitaciones para ver a qué se debía la conmoción. La mayoría de ellos, a tales horas, estaba en ropa interior, y miraba a un muchacho que acababa de descubrir que no era tan fácil ser un héroe a los diecisiete años como lo era a esa edad ser atraído hacia el heroísmo y el aspecto moral de casi todas las cosas. Lo que creyeron ver fue algo por completo distinto. Lo que creyeron ver no pude imaginarlo hasta que, en la siguiente clase de humanidades, me di cuenta de que a partir de entonces Leo Glucksman no sólo no me consideraría alguien superior, y no digamos alguien destinado a ser un gran hombre, sino que me tendría por el filisteo más inexperto, culturalmente atrasado y cómico que jamás, y de un modo escandaloso, había sido admitido en la Universidad de Chicago. Y nada de lo que dije en clase o escribí para la clase durante el resto del curso, ninguna de mis largas cartas explicándome, pidiendo disculpas y señalando que no había abandonado la universidad para irme a vivir con O'Day, sacaría a Leo de su error.

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